Siempre ocurre alrededor de la media noche, mientras hago la última ronda cerrando puertas y apagando luces de la casa.
Recorro las habitaciones porque me gusta mirar los muebles y objetos que también, silenciosos, se repliegan en su sueño. Algún libro o apunte de mis hijos se queda fuera de su lugar y con el resto, se aviene al descanso junto con la casa.
Todos duermen o están por hacerlo, el televisor suena extenuado y lejano, esperando ser finalmente apagado.
La oscuridad progresiva inunda la casa y la luz exterior de la noche, apenas deja entrever las formas de las cosas.
El espejo en la sala y el reflejo de la sala a mis espaldas. En él, el sillón contra la pared llena de cuadros ordenados que la visten y le cubren la desnudez.
La inevitable mirada al reflejo para constatar, como siempre, lo acostumbrado; para inquietarme y tratar de olvidar al instante; para resignarme a aceptar que no siempre viven con nosotros quienes creemos.
La última luz en el dormitorio me guía y me espera, la oscuridad a mis espaldas acecha como en la infancia temerosa.
El último vistazo al reflejo, rápido, soslayado, resignado.
La silueta sentada en el sillón, oscura, difusa, paciente y mirándome
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