Caminaban semidesnudos por la playa que se extendía interminablemente entre el mar y una selva tupida, atemorizante. Ella, joven, de pechos firmes, cabellos rubios, muy blanca y bella, con un andar sensual de caderas oscilantes. Un metro atrás, a cada lado, la escoltaban ellos, pieles oscuras, también jóvenes, altos y atléticos, con el paso felino que Africa da a sus mejores exponentes.
En sus pensamientos estaban totalmente ausentes las ideas sexuales, habían salvado milagrosamente sus vidas luego de que naufragara el lujoso yate, propiedad del esposo de la muchacha y parecían ser los únicos sobrevivientes. Buenos nadadores los tres, el embate de las olas los había arrastrado hasta ese lugar por el que transitaban. Aparentemente, una isla desierta.
El objetivo era único y común. Encontrar algún rastro de civilización, cobijo, agua y alimento. En otras palabras, sobrevivir y encontrar el medio de regresar al mundo del que provenían. Ella a su vida cómoda de alta sociedad, ellos, a sus trabajos bien remunerados de marineros con oficio. Así, caminaban en silencio dejando sus pisadas marcadas en la arena mientras el sol se inclinaba hacia el poniente.
Uno de los hombres quebró el silencio diciendo: Señora, tal vez alguno de nosotros debiera internarse en la espesura a explorar y buscar agua. La joven, sin detenerse ni girar la cabeza, replicó con autoridad: -Sin ropas ni calzado estaríamos muy expuestos en esa jungla, tal vez encontremos algún arroyo que desemboque en esta playa, seguiremos caminando. Era la jefa.
Ya el sol se ocultaba tras el horizonte cuando divisaron la desembocadura de un pequeño riacho, corrieron alborozados hacia éll y comprobaron que era de agua dulce, pura y cristalina.
-Acerté, dijo ella con satisfacción, acamparemos aquí, mañana veremos de procurarnos algún alimento por la selva o el mar sin arriesgarnos demasiado. También veremos de confeccionarnos alguna ropa con hojas o algo así, agregó sonriendo. Los negros la miraron con admiración y también sonrieron.
La noche había cubierto de sombras la jungla, pero una enorme luna llena hacía resplandecer la arena y el cuerpo de la joven que sentada con las piernas dobladas y los brazos cruzados sobre el pecho disimulaba sus atributos. Los hombres, mimetizados en la oscuridad, sentados frente a ella, solo reflejaban la luz en la curvatura de su músculos, y en el blanco de sus dientes cuando hablaban o sonreían.
Una voz varonil, suave y afinada, en tono bajo, comenzó a tararear una melodía folclórica africana, el otro, quedamente, seguía el compás tamborileando las manos contra sus muslos. Los tres estaban distendidos y una agradable lasitud se fue apoderando de la mujer. La sexualidad surgía e imaginaba los ojos de los hombres recorriendo su cuerpo blanco iluminado por la luna.
La idea la fue excitando y casi sin darse cuenta, o si, nunca se sabe con las mujeres, descruzó los brazos liberando sus senos y aflojó su cuerpo separando un tanto sus piernas. Estaba excitada y pensó que su celo podría ser olfateado por los hombres, idea que la enervó aun más. Ahora su belleza se exponía en todo su esplendor. Los hombres, atrapados por la corriente de seducción que emanaba la hembra solo podían ocultar su ardor gracias a la complicidad de la noche.
El que cantaba cambió de posición sentándose al lado de ella y continuó haciéndolo pero en un susurro y muy cerca de su oreja. La mujer sintió que la invasión había comenzado, ahora la voz le decía que era muy bella y sintió como la mano oscura, invisible en la noche, acariciaba su pelo y se deslizaba por su espalda. Al mismo tiempo comprobó que se había abierto otro frente. El otro hombre acariciaba sus pies con delicadeza y sus manos subían.
Y de pronto se desató la tormenta. Labios carnosos buscaron los suyos y ella respondió el beso con pasión de lenguas entrelazadas. Cuatro manos hábiles recorrían su cuerpo hasta los rincones más recónditos y dos bocas imitaban el camino que habían marcado veinte dedos. Se sintió levantada y puesta de pie, abrazada por delante y atrás por cuatro brazos fuertes, besada con dulzura y pasión, finalmente penetrada simultáneamente por la virilidad potente e importante de sus amantes mientras las bocas recorrían su cuello y sus pezones erguidos. Se debatía en una tempestad de rítmicos movimientos que le proporcionaban un placer enloquecedor e irresistible.
Había perdido conciencia de la realidad, olvidado todo lo anterior, su vida aristocrática y su exquisita educación, el naufragio, la soledad de la isla y todo lo demás, solo era una hembra primitiva gozando de sus cuerpo, vulnerado y avasallado por dos machos fuertes, dominantes y hermosos. Y entonces sintió que todo el placer llegaba a su clímax y también lo adivinó en sus poseedores. Con un grito ancestral que retumbó en la selva alcanzó el éxtasis con las uñass clavadas en una espalda oscura y poderosa.
El yate, lujoso hasta la obscenidad, se deslizaba suavemente por un mar impecablemente calmo, el sol radiaba en el cenit y la temperatura alta era atemperada por la salobre brisa marina. La joven y bella mujer sentada en una reposera en la cubierta superior, tenÃa la vista fija en algo. Su marido, bastante mayor, vestido de elegante sport y tocado con una gorra de capitán, sentado en otra reposera, un tanto atrás de ella, la observaba.
Finalmente el hombre levantó sus anteojos oscuros y sonriendo dijo: -Querida, ya estamos entrando a puerto, fue un viaje maravilloso. Pero desde que te sentaste no has dejado de mirar a los dos marineros negros que trabajan con el mecanismo del ancla, no te suponia tan interesada en la mecánica. Ella, sonriendo también, respondió: -Ni veía a los marineros, querido, en todo caso miraba a través de ellos enfrascada en mis pensamientos, soñaba.
El insistió: -¿Y se puede saber cuales eran esos sueños..?
Corto silencio, y ella dándose vuelta, tomando la mano de su esposo y besándola con dulzura, respondió: -Solo pensaba en lo mucho que te amo, mi amor...
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