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Carlitos tiene cara de su nombre y sonríe fácil, enarbola su ingenuidad, camina a paso largo, disfruta de ser considerado un gran compañero y sabe hacerse querer. En la foto es demasiado alto para estar en la fila de adelante y poco elevado para figurar entre los parados. Fácilmente identificable, entonces, Carlitos. Si, ese. El que morirá a los dos años de recibido en un accidente de auto con gusto a suicidio.
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Cuando el señor Gerente levanta la vista sobre sus anteojos bifocales, el Colorado Figuerola mira desde la última fila pidiéndome que agache la cabeza para sacudirle un tizazo al Doctor Herrola, que enseña Geografía desde que se jubiló la vieja Berrido. Sin embargo, apenas suena un teléfono insolente, el ejecutivo esconde a su antecesor y contesta algo sin mover más que el bigote. Cuelga el aparato pero ya no lo veo, me voy en el tránsito de oruga que lleva la cola del banco, lo dejo triste atrás de un cartel solemne con su nombre en letra mayúscula, bien grande.
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Creídos que el futuro del país sería el desarrollo, nos mandaron al colegio industrial. En esa época no era muy común que los hijos eligieran la carrera que les gustaba estudiar. En realidad, me parece, nosotros poníamos el deseo propio muy abajo, cuando existía, en la lista de las prioridades. Tardamos mucho en saber lo que queríamos y cuando lo supimos, o por lo menos lo tuvimos un poco más claro, los milicos habían volteado a Isabel, y estaba en marcha la que parece fue la más feroz de las dictaduras que sufrimos. Pero para ese entonces ya habíamos terminado la secundaria. Lo que muchos de nuestros padres no había podido lograr, tener un estudio, la seguridad de una profesión que les asegurara un trabajo no importara cuáles fueran las condiciones que se vivieran, era nuestro desafío, y era lo que nos identificaba mucho más que el famoso distintivo. Todos hombres. Todos sabiendo que lo que estaba en juego ahí era no defraudar la esperanza depositada en nosotros y, especialmente, dilapidar el esfuerzo que nuestros viejos hacían por nosotros. De ese tono estaban pintada nuestra alegría, de ese hueco que cava el sacrificio prematuro estaba impregnada aún nuestra rebeldía, en algunos casos violenta, ordinaria, sacada. Aunque la mayoría, siempre la mayoría es razonable, nos adaptamos y les dimos el orgullo de recibirnos de técnicos. Y al fin tuvieron razón. Todos los egresados, por lo menos durante aquellos años, hoy tenemos trabajo. Porque, como era muy común decir entonces, forjamos una herramienta personal con la educación. Y las herramientas son duras, resistentes, templadas, útiles.
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A veces pienso qué sería de la vida de la bizca Leonor si se hubiera casado con su novio del Nacional, Jaime Romero. Posiblemente andaría por la ciudad en un auto nuevo, vestida de primera, con tarjetas de crédito a su disposición y dos o tres hijos en el extranjero. Al menos así pasa sus días la esposa de Jaime, separada desde hace pocos años, con la serenidad de quien tiene al futuro resuelto y ya no le da importancia a nada. El propio Jaime se ha vuelto a casar con otra rubia y ya está construyéndole un presente de oro. La bizca Leonor es mi esposa desde hace veintitres años y supongo que nunca considera la cuestión, atareada como está con su estudio de arquitectura, su hija casi veterinaria y conmigo, su esposo, desocupado desde que cerraron el taller del Ferrocarril, al frente de un kiosquito en la casa de mi suegra.
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Nunca me senté con él, cosa rara porque ahora entiendo que no es nada casual eso de elegirse para compartir la intimidad de los miedos susurrados, los millones de dudas, las inocencias disfrazadas de seguridad. Pero me gustaba observarlo en los exámenes. En ese momento en que todo el mundo está encerrado como nunca en la caparazón de su mejor miedo, cuando es muy común que uno se hable a sí mismo, como los jugadores de cualquier deporte antes de las batallas importantes. Él era distinto. El último en zambullirse a la hoja muerto de concentración. Levantaba la cabeza para poder advertir alguna desesperación solitaria a la que asistir con el único gesto posible en esas circunstancias: no te vas a amargar por un examen de mierda. Para estirar un lápiz al que miraba en todas direcciones buscándolo sin resultado. Aunque por esos actos uno no iba al cuadro de honor.
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Las mellizas Virtualde son terribles: una más revoltosa que la otra. Han estado en la organización de cada hecho por los que recibimos amonestaciones para todo el curso. Se sientan en las primeras filas, bien separadas, pueden entenderse con la mirada y ponen su mejor cara de nada en el momento posterior a las risotadas del desenlace. Las mellizas Virtualde no están hechas para otra cosa que desobedecer y saltar las normas. Cuando crezcan, serán dietólogas y se la pasarán dando consejos a todo el mundo sobre prevención de la salud, prohibiendo alimentos y bebidas sabrosas, marcando la vida hermosa con alambres de control perpetuo. Justo ellas, mire usted.
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Era pequeño pero caminaba erguido, cosa rara si pienso en su fragilidad, sus ojos negros con brillo triste, esa manera que no podía ser nostálgica a los catorce años pero que ahora, tantos años después, creo que sí lo era. Cabeza grande, pelo abundante y de esos que mi vieja solía admirar de la gente que iba a casa porque todos nosotros somos de cabello fino. Era tremendamente afinado para cantar los boleros de Tito Rodríguez que su padre adoraba. Tampoco me explicaba tanta dulzura al entrecerrar los ojos en la parodia que tanto festejábamos antes de entrar a clase. Jugaba al fútbol como los habilidosos natos, poco correr, medias caídas, poco cuerpo para arremeter las embestidas. Debía cuidarse mucho por una enfermedad que a esa edad aún le permitía soñar. La vida no tuvo piedad con él también.
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El negro Espriolli entra y sale del comercio a la misma hora desde hace años, sin fallar una sola vez. Ya calvo, ha dejado de fumar y trabaja en el rubro textil. Era el que siempre llegaba tarde y entraba por la ventana que le aflojábamos desde adentro en el salón de actos. Por su lado Gurí Utreras, que sabía cómo escaparse antes quitando un panel de la pared que dividía el salón de tercero del taller vacío, es policía de la provincia y fuera de hora custodia el negocio de su antiguo condiscípulo. Cosas de la vida, inexplicables.
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La foto. Detrás el Llao Llao como una escenografía común a millones de compañeros de secundario. Todos despeinados desafiando este presente desde el que cuesta identificar tantas caras pintadas de libertad. Qué bueno sería poder advertirles.

Texto agregado el 20-10-2010, y leído por 117 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-12-2010 Ya que el último tuyo no lo pude leer, opté por este y verdaderamente no me defraudó. Buen estilo, su lectura contamina, diagrama la vida de tantos, que es un espejo de uno mismo. Tal vez alguna vez me haya sucedido algo así. Excelente. deojota51
02-12-2010 Nadie te avisa.Te lo encontrás frente a la nariz cuando hay poco por hacer.Quizas eso sea una de las cosas que le dan sabor a la Vida.No sé. Excelente texto,me gustó escofina
20-10-2010 Excelente. Me encantó la forma y el estilo.***** susana-del-rosal
 
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