Que bravo este lugar. Que digo bravo, es espantoso. Se siente un dolor acá. Acá adentro. Y no tanto por lo que nos dieron. Sí, tampoco es que las piñas y las patadas no duelan, pero sentado en este suelo áspero como lija la imaginación de uno vuela, los sentidos se agigantan, se vuelven los peores enemigos. Aunque a veces nos amigamos y me dejan traerla. Ella me protege del dolor, del silencio, de este barrote indiferente que me congela.
Un grito, una puteada quizá y la echo. La devuelvo para que ni siquiera mi imaginación la dibuje aquí conmigo. Y otra vez mis sentidos se vuelven contra mí. Mis olores me agobian. Estos ojos vendados que tapan la celda, tapan las caras de los canas que me dan para que tenga, tapan mi realidad, pero no logran tapar mis oídos, mi nariz, el llanto, en fin, el dolor.
Y logro escapar, otra vez. Veo la grieta y corro. La guitarra es mi señuelo, la sigo hasta que las melodías me atrapan. Los acordes se hacen notar cada vez con más frenesí y la sonrisa se me dibuja. Eso creo, porque siento la boca tan hinchada por las piñas que dudo que se me note.
¡Un chiflido! Alguien chifló. Me arrebatan la guitarra y otra vez acá. Otra vez me empujan a esta realidad, mi realidad. Se oyen pasos que se acercan amenazantes. Ellos ríen, gritan, nos verduguean. Mis compañeros de celda balbucean frases que no llego a codificar. Las botas se acercan aún más y puedo reconocer las voces de quienes nos golpearon. Nadie habla. El silencio se carga de expectativas. “Vamos manga de vagos”, vocifera uno de los canas. “Espero que hayan aprendido algo eh”. “Esta vez se van, zafan”, acota otro que hasta parece más chico que yo. “A ver si así aprenden que las calles no se cortan. A ver si ahora aprenden zurdos de mierda”. |