El texto completo figura en la página de neyru
He aqui los tres primeros capítulos de una creación original, que servirá para atraer a los cuenteros a apreciar, en su totalidad, una obra tan"singular" como su personaje.
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El Hombre de Ruinas es singular
Por su cabeza no pasan las habituales dudas o vivencias de cualquiera de nosotros. No. Su memoria, su mente, funcionan de forma diferente. El Hombre de Ruinas no posee malos recuerdos y tampoco buenos, sino que se limita a acumular en un ajado archivador (ese que esconde en el rincón izquierdo de su cerebro) cada letra de cada palabra de cada frase de sus conversaciones, cada una en una carpetita, cada una en un cajón de entre los millones que tiene el mueblucho. Sucede a veces que las palabras, divertidas, controvérsicas y escurridizas, juguetean e intercambian sus posiciones, desligándose de la imagen de quien las pronunció y colándose, por ejemplo, en la carpeta de conversaciones importantes del día X con la persona VerdiLarga. Porque, efectivamente, el Hombre de Ruinas no encasilla a las personas por su nombre. Eso es un absurdo que procura erradicar de su vida. Él observa a quien tiene delante, ya sea adulto, niño, hembra o varón, y les da forma y color según su antojo, y de esa manera les resguarda en su mente infinita. Es un método muy válido, pues esas imágenes evitan que el Hombre de Ruinas haga uso de más palabras innecesarias, y las diapositivas estáticas que identifican a cada persona son más formales que las marañas de vocales y consonantes. Incluso él mismo se mira en el espejo y se sonríe al ver un resplandeciente y voluble Globo Azul. Así sucede que, si las palabras deciden rebelarse contra él, o simplemente tienen ganas de salir a pasear por el laberinto de su cabeza, pueden producirse catástrofes memorísticas. Las letras danzan, y saltan, y tropiezan entre ellas, y se escabullen entre los agujeros de los cajones, cayendo al resbaladizo suelo de nácar. Se ven reflejadas, pizpiretas y hermosas, en los espejos que recubren las paredes de la mente en aquel alejado rincón, y se regocijan en su orgullo, creyéndose importantes. Luego no recuerdan cuál era el sitio que debían ocupar (porque no es competencia de las palabras tener memoria, sino transcribirla), así que eligen aleatoriamente el lugar que más les gusta, donde se encuentran cómodas, y allí se colocan.
"Son males menores", replantea entonces el Hombre de Ruinas, pues a todo resta importancia. Qué trascendencia tiene que un "hola" o un "tal vez" lo haya dicho el Violeta Redondo o el Triangular. Tanto da. Y sigue su vida entre geometrías de regaliz y canciones sin componer que nunca fueron escuchadas. Mientras, un "te" y un "quiero" de dos carpetas diferentes, se han encontrado en el fondo del nonagésimo cajón superior del archivador y se aventuran, curiosos, hacia los nuevos compartimentos.
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La importancia de un nombre
El Hombre de Ruinas es tan peculiar que ni su nombre sabe. No necesita presentarse, porque todo con el que se encuentra le conoce de algo y no sabe de qué, y quien no, argumenta haberle visto antes en algún lugar. Así comienza cada conversación, y llega un punto en el que ya no importa si eran antiguos vecinos, viejos amigos o corteses desconocidos, y resulta irrisorio preguntarle cómo se llama. Por eso el Hombre de Ruinas no retiene apellidos o nombres, porque es una información prescindible, y por eso también es que olvidó, entre tantas palabras, cuál le designaba a él, que en el fondo de su ser prefería ser ese globo que le mostraba el espejo.
Se percató de que no tenía nombre un buen día en el que un Manchón Marrón se sentó junto a él en un rayo de sol. Se quedó mirándole, y el simpático Globo Azul le devolvió el gesto con curiosidad. Normalmente la gente que le rodeaba iniciaba conversaciones, ya fueran importantes o banales, y parloteaban, bufaban y piaban sin pudores, porque él transmitía esa extraña fuerza que ejercen sobre nosotros las personas especiales, esas que son fuente de magia y bondad, que sólo con mirarles te vacían el alma y te la devuelven limpita y recién planchada. En cambio, el Manchón Marrón, que lucía unas extrañas gafas, no dijo nada. Ninguno parecía incómodo con la situación, pero las piernas y paraguas que pasaban cerca murmuraban y fijaban sus mil ojos en ellos. Debía resultar chocante ver a dos completos desconocidos mirarse sin articular ningún sonido compartiendo un rayo de sol en el que apenas entraría un niño. Entonces, sonrió y pensó que debía presentarse: después de tres eternidades y media conociéndole sin palabras, era lo menos que podía hacer. Fue cuando, por más que quiso, no pudo recordar su nombre. Paseó por cada recoveco de su cabeza, mesándose la enjuta barba, casi preocupado. Desordenó la sala de juegos de los sueños, revolvió entre los deseos y los dos o tres miedos que se negaban a salir de las sombras; abrió uno a uno todos los cajones del inmenso archivador de la memoria, incluso interrogó a las ideas inconscientes; pero no pudo localizarlo. Sencillamente, se había esfumado, no tenía nombre. Frunció el ceño con el gesto torcido, demostrando su adorable contrariedad, y sólo atinó a decir "pues no sé dónde lo he puesto". Su compañero de silencio soltó una enorme risotada que iluminó farolas de calles enteras. Una bandada de pájaros anidó sobre sus hombros mientras las viejas marmoleas empujaban carritos de bebés. El Manchón Marrón recobró su compostura inflamada y apacible mientras se incorporaba. Su descomunal mano revolvió el pelo de carbón. "Definitivamente, estás formado por hermosas ruinas", sentenció complaciente; y se alejó cabalgando en una mota de polvo, mientras el globo retenía el sonido de su carcajada en una placa de platino que ahora cuelga, iluminada, en el centro de sus ilusiones junto a su nuevo nombre: el Hombre de Ruinas.
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El rumbo del Globo
La vida del Hombre de Ruinas es variable. Su inexistente rutina se compone de pedazos de días y horas anteriores con una pizca aquí y allá de novedad e ilusión. Nada es estructurado, todo presenta algún huequito por el que poder escapar, y la monotonía no tiene cabida en su vocabulario. Estrena una sonrisa nueva cada día para dedicársela al primero que se fije en él. Adora la compañía de cualquiera, aunque no desaprovecha los momentos de soledad que brinda una plaza abarrotada de vestidos y corbatas que pasean perros y monopatines, o los siglos de calma que puede ofrecer un atardecer mientras el humo negro escapa entre sus labios. De tanto en tanto, los curiosos giran en plena calle para mirarle de nuevo o vociferan al oído de sus vecinos dimes y diretes sobre él. El Globo Azul ya no se preocupa ni ofende, incluso le parece cómica la situación y compadece a quienes no tienen mejor ocupación que criticarle. Pobres, ellos sólo ven a un hombre de trazos indefinidos envuelto en ruinas de música y color, viajando por el mundo en una cáscara de nuez, con unas alas mal cosidas que apenas le ayudan a planear. No son capaces de desligar el nombre de la persona, lo que ellos ven a lo que realmente es: un globo azul que vuela de hito en hito, acariciando el viento entre sus dedos, inflándose con cada aliento de esperanza, elevándose con cada pensamiento positivo y dejándose caer entre las manos de quienes le necesiten. Porque, si algo tiene el Hombre de Ruinas, es que sabe aparecer en el momento preciso. Es capaz de sentir cuándo un temor cosquillea en los dedos de los pies de una persona, cuándo nace una lágrima en un corazón de cristal, e incluso, cuándo ese recipiente lleno de gotitas de rutinas y frustraciones está a punto de reventar, llenando las entrañas de uno con millones de partículas que no podrán desincrustarse jamás. Es capaz de sentirlo, y es en ese preciso instante cuando, sin más ni más, está ahí, prestando cien oídos, veinte manos y mil carcajadas. En ocasiones, un Curvilíneo Bermellón o un Zigzag Ámbar desean encontrarle, o eso creen, pero no es verdaderamente importante, y por tal motivo es que él no está. Le encanta compartir su vida con las figuras amigas de siempre, esas que forman parte imprescindible del cuadro cubista de su existencia, pero también necesita espacios vacios y nuevas imágenes que añadir a la colección, a los cajones que ya tiene preparados en el archivador de la memoria y que desean verse llenos de carpetas henchidas de recuerdos apalabrados.
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