Cuando Marcela se subía al tamarindo no había poder humano que la hiciera bajar. El gran árbol, con sus fuertes y acogedoras ramas, era su refugio más grato. Hasta allí no llegaban los regaños de papá. Además, desde aquella altura se dominaba buena parte del pueblo, y la infantil curiosidad de sus nueve años se veía diariamente recompensada con las peleas callejeras de los pequeños rufianes cara sucia que vendían toda clase de chucherías en el mercado municipal.
Pero su distracción favorita era el viejo lechero que pasaba todos los días frente a su casa. El hombre, con un gran sombrero de paja en la cabeza y un jarrón desbordante de leche sobre un carrito de fabricación casera, le empezaba a sonreír desde que su figura asomaba allá en la esquina. Y con su sonrisa desdentada gritaba a todo pulmón:
-¡Leche calentita, doña, va la leche!
Y mirando hacia arriba, hacia la copa del gran tamarindo, donde la linda carita de Marcela se ocultaba entre las hojas, susurraba:
- Baje de ahí, mi niña, que le traigo caramelos.
Y esto era más efectivo que una amenaza de Don Pascual, el papá. El viejo lechero, con sus golosinas y las fantásticas historias que contaba, era el incentivo más fuerte para que la chiquilla bajara del árbol. Aquél hombre, con los ojos ya azules por el tiempo y la cabeza blanca como algodón de azúcar, despertaba en Marcela miles de preguntas. Todas con respuesta, por supuesto.
Y mientras mamá desde la cocina seguía con sus gritos:
- Bájate de ahí, muchacha, por el amor de Dios, que un día de estos te caes y te medio matas.
Marcela, sentada en el suelo, al lado del viejo lechero le acosaba con su curiosidad:
-¿Por qué tienes la cabeza blanquita y yo no?
Y el hombre, pacientemente, tejía alguna historia que dejara convencida a la pequeña:
-Cuando nace un niño, su alma está limpia, lozana y hermosa. Si su cabecita tiene rizos negros como los tuyos, se mantendrán así hasta que empiecen a venir preocupaciones… entonces se irán poniendo blancos y se llenarán todos de leche, así como los míos.
-¿Y no duele?
- No, mi niña, no duele naitica el cabello… lo que duele es el corazón, aquí mismito, dentro del pecho.
Y Marcela, con sus grandes ojos abiertos:
- Viejo, viejo… ¡dentro de cuatro días es mi cumpleaños!
Fue una gloriosa mañana de domingo aquella en que Marcela saltó muy contenta de la cama. Cumplía diez años. El sol, radiante, sonreía en el cielo, y afuera en la calle gritaban los chiquillos, diciéndose palabrotas entre sí. Tomó a medias su tazón de café con leche y corrió a montarse en su querido árbol. Subió hasta donde pudo ver la esquina del mercado y esperó pacientemente. El viejo lechero, su amigo, no tardaría en venir. Le había prometido conservas de coco recién hechas… ¡con lo sabrosas que eran!... casi, casi las saboreaba ya.
Pero el tiempo pasaba y el viejo no aparecía. La niña se dedicó a mirar con atención hacia aquél sitio por sonde solían empezarse a oír los gritos del lechero. Se estuvo otro rato más. Y de repente allá a lo lejos:
- ¡Leche calentita, doña, va la leche!
Fue cosa de segundos… uno aquí, otro atrás… cinco golfillos rodearon al viejo… golpes… más golpes… la calle solitaria… y muy alto, sobre el árbol, la pequeña Marcela contemplando el primer cuadro de horror en su corta vida.
Nadie supo nunca lo que le sucedió a Marcela. Los médicos no pudieron devolverle el habla. Por el barrio se comenta que llevó mucho sol y que Don Pascual la encontró gritando al pie del tamarindo. Dicen que de tanto gritar se quedó muda. No están seguros. Sin embargo recuerdan muy bien la fecha. Todos saben ya, de tanto hablar sobre lo mismo, que fue un día domingo en la mañana. Y susurran entre sí:
-Fue cuando el viejo que vendía leche apareció muerto en el callejón del mercado.
-¿Y es verdad que no llevaba leche sino conservas?
-Conservas, mija, envueltas como regalo y con un gran lazo de adorno… conservas de coco calentitas.
-¿Un lazo… como un regalo?... ¡vaya por Dios!... las cosas que tiene una que oír.
- Y mientras el cotorreo seguía en las puertas de las casas. Marcelita dejaba pasar las horas, allá sobre su árbol, mirando al cielo.
Si un día visitas Altagracia de Orituco, llégate hasta La Playera. Allí encontrarás el sitio donde está la casa de Don Pascual, con grandes ventanales hacia la calle y un patio lleno de árboles. Todo estaba igual cuando me contaron esta historia, hace pocos años. Sólo falta el tamarindo. Alguien lo hizo cortar.
Y este gesto piadoso se refleja en Marcela, ya viejecita, cuyos ojos de eterna niña ilusionada están ahora detenidos en aquella mañana de sus diez años… siempre llenos de lágrimas.
("La mariposa azul y otros cuentos")
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