FUGA
Nos escapamos de la maldita prisión, dos negros y un blanco, y yo,
un comunista traidor. Corríamos a campo traviesa, forajidos, con el
miedo en los huesos, nos clavábamos espinas en las piernas y
tobillos, estábamos descalzos. Uno de los mulatos se encontraba
esposado conmigo y los otros estaban atados también, parecían
un racimo de estropajos, sucios, salvajes, transpirando huída.
Recorrimos el bosque de pastizales escarlatas y árboles retorcidos
entre hiedras en unas cuantas horas, o tal vez fueron días, y cuando
llegamos al cruce de un río de caudal furioso nos tomamos un
descanso. Suspiramos. Bebimos con sabor amargo. Nos miramos sin decir
vocablo alguno. Exudábamos rabia en los ojos cansinos. Les
podía observar en los ojos su horror sanguíneo. El latino
tenía una infección en la pantorrilla, le supuraba la herida
como la noche que nos fluía encima. Los dos negros no hablaban una
palabra de español, ni tampoco hablaban ninguna palabra y a pesar de
su tozuda contextura se estaban resquebrajando. Uno lloraba con gestos de
añoranza, sus lágrimas se fundían con la
transpiración de su cara cobriza. Yo miraba al cielo, quizá
para obtener alguna respuesta cifrada en las primeras estrellas que se
prendían en él. Nos embebimos de oscuridad y la fatiga nos
tomó de sorpresa.
Despertamos con un sol radiante al borde del grito de agua. A lo lejos,
entre los árboles rabiosos del bosque, se escuchaban los ladridos de
sabuesos, nos seguían, perseguían nuestro miedo. Oímos
la incertidumbre en el aire y corrimos de inmediato cruzando el río.
Empapados, atravesamos unos matorrales salpicados de heno y llegamos a un
claro, la llanura cristalina, un hermoso panorama que contrastaba con la
desesperación de cuatro parias. Se divisaba desde allí, en el
fondo de la planicie, una montaña erguida como un monumento macabro
sobre la tierra. Pensábamos que si cruzábamos la
montaña no nos perseguirían los guardias ni sus monstruosos
perros, que perderían el rastro, que se darían por vencidos.
Pensábamos en ser libres y no sufrir el enclaustro con ápices
de torturas, hambre y penurias. No queríamos volver a una
cárcel mental de sin razones por pensar distinto o ser diferentes.
No lo decíamos, no lo dijo ninguno de nosotros, pero lo
pensábamos, se nos veía en la cara. Corrimos presurosos hacia
la altura salvadora. A nuestras espaldas se veían los primeros
perros atravesando los matorrales. Corrimos desaforadamente, atados a otro
cuerpo, hermanados en lo inevitable, con idéntico destino, por el
mismo fin.
De improvisto, cuando se alzaba la montaña frente a nuestros ojos,
un precipicio nos detuvo la carrera. Era profundo, sin fondo divisable. Los
perseguidores se acercaban, nos tenían. La libertad nos llamaba, la
teníamos tan cerca. Nos miramos por última vez, y entre
silbatos y ladridos, saltamos al vacío.
Ahora somos ideas que vagamos libres pero en nuestra propia
prisión. |