Este primer trabajo hecho en tandem, con infusiones de seriedad y humor en todo su trayecto, es un hecho histórico, registrado en el Archivo de Indias como verídico. Se han usado nombres muy similares a varios cuenteros, ya que eso es lo que consta en los referidos archivos. Cualquier semejanza no es coincidencia. Es adrede.
Lo hemos dividido en varias partes, que se irán publicando por tres días corridos
DE MONJAS Y CAPITANES
(O las aventuras Conventuales de Don Luis)
Acordaos hermanos,
que un alma tenemos
y si la perdemos
no la recobramos...”
Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala
Año del Señor de 1665
El imponente Volcán de Agua, el Hunahpú del Popol Vuh, libro sagrado de los Mayas, Cervatanero del cielo, con sus casi cinco mil metros de altura, parecía caerse sobre la ciudad que fungía como Capitanía General del Centro de América. Desde el cerro de la Cruz, la visión de aquel coloso era tan impresionante, que la gente que recién llegaba a la ciudad tenía que subir a pié o en lomo de caballo o mula, obligatoriamente, para no perderse el espectáculo. Ciudad centenaria, albergaba ya varios conventos de monjas y monjes, concretamente seis. Cada uno con sus altos muros, su iglesia con cúpulas increíbles y sus claustros privados. Las órdenes de la Clarisas, de las Dominicas, de las monjas del Sagrado Corazón, competían en tamaño e importancia con los de los monjes Franciscanos y Dominicos.
El empedrado de las calles, sus casonas de argamasa, con patios interiores de fuentes de agua fría y tibia provenientes de las faldas del volcán vecino, daban un aire impresionante a las ocho calles que partían desde la plaza, donde el edificio de la Capitanía General y la Catedral enmarcaban la plaza Mayor.
-¡Las nueve y Sereno!- Retumbaba a esa hora, la voz del religioso Pedro de Betancourt, quien tocando una bruñida campana de bronce con mango de madera, mientras recitaba, invariablemente, el estribillo:
-“Acordaos hermanos,
que un alma tenemos
y si la perdemos
no la recobramos...
-Tan... tan... La campana repica en su mano nueve
veces...
Las mozas cerraban sigilosamente las celosías de sus ventanas; las monjas se persignaban y se arrebozaban en sus lechos duros, dentro de sus pequeñas celdas, frías y húmedas.
Aquella noche, el silencio solamente era roto por los cascos de la montura de algún caballero que, retornado a su hogar, repicaban lentamente sobre los adoquines del camino. Detrás de la catedral, dos espadas competían en algún duelo de faldas y la cantaleta del hermano Pedro se perdía en la distancia.
De la pared posterior del convento de las monjas Misericordiosas, en la calle de San Simón, a dos cuadras de la Plaza Mayor, una sombra se desliza, aprovechando la oscuridad. Salta hábilmente desde el borde del alto muro, hasta la calle y, presuroso, se pierde en la distancia, hacia la calle que desemboca, al final, en pleno campo. Por su porte y ropaje, parece un personaje distinguido.
Este salto se ha repetido, en los últimos meses, por lo menos en tres ocasiones.
El predicador se da cuenta del caballero que huye, se persigna y recita, esta vez a voz en cuello, las frases sempiternas: -“Acordaos hermanos...”
Ocho meses después...
-¡Las once y sereno!. –
“Acordaos hermanos,
que un alma tenemos
y si la perdemos
no la recobramos...”
Tan...tan... la campana repica, en su mano, once veces.
Dentro del convento de las Milagrosas, el quejido reprimido y continuo que sale de la celda de Sor Jimena del Santo Tributo, llama la atención de la Madre Superiora. Las celdas estaban situadas una al lado de la otra, pero separadas por un muro ancho, de un metro de espesor. Si bien los rezos normales y las plegarias de cada una de las hermanas no se podían escuchar de una celda a la otra, ese gemido constante, que se intensificaba a cada cierto tiempo, sí era ya claro para todas las hermanas. Ellas, simplemente callaban, y oraban en su silencio.
En el momento en que la Superiora, con su larga bata, se acercaba a la celda de la angustiada, un grito desesperado sale de la pequeña habitación, y todo calla. A los pocos segundos el llanto de un niño rompe el nuevo silencio...
Jimena, de rodillas y desnuda, sostiene a una criatura recién nacida entre sus brazos. Hay sangre, ropas manchadas y el hábito de la religiosa en el piso. Llora.
-¡Por las Virgen de los Remedios! ¡Por los siete Dolores de la Madre de Dios! ¡Qué es todo esto, reclama la madre superiora, pálida y temblorosa!-
-¡Un niño!!Mi hijo!- ¡Que Dios me perdone!. Balbucea la parturienta entre sollozos.
Dos monjas más se habían acercado a la escena. Rápidamente recogen el desorden. Envuelven la placenta en los hábitos religiosos y se alejan en busca de un recipiente con agua, para limpiar la celda.
Jimena se recuesta y cubre su desnudez con la manta de lana que le sirve de colchón. Está exhausta.
Amanece. Ninguna de las monjas del convento de la Milagrosa ha vuelto a dormir. Cuchichean entre ellas a pesar de estar en horas de silencio obligatorio.
-¡Ya decía yo!- Aclara Sor Gracias a Dios, monja venida desde Valladolid. -Algunas noches se oían ruidos en la celda de Sor Jimena- Y recordaba, con un suspiro, las visitas que le hacía, allá en su tierra natal, el Padre Antonio durante la Cuaresma. Por culpa de esas visitas fue enviada a Centro América. Un mes de barco y un mes por veredas y caminos llenos de serpientes y peligros.
Jimena, monja mestiza hija de un Capitán de Caballería español y de una india natural de Patzún, a dos leguas de la ciudad, había vivido siempre en el convento, al que llegó por encargo del Capitán General y con recomendación de no saberse nada. Acompañaba el paquete un pequeño bolso lleno de doblones de oro. Creció dentro del convento, y era encargada de hacer los mandados y recados fuera. Mestiza de piel de cobre, alta y distinguida, con ojos claros y pelo negro de azabache, nariz aguileña maya, y mirada recogida, pero altiva, caminaba por las calles en sus quehaceres y, poco a poco, fue atrayendo las miradas de jóvenes soldados, jóvenes mestizos y no tan jóvenes, pero apuestos Capitanes. Uno de ellos, Don Luis Barrasús y Trafalgar, sevillano de origen, buen mozo y de agradables modales, se enamoró perdidamente de la rapaza. Pero era casado.
Cuando en el convento se enteraron de los posibles amoríos de Jimena, la encerraron a cal y canto, y la ordenan monja. Simplemente se resignó.
Don Luis, persistente se dio maña para hacerle llegar pequeños recados, durante las misas domingueras y con la nueva mandadera. Por fin, con un mapa dibujado por la hermosa mestiza, escaló nocturnamente las paredes del convento y se vieron, a solas, amándose a la saciedad, por tres veces. En la última visita, ella le hizo saber a Don Luis, su embarazo. Que huyera, que se fuera a su tierra.
Don Luis, tragando tristezas y penas, partió a los dos días hacia su natal Sevilla. Con la bella Sor Jimena en su mente.
Al otro día del parto, todo se fue en oraciones y caricias. Todas las monjas querían abrazar al niño y cargarlo. Los instintos, reprimidos por tantos años, explotaban en crisis de llanto y pequeños gritos de contento.
Jimena, por de pronto, no volvió a ver a su niño.
La Superiora obligó a un juramento a todas las hermanas del convento. Jamás podían decir la verdad. Nunca había pasado nada en esas celdas de clausura.
Esperó la noche. Llegó la madrugada.
-Las cuatro y sereno!
“Acordaos hermanos,
que un alma tenemos
y si la perdemos
no la recobramos...”- Tan... tan... y cuatro campanadas retumbaron en las calles silentes.
La superiora, con el portón entreabierto, esperó que pasaran el hermano Pedro y su campana. Atravesó la calle y colocó un pequeño bulto en los portones del convento vecino, el de las Dominicas Descalzas. Hizo sonar la puerta varias veces con el tocador de bronce con forma de león y volvió presurosamente a su convento. Dejó la puerta entreabierta, para cuidar y observar el paquete, ya que algunas noches, por la madrugada, se habían visto coyotes, que bajaban del volcán y merodeaban por los cuencos de desperdicios de las casonas.
Se sintió aliviada cuando la puerta del convento vecino se abrió. Una figura, con hábito oscuro, miró a todos lados. Se fijó en el pequeño bulto, bien envuelto y cuidado, que estaba dentro de una cesta de mimbre, en el piso, lo recogió y lo entró al zaguán del edificio conventual.
“Acordaos hermanos,
que un alma tenemos
y si la perdemos
no la recobramos...”
La voz del hermano Pedro se perdía en la distancia, mientras la Madre Ceferina , portera, quedaba atónita al desenrollar el paquete y encontrarse con un precioso recién nacido, y dos doblones de oro en el fondo de la cesta. Siempre fueron guardados para alguna emergencia, desde que Jimena, casi por el mismo camino, llegara al convento de las Milagrosas, 21 años antes.
DOS AÑOS MAS TARDE.
Sevilla, 1667.
Ciudad de Don Luis Barrasús y Trafalgar.
Don Luis, en el trayecto de Centro América hacia España, se había quedado viudo. Las fiebres contraídas por la malaria, habían cortado la vida de su esposa en pleno mar.
Continúa mañana... |