Sentía sus pies helados mientras reconocía la sensación de haber pisado en un charco de agua profundo, sin embargo, tan profundo era, que dicha sensación le recorría ahora hasta las rodillas, y más.
Estaba sentado de frente al añejo escritorio de madera clara, con las hojas dispersas y los ojos distantes. Miraba un punto fijo, justo al frente, a la altura de su sien. Sus manos petrificadas, quizás por la inmensidad sobrecogedora de nunca haber amado más que ahora.
Sabía que la sensación era tan real como sus zapatos negros y su pantalón de fresca tela, que poco a poco se adhería su piel y luego le soltaría y bailaría lentamente al compás de la brisa y la luz azulina.
La máquina de escribir estaba más pesada que nunca y casi se fundía con el escritorio. Las hojas se apilaban al costado izquierdo, las en blanco, y al derecho, las escritas.
Miró con detención al suelo e intentó pensar en ella. Sus mejillas, sus caderas, su cabello o siquiera su voz o su silueta. Pero el ruido ensordecedor se apoderaba de la habitación y sus manos recobraron algo de movilidad.
La tinta de una hoja del lado derecho se mezclaba e injertaba en la siguiente, y para siempre las lágrimas negruzcas del papel se filtraron haciéndose imposibles de leer y eternas.
Para cuando la habitación estaba llena y él flotaba en el medio, pude ver una sonrisa de satisfacción y distinguir una de sus lágrimas en medio del mar. Estaba pensando en ella, y en cómo no podía recordar sus tobillos o su ombligo, o sus orejas o su aroma siquiera.
El agua llenó tan rápido el estudio que se hizo el tiempo infinito. Conocía bien la sensación, quizás era la falta de aire, o quizás la inmensidad sobrecogedora de nunca haber amado más que ahora.
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