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AL LADO DE MI CASA

“La ciencia no nos ha enseñado si la locura,
es o no, lo más sublime de la inteligencia”.
Edgar Allan Poe


Al lado de mi casa vivió un loco. No podría decir con certeza que padecía o puntualmente como se convirtió en uno. Ni siquiera me baso en algún antecedente de su familia, para dar tamaña afirmación. Me mudé hace un par de meses y sólo sé que estaba loco.

Mi cuarto estaba continuo al de él. Cada noche oía sus discursos de incoherencia neta -es el drama de vivir en casas pareadas, sacrificar tu privacidad y compartirla con quien te rodea-. Pero yo no tenía intenciones de compartir algo con este tipo. Nunca supe su verdadero nombre, porque cada noche lo cambiaba por el de algún personaje literario, televisivo, o cualquier recuerdo de niñez.

Algunas tardes se juntaba con otros locos a hablar de sus locuras. Se emborrachaban y subían el tono de sus voces, a medida se vaciaban los vasos y se iba la luz. No dejaban dormir a todo el vecindario. Sólo quedaba quejarnos, al día siguiente, con el dueño de la botillería, de lo irresponsable que era él, al venderles alcohol.
"Señor, cliente es cliente" se excusaba el muy desgraciado y cambiando de tema, nos preguntaba que íbamos a comprar.
-Siete panes y un paquete de aspirinas -Una rutina carente de espontaneidad y sumisa a la robótica, de dar por sentado que, la semana siguiente, se repetirá lo mismo.

Me reuní con los otros vecinos los primeros días -un conjunto de ojeras y caras llenas de cansancio- organizándonos cómo podríamos controlar esa situación y quien sería el encargado en tratar personalmente con el loco.
Era lógico pensar que yo debería llevar la antorcha, al ser quien vivía junto a él. Sin embargo, el azar me salvó en primera instancia. No ocurrió así con doña Jacinta, la más vetusta adquisición del lugar. Setenta y nueve años, tres terremotos en la memoria, dieciséis gobernantes en la retina y fue a quien la mala fortuna premió, al sacar la pajita más corta.
Guardamos silencio, mientras ella se dirigía a paso de tortuga a la casa del loco. Decidida levantó su brazo arrugado y color pancutra por sobre su cabeza, siempre temblando. Un par de golpes.

-¡Oh! Buenos días, estimada. Pase usted –y mientras se cerraba la puerta se escuchaba el murmullo de “¿desea una taza de té?”.
No pasaron más de quince minutos y la atmósfera se rompió con un poco de música orquestada. Reconocí el Concerto n.° 3 de Il cimento dell’armonia e dell’invenzione, conocido también como L’autunno de Le Quattro Stagioni, que provenía de la casa que hace instantes tragara a la anciana. Nunca antes las cuerdas de Vivaldi despertaron tanto pavor e incertidumbre en las personas.

Acto seguido, salió la vieja en histeria, ante la inesperada explosión de sonidos. Se sentó en la acera, calmando sus nervios. Gran susto se habrá llevado ahí dentro. Para cerrar el episodio, una voz se alzaba por sobre los cuartetos preguntando “¿No desea otra taza de té? El acto aún no termina”.
Como se nos pasó por la cabeza que nuestra única solución, era aquel costal de huesos encorvado que respiraba acelerado y sin poder contener los nervios, se orinaba en la vía pública.

-¿Y si llamamos a Carabineros? Ellos podrían hacer algo –pregunté ingenuamente.
Me responden con rumores de que el padre del desequilibrado, pertenecía a la institución y, que con su retiro y posterior muerte, el escuadrón juró protección al hijo, quien ya presentaba problemas.

Un par de veces aparecieron. El primer caso fue el de una madre y su hijo recién nacido. Ocurrió en 1998. Los ruidos no dejaban dormir al bebé, cambiándole el horario de sueño, entremedio de sus constantes llantos.
Tras los intentos de ella, para llegar a un mutuo acuerdo con el loco, sólo recibió los comentarios y elogios de lo afinado que era su niño al gimotear, y que a este último le encantaría realizar un disco con él. La mujer espantada presentó el reclamo al instante en Carabineros, quienes luego de hacer acto de presencia, se dieron cuenta que no existían amenazas de parte del loco. En conclusión, nada se podía hacer al respecto.
La madre al ver con impotencia como ocurrió todo y cansada de los lloriqueos de su hijo, lo entregó a un orfanato, mientras que ella se enclaustró en un convento. No quería saber nada del mundo, necesitaba con urgencia un tiempo de paz. Al fin pudo dormir.

El segundo caso ocurrió apenas tres meses atrás. Una pareja de estudiantes de filosofía arrendaba la casa, en la que hoy vivo yo. Supongo les llamó la atención, tal como a mí, el precio y el gesto de asombro del barrio entero, al entrar las primeras cajas de mudanza en el inmueble.

Los primeros días demostraron una paciencia de santos, pero la evidente falta de privacidad, no les permitió llevar con normalidad su vida sexual. A esto se sumó que al final del semestre, sólo tenían bajas calificaciones. Todo producto de que no podían descansar lo suficiente.
Ella optó por dejarlo. Volvía donde sus padres, al no soportar más la pasividad de su novio, frente a lo que pasaba al lado de su casa.

El joven, despechado recurrió a lo único fiel que puede encontrar el ser humano en esos momentos. El dolor. No te falla ni te invita a fingir, simplemente duele. Y como si no bastara, esa misma noche el loco sellaría la velada con un poco de Mozart y Le nozze di Figarom gritando a todo pulmón “La vendetta, oh la vendetta”.
Impresiona la facilidad con que el dolor puede transformarse en rabia, con unas cuantas palabras en italiano. Contagiado por la locura, el joven golpeó la puerta de su vecino para, una vez que éste atendiera, arrojarse encima lanzando manotazos sin una pauta de defensa personal. Simplemente con la intención de provocar el mayor daño posible.

Nadie sabe quien realizó el llamado, pero no tardó en reaparecer la policía, para reprimir la situación y llevarse al estudiante, La gente despertó por el sonido de la radio en la patrulla y las luces de las balizas. Luego, cuando todo estuvo más calmado, el loco retomó su demencia donde fue interrumpida.
El joven sólo pudo volver al vecindario, a buscar sus pertenencias a la casa, dejándola disponible para la siguiente víctima.

Lo ocurrido con doña Jacinta, ahora último, perturbó al resto de los vecinos. Como no hubo nuevos consensos, ni voluntarios, todos los planes se frustraron. No sabíamos hasta dónde es capaz de llegar con su locura.

Conseguí un trabajo nocturno, como lava platos en un restaurant, de lunes a viernes. Llegaba a casa a eso de las siete de la mañana, para dormir el resto del día. Cuando el loco salía a dar sus vueltas o a juntarse con su pandilla de orates.

Con el pasar de las semanas, ya acostumbrados en parte a tal espectáculo carente de cordura, me seguí juntando con los vecinos, ahora con la intención de comentar como había sido la locura la noche anterior. Cada uno de los presentes aportaba con un detalle. Nos reíamos. Compartíamos un par de cigarros y se nos iba la tarde apostando de qué tratarían los próximos disparates.

El momento finalmente llegó. Aposté porque se embarcaría en una aventura pirata por altamar, era una inversión que pagaría 10 a 1. Saqué una grabadora, cuaderno y lápiz para apuntarlo todo.
Si bien, parece morboso, estoy seguro que el resto de los vecinos también tomaban nota con lo primero que encontraron a mano.

-¿Sabes qué, Roy? Estoy cansado de que sea un mundo que no nos comprenda. Pero hoy llámame Capitán Junio, estos mares ya están saturados de malintencionados y hemos perdido gran parte de nuestra tripulación en la hoguera o colgados -hasta el momento creo que va bien. Diálogo propio de corsarios.

-Es tiempo de buscar nuevas fronteras, Capitán. Esta tierra terca se ha dormido ante el peso de la norma, dando sólo cabida a la tragedia griega ¡Es el Apocalipsis!
-Correcto, mi estimado Roy. Que estos pobres diablos dementes, se queden envueltos en su gris. ¡Cambia el rumbo a la luna, que esta noche quiero cenar queso!
-¡A la orden Capitán! Pero ¿cómo nos defenderemos de los perros, que llegarán tras los gatos, que llegarán tras los ratones, que también quieren cenar queso?
-No te preocupes, estimado, en mis manos tengo la pistola heredada del padre que no conocí, y ya está cargada -no me gustó para nada como se escuchaba esto último.

Dejé mis anotaciones y salí corriendo en dirección a la puerta de calle. Esto se podría transformar en una desgracia. “Hay que detenerles”, fue lo último que escuché, no recuerdo si de mis labios o del interior de mi cabeza.

Antes de llegar a la entrada comenzó un temblor, acompañado de un ruido grotescamente fuerte. La luz se fue. Caí al suelo, reaccionando en cubrirme la cabeza, de manera instintiva. A su vez, todos los muebles y cuadros danzaban burlescamente, y a carcajadas se abalanzaban donde sea.
¡Era el Apocalipsis!

Una vez que todo se calmó, me levanté, aún con los nervios en las rodillas. Recorrí a tientas la casa, chocando con cuanto objeto ya cansado de tanto bailar. Finalmente conseguí salir.
Afuera ya estaban mis vecinos mirando al cielo extrañados. Dónde antes se encontraba la casa de al lado, había ahora una columna de humo y un hedor a gasolina que se alzaba perdiéndose entre las estrellas. Ni rastros humanos o del inmueble.

Los locos ya estaban camino a la luna y nunca más los vimos por los alrededores.

Texto agregado el 21-10-2010, y leído por 142 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-10-2010 Dramática historia. girouette
22-10-2010 Excelente relato, muy bien contado me gusto los personajes, su caracterizacion y la tecnica narrativa mis +++++++para ti Gema01
21-10-2010 Muy bueno. ***** susana-del-rosal
 
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