Buscó su botella de coñac, un vaso, cigarrillos, encendedor
y un gran cenicero; acomodó todo en la mesita a un costado de su
computadora y se sentó frente a la pantalla con la firme
intención de retomar el hilo de la novela que lo ocupaba. Las horas
nocturnas y el silencio eran sus preferidos para dedicarse a sus obras.
Le gustaba trabajar así, aunque con frecuencia terminaba dormido,
borracho y atabacado. Hacía varios días que su mente no le
dictaba ninguna situación que resultara atractiva para continuar
escribiendo, había quedado varado. Nunca le había ocurrido
algo similar y se sentía asombrado. Esa era la expresión
más acertada, asombrado.
Se consideraba un privilegiado al lograr crear nuevas historias sin
ningún esfuerzo, manejando personajes a su antojo y atrapando como
moscas lectores que eran fanáticos seguidores de sus libros. Era
mimado por la crítica, el Edgar Allan Poe del siglo veintiuno.
La amistad, el amor, los entretenimientos, no eran para él. Era un
misántropo. No había nada que le interesase más que
sus historias, vivía cada una de ella como propias y cada personaje
era un hijo suyo hasta finalizar la obra. Luego nacían otros
personajes, otra historia y lo vivía de igual manera.
Antes de escribir pasaba una temporada indagando sobre el tema elegido,
luego, procesaba su idea original hasta lograr el resultado de novelas
siempre atractivas y fundadas en situaciones reales aunque
fantásticas
Y ahora esto. Desde que había comenzado su última obra, supo
que no sería igual, había investigado mucho sobre las
distintas facetas de la personalidad de criminales extraños,
satánicos; ejemplares imbuidos de maldad pura.
También había tomado características de personas
consideradas santas. Se regocijaba pensando que había mezclado almas
en una proporción de dos negras y una blanca, logrando de
esta manera, una mezcla de ingredientes perfectos para conformar una
personalidad esquizofrénica. Una lucha del bien y el mal en una
misma persona dónde el mal ganaba por mayoría.
Hacía días que había iniciado su obra, tenía a
cada uno de sus personajes secundarios ya participando activamente en la
trama y de pronto se encontraba sin una idea para continuar; afanoso
buscaba la forma de que su criatura se sumara a la rueda de la historia,
pero no lo lograba, como si tuviera vida propia, se escurría de su
mente y lo dejaba en blanco.
Temió no lograr su objetivo, sentía al personaje creado en
su imaginación, más poderoso de lo previsto. Pero eso no
podía ocurrirle a él. Con voz aguardentosa increpó a
los demonios, demandándoles ayuda, él no creía en las
musas.
De pronto, sintió una presencia, un leve e imperceptible
movimiento, una respiración contenida.
Levantó con rapidez la vista del teclado y un gesto de incredulidad
se dibujó en su semblante. Todo ocurrió una fracción
de segundo antes que la sorpresa lo embargara eternamente.
Los críticos lamentaron el deceso del genial escritor y en especial
que dejara inconclusa lo que él mismo había anunciado
sería su mejor obra.
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