-Insisto en que es una guarrada.
Joaquín no ha dejado de mascar el mismo tema desde hace semanas. Incluso en un momento de tensión como en el que estamos involucrados justo ahora, revive su más reciente obsesión. No me queda sino continuar la polémica.
-Por supuesto que no. Es poesía.
-Será. Pero sigue siendo una ordinarez.
-No lo es, si lo dices de manera hermosa y la gente no se da cuenta.
-Discrepo. Para mí, lo que cuenta es la acción que describe. Y es muy grotesco, escucha:
Joaquín vuelve a poner la cinta, para demostrar su punto una vez más:
“…que no hay mal que no cure, pero tampoco bien que le dure cien años. Eso casi lo salva, lo malo son las noches que mojan mi mano…”
-Lo veas por donde lo veas, el tipo está diciendo que se la jala pensando en su ex…
-Pero lo dice de manera hermosa…
-Chinga tu madre…
Zanjamos momentáneamente la cuestión y guardamos silencio. De repente me pongo a pensar cómo fue que llegamos hasta esto, cómo fue que Joaquín y yo estamos encerrados juntos en este auto, muriéndonos de frío, para llevar a cabo la tarea que un sujeto con pocos cojones, pero suficiente dinero, nos encargó hacer. Ahora que, puestos a comparar, nosotros tampoco podemos presumir de moralidad, pues cobramos por resolverle la vida a alguien que en el fondo, nos importa un carajo. Luego, la decencia entre cliente y mercenarios queda tablas en este asunto.
Joaquín y yo nos conocimos en la secundaria, y desde un inicio nos llevamos bien. Éramos desde aquellos tiempos un par de desvergonzados con más interés en el alcohol, las peleas y las mujeres, que en el teorema de Pitágoras, la Segunda Guerra Mundial, o la chingada vida de la Jodida Sor Juana Inés. En una palabra: éramos unos gandallas. Pero nos gustaba la poesía, incluida la Jodida Sor Juana Inés.
-¿Y si no llega…? –pregunté un tanto alarmado a Joaquín, que ya se llevaba un cigarro a la boca con su usual parsimonia.
-Tiene qué. Según el jefe, aquí vive…
-Pues sí. Pero pudo haberle pasado algo camino a casa.
-Pues si le pasó, mejor para nosotros. Así ya no tendremos que hacerlo. Y de todas formas, ya cobramos.
-Sólo fue un adelanto…
Joaquín se encogió de hombros y dio una profunda chupada a su cigarro recién encendido. Una vez más, nos quedamos en silencio, acechando.
Nos gustaba la poesía, pero eso no nos quitaba lo hijos de puta. Mucho menos lo pendejos. Recuerdo que Joaquín gustaba de decirle cualquier ordinarez a las novias de los fulanos más grandes de la escuela, por “garras” que estuvieran. Ignoro que carajos pretendía demostrar, del mismo modo que ignoro qué diablos esperaba yo ganar, metiendo mis narices en sus asuntos. No era por lealtad: Joaquín no se hubiera tomado como algo personal que no sacara la cara por él, en esos casos en los que un fulano que le triplicaba el peso, se lo agarraba a chingadazos. Quizá simplemente le gustaba que lo golpearan mientras recitaba versos de León Felipe, Neruda, Sabines o Benedetti, mientras lo cosían a golpes; pero lo peor del asunto era que yo mismo le había agarrado gusto a hacer semejante numerito. ¡Paf! Sonaba el golpe. “Me gustas cuando callas, porque estás como ausente…”, decía Joaquín, esgrimiendo una sonrisa deforme; ¡Sap! Un nuevo madrazo, esta vez en mi nariz, y yo respondía: “No es que muera de amor, muero de ti…” Consternados, nuestros rivales continuaban la madriza, con la esperanza de que cerráramos el hocico, pero por más que golpeaban, no nos callábamos, hasta que de plano, quedábamos inconscientes. Pero, lo verdaderamente divertido era al día siguiente, cuando llegábamos a la escuela con las huellas de una madriza de antología, pero indiferentes. Por lo regular, pasábamos cerca del güey que nos había dejado así; y por lo general, la reacción era una extraña combinación de nerviosismo y odio. Y no los culpo: ¿Qué podría uno pensar de un fulano que declama mientras se lo están madreando, y al día siguiente se te para enfrente, como si no te hubiera visto en la vida? Yo me hubiera cagado, seguro. Y creo que muchos se cagaron.
-¿Te la has jalado pensando en una ex…? –le pregunto a Joaquín.
-See… -responde con indiferencia. Mira pensativo el cielo raso, y expide una bocanada de humo gris y pestilente.
-Y la neta, me parece de muy mal gusto que la gente se ande enterando por ahí de que lo hice. Incluso si lo digo de forma “poética…”
-Jojo –me rio burlón sin mirarlo –creo que en realidad tienes envidia de Aute.
-Güevos. Soy mucho mejor poeta que él, tú mismo me lo has dicho.
-Eso no lo discuto –respondo, risueño –pero él se ha hecho millonario escribiendo guarradas…
Joaquín encaja bien el golpe bajo que le doy, mentándome la madre sonoramente. Le digo al pendejo que guarde silencio, o el “objetivo” nos puede cachar. Hace un mohín y se encoge de hombros, como queriendo esconderse dentro de sí mismo...
Dado nuestro historial, no resultó sorprendente para nadie que nos corrieran de la escuela. Y antes nos aguantaron un buen rato, pues de nuestras casas ya nos habían corrido desde una semana antes. De manera que lo único que teníamos en la vida, era lo que llevábamos puesto: el pinche uniforme de la escuela, sendos relojes de pulsera –chafas-, como cincuenta pesos entre los dos, y una botella de Tequila Herradura que Joaquín le había chingado a su jefe, antes de dejar el hogar. Nos lo echamos entre los dos, en medio del patio de la secundaria, con ánimo de desafiar a la autoridad, convencidos de que ya todo nos valía madres. Y sí: cuando el director nos hizo entrar en su oficina, nos amenazó con mandar llamar a nuestros padres. Yo me cagué de la risa. Joaquín encendió un cigarro. El cabrón director nos corrió a gritos de "su” escuela, como solía decirle. Pero antes de eso, con toda la parsimonia del mundo, Joaquín no le pidió: le exigió que le regresara su botella.
-¡Cómo se atreve! ¡Es usted el colmo del cinismo! ¡Lárguense de mi escuela, antes de que…!
Le tiré tres dientes al viejo antes de que terminara su frase, y es una de las pocas cosas de las que me he arrepentido en la vida: hasta el día de hoy, no he podido despejar la duda de qué iba a hacer si no nos largábamos de “su” escuela. Lo bueno fue que pudimos recuperar la botella, y pasar frente al estúpido del Rosalío –un pendejo conserje alcohólico que se creía prefecto-, echándonos un buche a “pico de botella”, de un pomo que el pinche muerto de hambre jamás iba a probar en su jodida existencia, así ahorrase toda la vida para ello…
-Ya se tardó.
Joaquín rompía el silencio hablando en un bostezo. Aquella era, sin duda, la peor parte de ese trabajo: esperar al objetivo. Aún más en noches frías como aquella. Pensar que pasaríamos más noches así convertía aquel recién descubierto oficio en algo poco atractivo, pero las otras opciones eran muchísimo menos agradables.
-Tú tranquilo –le dije, estirándome un poco –voy a mear –le informé a Joaquín, a lo que respondió asintiendo levemente.
Me puse detrás de un árbol, y saqué mi miembro al aire gélido de la noche. Hubiera preferido no hacerlo, pues el aire helado lastimaba mi aparato con solo tocarlo, pero en realidad necesitaba un pretexto para estirar las piernas. Pero mientras rociaba al árbol y aliviaba mi vejiga, Joaquín trataba de llamar mi atención con malograda discreción: el objetivo se acercaba. Me subí la bragueta, mientras mi corazón palpitaba a una velocidad vertiginosa.
Esos primeros meses viviendo en la calle estuvieron, para decirlo elegantemente, de la vil chingada. Robábamos comida de los mercados, una que otra ropa de alguna tienda rascuachona, y dormíamos en cualquier parque o plaza pública. Nos peleábamos a menudo, más por distraer al hambre, que por rencor o enojo. Hasta que un buen día, luego de entrar a chingarnos unos libros en conocida tienda cerca del eje 10, (no habíamos dejado de lado la poesía, así que decidimos ir a robarlos, antes que caer en la tentación de buscar trabajo), se me prendió el foco, tras hojear una mierda de esas de “superación personal”, que miraba para distraer al vendedor, y que Joaquín se agandallara un par de volúmenes de Baudelaire. El pasquín ese decía que para ser alguien en la vida, uno tenía, primero que nada, parecer. La idea me gustó, sobre todo porque en ningún momento se hablaba de trabajar. Así que sin pensarlo, le sugería a Joaquín que nos fuéramos a chingar unos trapos del Palacio de Hierro. La idea le cuadró, y pendejos que somos, se nos hizo fácil pretender robar ahí. Y si bien fue malo que nos cacharan, lo peor fue que nuestro captor fuera un cliente. Sin embargo el cabrón, uno de esos juniors pendejos que no pueden hacer nada por sí mismos, nos llevó aparte: “ustedes tienen agallas, y van a llegar bien lejos, si quieren”, y mamadas por el estilo. Después de confesarnos lo que quería que hiciéramos por él, nos dejó las llaves de un coche. Cuando Joaquín le preguntó cómo sabía que no nos lo íbamos a robar, el güey nomás se cagó de la risa y nos dijo que confiaba en nosotros. Cuando vimos el jodido auto, nos dimos cuenta de por qué nos tenía tanta pinche confianza: el coche era una pinche carcacha que apenas se movía. Pero era lo más parecido que podríamos tener a un refugio, así que por puro pinche agradecimiento, y porque el “trabajo” nos gustó, acabamos metidos en el negocio. Era hora de averiguar si dábamos el ancho…
El objetivo se acercaba rápidamente a nosotros. No podíamos dejar que nos viera y pudiera escapar. Y yo, con la mancha de pipí en el pantalón…
-¿Lucía Vargas…? –preguntó Joaquín muy serio al objetivo, que lo miró con ojos sorprendidos, casi rayando en el pánico. A pesar de ello, asintió muy levemente.
-Le tenemos un mensaje de Lauro Gudiño.
Joaquín metió una mano al cinto, al mismo tiempo que yo. El objetivo nos miraba sin saber qué hacer, pero de cualquier forma, era tarde para cualquier reacción: no tenía escapatoria:
“Me gustas cuando callas, porque estás como ausente…”
-Dijo Joaquín con esa voz firme y entonada que podía hacer a veces. Yo respondí, entregándole una cajita forrada con fino peluchito morado. Era vergonzoso, pero ya había recibido dinero por hacer eso. Exclamé con voz aterciopelada:
-Lauro quiere saber si desea hacerlo el hombre más feliz del mundo…
Lucía se enjugó un par de lágrimas, susurrando entre sollozos que le enviaría un mail a Lauro, para darle el “sí” más romántico y agradecido que una mujer hubiese dado a un hombre en la historia del mundo.
Joaquín y yo nos alejamos, huyendo de tanta cursilería. Finalmente, habíamos cumplido nuestra parte del acuerdo, como buenos mercenarios.
-A todo esto –dijo Joaquín, dándole la última chupada a su cigarro -¿Crees que el tal Lauro se la vaya a jalar pensando en ella, cuando se separen…?
-Le podría dedicar la rola de Aute –le respondí- o podrías escribirle algo, y vendérselo.
Abordamos el auto y nos perdimos en la noche, a la espera del próximo contrato.
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