Cuando caen las primeras gotas de lluvia en Nueva York, los paraguas, aburridos en la oscuridad de los closets, saltan alborozados y muestran sus muelas de la alegría. Saben que sus dueños ya no tardarán de agarrarlos de los bastones y que los sacarán a trabajar por las húmedas calles colmadas de rascacielos.
Hay paraguas de muchos colores: negros, azules, rojos, verdes, violetas, siendo los paraguas negros los que más abundan. Será por eso que se les ven más seguros y más desenvueltos que los otros. En cambio, los paraguas amarillos, por ejemplo, que son tan poquísimos, deambulan calladitos y con las miradas tímidas de tanto que los miran como bichos raros.
Brela, es un viejo paraguas color granate, que acompaña desde hace medio siglo a doña Marlene. Ella lo llamaba así, como una abreviación de "umbrella", que en inglés significa "paraguas".
Es tan buena gente, Brela, que cuando llueve torrencialmente, se muere de las ganas por cubrir a los indefensos indigentes y a los loquitos de la ciudad. Hasta desea convertirse en un gigantesco paraguas para volar arriba, muy arriba, y proteger a los rascacielos de los feroces aguaceros.
Uno se da cuenta por las calles estrechas, colmadas de gente, quienes son los paraguas educados y quienes no. Brela, es de quitarse el sombrero. Ante la confusion de la muchedumbre, Brela con mucha cortesía se agacha o se eleva para dar paso a otros paraguas. En cambio, hay paraguas malcriados que andan por andar, golpeando a cuanto paraguas se le cruce. Brela es tan hidalgo, que cuando de casualidad golpea a otro, le pide mil disculpas. Así es siempre, todo un caballero.
Los paraguas deambulan por todos los rincones con diferentes miradas: miradas tristes, relajadas, alegres o preocupadas, según el estado de ánimo de sus patrones. Si éstos, por ejemplo, van contentos a visitar a algún familiar querido, los paraguas se verán sonrientes. Pero si sus dueños van tensos a buscar trabajo y regresan a casa con las caras largas de no haber encontrado nada, los paraguas también regresarán cabizbajos.
Los televisores, las camas, los platos, los muebles, las mesas, los cuadros y muchas de esas cosas que habitan en casa de doña Marlene, cuánto quisieran ser un paraguas como Brela, aunque sea por unas horas, para salir a pasear por las calles de la Gran Manzana.
Y no hay lugar de la ciudad, donde Brela no haya puesto sus pies. Como turista de vacaciones o como conquistador fugaz, invade colegios, cementerios, bibliotecas, restaurantes, universidades, lavanderías, trenes, cuarteles de la policía, cafetines, buses, cortes, fábricas, mercados, panaderías, taxis, cines, estadios, iglesias, y hasta ha penetrado en el alma de doña Marlene, encariñada por haber envejecido con él, queriéndolo como uno más de la familia.
Lo que sí es cierto, es que a la mayoría de los paraguas les encanta pasearse en las manos de los niños. A veces, los nietos de doña Marlene, por si las moscas, toman a Brela para ir a sus escuelas. Entonces, Brela disfruta del dulce sabor de sentirse héroe de ellos por salvarlos de las monstruosas lluvias. Y aún, si no hubiese lluvia, Brela se presta para todo lo que sus patroncitos se les ocurra: se deja convertir en bate de béisbol pegando pelotas imaginarias o en una espada filuda que hace temblar al enemigo.
Por último, hay un lugar donde los paraguas tienen un terror bárbaro: el subway de los trenes. Sobre todo si los trenes están vacíos.
Cuando los trenes van repletos de gente, los paraguas respiran tranquilos porque viajan agarrados de sus amos. Pero si los trenes van sin mucha gente, los patrones los sientan en los asientos vacíos. Entonces, ¡qué peligro!, los paraguas tiemblan cuando sus dueños se echan una siestecita por temor a que cuando ellos se despierten, salgan apresurados a las calles y los olviden en los solitarios asientos, dejándolos tristes y llorosos en los silenciosos vagones, perdidos para siempre, en un viaje sin retorno.
Por fortuna, eso nunca sucedió con Brela, pues por más que doña Marlene estaba muerta de sueño y despertaba repentinamente para bajar de buses o trenes, nunca olvidó a Brela que viajaba a su costado.
Pero, como todo tiene su final, un mal día de invierno, Brela se nos fue para siempre. Él, que había resistido las más terribles tormentas de Nueva York, no pudo resistir una tormenta dominical en manos de uno de los nietos de doña Marlene. El niño regresó a casa, empapado y llorando de la pena, con Brela destrozado entre sus manos.
-Fue valiente, abuelita, Brela luchó hasta el final contra el viento y la nieve para cubrirme. Seguro, como ya estaba viejito, no tenía muchas fuerzas para enfrentar a la tormenta- dijo el niño, acongojado entre los brazos de doña Marlene.
Ella, dolida por la partida del compañero que durante cincuenta años la protegió de la lluvia y el sol, metió los restos de Brela en una bolsa y los guardó entre sus cosas.
Pocos años después, también ella partió a la eternidad. Como su familia sabía lo mucho que quiso a Brela, la enterraron con los restos de él: sus pedazos de tela granate, sus varillas retorcidas y su bastón de caoba.
Así son nuestros queridos paraguas, tan útiles como la ropa, tan necesarios como los zapatos. Así fue Brela, uno de los millones de paraguas incansables que trajinó por todas las esquinas de Nueva York eterna, abriéndose paso entre la multicolor procesión de paraguas obreros, que a diario, cumplen con la heroica misión de pelear contra viento y marea, contra lluvia y sol, para que nada ni nadie pueda lastimar los techos de nuestras cabezas.
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