Era una noche de celajes embaucados que amenazaba estremecedora y cisquera tormenta -según me refirió el diamante-, cuando hubo una junta incruenta de las acaudaladas Familias Joya y Crisoprasa, convocadas en un instante. El abuelo Diamante Rubicón, objetaba exaltado que su nieto preferido estuviese listo para enfrentar el mundo de los hombres codiciosos. No estaba de acuerdo en que se le dejase partir solo, pues apuntaba que debían pasar por lo menos otras cuantas centurias para que fuera tejiendo carne de experiencia lúcida en su taller de musculatura rubial.
Los progenitores del efebo joyel, zambucado por el abuelo, estaban tercos en destetarlo, aduciendo que no podían dejar pasar la oportunidad de formalizar las bodas con aquel partido insuperable como era la diamante crisoprasa, llamada la “chincheta”. En su apreciación, y el examen sabihondo que habían hecho de la aspirante a las célebres nupcias de diamante, conforme a sus leyes inquebrantables, se apoyaban en el parecer insigne y prestigioso de los familiares diamantes, correspondientes a ambos linajes de casta y condición, allí presentes; estaban los abuelos de la crisoprasa, los tatarabuelos y retatarabuelo de sendos vinculados.
La única objeción de la familia Crisoprasa, era que a su noble heredera los Joyeles la llamaran “chincheta”, pues no cabía en sus ternillas auriculares les dijeran que su princesa estuviera subdesarrollada, por el hecho de estar un poco exigua de peso. Eso tendría arreglo —decían— cuando ejercitándose en los próximos juegos olímpicos de los diamantes, sus membranas laminosas aumentaran en tejido rubicundo, para ponerse en la forma y sintonía del universo acerado y cristalizado de las piedras preciosas ya maduras; pues los Joyeles le cantaban el defecto que pesaba: 0.00000002 (cero punto, dos diez mil millonésima de gramos!) por debajo del molde original y clásico, correspondiente a su edad en sazón.
Los arcaicos matusalenes de la rancia casta diamantina, luego de leer su mano y haberle revisado los rayos inconfundibles, la presión y el orientamiento exacto de las direccionales refulgentes -no podían manipular la balanza, dijeron triunfantes- y se conservarían siempre inflexibles en llamarla incompleta vel “chincheta”, por la falta de peso en su concierto.
Esta era la razón y causa principal, que debía constar como argumento válido observaron- por lo que ellos deseaban y promovían la unión de los dos mancebos. Por lo cual, reclamaban que se asentara en un papel notariado, firmado por los Crisoprasos, para prevenir el divorcio, en caso que evolucionara la ciencia y descubriera que la “Chincheta” era perfecta. Porque, anotaban juiciosos, que de ser superior la “tachuelita” a su gallo diamante, tendría que enamorarse ella de algún otro doncel desportillado; pues las bodas en “cobijas parejas”, eran irrealizables, absurdas e incompatibles, según sus mayestáticas, inveteradas, folklóricas y draconianas leyes. Y con esto cerraron su ciceroniano discurso.
-¿Que por qué decían “cobijas parejas”?
-Ese es un término que usaba el abuelo, para ejemplificar el matrimonio entre los diamantes; pues -según decía- una cobija debe cubrir a la otra y, si fuesen parejas, significaba que esa no era su pareja ideal. Por lo tanto, habían de buscar una más grande u otra más pequeña para cubrir, o ser cubiertos.
Pero, la objeción principal era en el fondo el afecto considerado del abuelo rubicón y diamantino para con su nieto favorito; pues resulta que haciendo análisis profundos de rayos meridianos que logró aislar, concluyó que no estaba en sintonía perfecta el diamante mancebo en 0.000003 (tres millonésimas) de milímetros lineales, con el punto equidistante y correspondiente entre el sol y la tercera estrella antártica, viendo el mapa astral al revés. Por eso señaló que había encontrado últimamente algo desmejorado a su nieto joyel, y que hasta se iba de lado; por eso, quería sacarle más brillo en su gimnasio y taller, para centrarlo en su justa dimensión, pues en ellos no cabía imperfección alguna.
Y, cuando esto oyeron los hasta entonces renuentes abuelos quejosos de la crisoprasa, como encendidos por un cohete, presto se dispusieron a dar su consentimiento y estampar su firma en el papel sellado que les extendía el comedido notario Josefino Joya; pues sintieron que de ese modo, los dos herederos de brillantez y hermosura granítica, podían completarse mutuamente a través de los evos, eones y milenios de años que deberían vivir juntos; y hasta se podría comenzar con ellos una nueva forma de entender el vínculo nupcial entre los diamantes. Incluso alguno se propuso escribir una tesis doctoral en el Derecho diamántico, sobre ese argumento tan original que brotó aquella noche señalada.
En medio de una grande boruca, ya nadie le hizo caso al abuelo, quien advertía transido de dolor e imperturbable, que tal tesis no serviría ni para un diploma comprado en joyería de fantasía, menos para un doctorado de alta clase y linaje tan brillante.
Aunque, poco después, sucedió algo insospechado; pues, tal vez advirtió el abuelo alguna cosa que se le había chorreado con la cena, o que había dejado su sapiencia en la alacena; pero el caso es que se quedó pensando luengamente que, si esta era la razón del matrimonio entre los hombres que dicen que piensan, luego entonces algo bueno tenía que haber entre aquella gente.
Y estuvo así reflexivo y ensimismado, meditando y abriendo la posibilidad en el espacio y en el tiempo para un hacedero cambio entres sus milicias brillantes e invictas. Porque, concluyó ponderadamente, que sería bueno renovar alguna vez el modo de entender las relaciones entre los diamantes, ya que en este caso se buscaba encadenarse en la conciliación, nexo y afinidad de una pareja, que, como quiera, iban a vivir una nueva vida. La nobleza, pensó el abuelo rubicón, está adelante, y se alcanza con el triunfo de haber logrado la unidad pretendida y perfecta.
Llegó casi a consentir, que si de hecho algún brillante estudiante diamante inteligentudo, agudo, capaz y lúcido, hiciera una tesis sobre el tema de la imperfección como causa del matrimonio entre ellos, tal vez le pediría una copia.
Mientras tanto, los diamantes crisoprasos, salieron prestos y atropellándose con su luz, corrieron en masa, para buscar la pareja, pues alguien vio que habían subido a la terraza veraniega; pero, fue demasiado tarde la llegada del conjunto y sociedad de diamantes. Porque sola, llorosa y doliente encontraron a su querida gema crisoprasa; estaba todavía enjugándose una lágrima cristalina que dejó aquel adiós conmovedor de su amado joyel. Del diamante amartelado únicamente percibieron el chorreo de luz triste, conservada por el sigiloso misterio de la noche, único testigo de la despedida patética y lastimera que hizo llorar el mismo firmamento sideral de las estrellas.
Claro que la última decisión y semi-acuerdo de sus familiares, el novio diamante no lo supo; tampoco la semi-retractación del abuelo. -Sí, sería por medio de una carta sellada con plomo, cuando recibió de su enamorada gema los pormenores que me relató el diamante rico. Pero, esto sucedería solamente muchos años después.
-¿Que si hubo huelga de los carteros?
-Hubo varias mientras tanto; pero la carta se dio a conocer luego que la enamorada gema hizo las diligencias para alcanzar de sus irritados parientes el borrón y cuenta nueva, y hasta la aprobación oficial de la familia para cosechar aplausos en favor de la causa de los carbonos cristalizados emprendida por el fugitivo diamante joyel, su prometido.
Me contaba el diamante que, cuando se fue entre los hombres iba indeciso y caviloso.
-¿Que por qué razón?
-No acababa de entender la importancia de una cosa de insignificancia, sólo punto cero dos diez mil millonésima de peso, le habían quitado el título de perfecta a su adorada joya crisoprasa.
Por eso fue que había dejado la tertulia y las disquisiciones, estudios y polémicas de perfección, cuando salió con su amada a pasear por el jardín de su palacio y donde tomó la decisión de irse de contrabando, sin papeles en regla. Pues, pensaba convencido el enamorado que, si bien amaba mucho al abuelo diamante, no estaba de acuerdo en que entretuviera su viaje; porque él quería pasar cuanto antes aquella prueba, a fin de convertirse en el brillante esposo de tan noble pieza, que para él estaba en su exacto punto de gemación y reverberación del maridaje.
Así fue que preparó la fuga, cuando decididamente le dijo a su prometida que no volvería al subterráneo mundo de los diamantes tal vez en muchísimos años, porque, antes debía traer el cargamento de palmas, ovaciones, lisonjas y señuelos que le rindieran los hombres, sus admiradores; sin las cuales no podía enterrar para siempre su vida con la gema de su predilección.
Ya había dejado hecha un mar de lágrimas a su adorada joya, o pimpollo de beldad, como gustaba llamarla -como te dije- cuando en forma decidida saltó hasta las excavaciones de la mina cercana donde -según me contó el propio diamante- él fue quien descubrió a los hombres, haciéndose presente ante su asombro y boca abierta, cuando con sus más deslumbrantes y cuajados rayos luminosos los saludó y ellos cayeron de hinojos ante su presencia.
Los imantó y encandiló –dijo- como hipnotizador consumado. Luego, ellos hiperestésicos y encandilados por su perfección y galanura, lo arroparon con cuidado, como un real infante naciente, para transportarlo a lugares espigados y resplandecientes: palacios, cortes, curias y puestos de boato, de pompa y de postín. Allí comenzó a lograr su olfateado y anhelado fin de cosechar y recibir en sus silos las exclamaciones, piropos y requiebros que, por su gracia y donosura merecía de sus siervos cobistas y alabanceros.
Después, me refirió paso a paso y en medio de risas, su gira triunfal por el mundo de los potentados, celéricos y ambiciosos; las fiestas superabundantes y jolgorios de eternos carnavales. Y, sobre todo, cómo todos los badulaques, pasmarotes y gaznápiros que lo observaban, deseaban y hasta suspiraban apropiarse de él, al menos para tomarse una fotografía a su lado, y salir al día siguiente en las planas de sociales.
Muchos eran los que soñaban tocarlo y verse iluminados por sus rayos; aunque más numerosos todavía, cuantos deseaban tenerlo más y más cerca, para contemplarlo y permanecer por horas enteras viendo sus aristas, colores centelleantes y su viva opalescencia, como ente recién dado a luz por la concentración de toda la belleza de la naturaleza.
Aseguraba que por doquier iba de paseo, arrastraba turbas y hormiguero de alcornoques turulatos y camadas de lémures fatuos. Todos lo buscaban para mimarlo y hacerle zalemas. Las mujeres impresionadas de su perfección, lo llenaban de carantoñas, arrumacos, embelecos, halagos, cumplidos y carocas. Los hombres se inclinaban y hacían caravanas, y no dudaban en ofrecerle incienso y aromas fragantes. Para todos era encantador, cautivante, interesante y seductor.
Siempre era portado con sumo cuidado, cuando no en las delicadas manos de gente importante, por trajeados pajes, como chóferes personales suyos, vestidos de frac y de levita tiesa. Observaba, por cierto, y con sorna, que a muchos les quedaba tan mal lucida como un gabán sin agujero. Mientras, sus poseedores y dueños, hablaban, presumían y sentaban cátedra sobre las clases y estilos de diamantes, pero sin saber de él ni pío -decía-; sólo por dejar salir su jactancia farolera.
Pero, todo cuanto propalaban sus dueños -me confesaba- era una fanfarronería, pues quien los llevaba a todos ellos, era el propio diamante; ya que tal era su embajada y cometido, para poder llenar presto las aljabas de alabanzas y regresar a su patria, donde contraería el tan suspirado matrimonio con su amada joya.
Me contó también, que estuvo primero en casa de un magnate acaudalado, luego en las manos de un artista distinguido; llegó más tarde al regazo de una rica embuchada en pieles finas; posteriormente, a las cajas frías de un banquero ubérrimo, pero estólido; un tiempo pasó en la corona de un príncipe valiente, pero sin regencia porque mandaba el presidente, y terminó engarzado en el anillo de un obispo, que miraba a todos los demás como catecúmenos sin privilegios y era bizco.
Nuevamente hizo de su vida un giro, para pasar de frías y tibias manos femeninas a contadores con más dedos; lo acariciaron fementidos amantes y falsos reyes de futraque; estuvo metido entre los malos tratos de matachines, mafiosos y camorreros; también fue ostentación de renegados e impíos beatos mojigatos botafumeiros. Todos lo honraban, reverenciaban y exaltaban, y él se hinchaba con la pleitesía, pero también se aburría.
De este modo y figura, había pindongueado ya por algunos años entre los hombres, sus siervos, cosechando siempre aplausos y alternando con joyas de falso brillo, a las cuales dejó opacadas y encandiladas, como venados con anteojos sin “fotogrey”.
En toda aquella aventura, desde su partida, había descrito ya varios giros orbitales; anduvo engordando con aplausos de la Seca a la Meca, pasando por la Huasteca; y se sentía un poco cansado y desganado con tanta crasitud y manteca. Ahora, decía, la fortuna lo había llevado y presentado en casa de nuevo dueño. Era éste un lauto y fastuoso creso petrolero, el cual además de zafio y paleto, entendía de diamantes lo que sabía un cura de partos prematuros sin dolor.
Justamente fue el magnate trolero, quien en la fiesta de marras, lo había metido en subasta aquella noche de bacante enajenaciones alumbrada, cuando ofreció el espléndido y soberbio convite de copete, el que te cuento se desarrollaba adentro, mientras yo dormía en la banqueta discreto.
De ahí, insufrible, por el desdén ultrajante, la humillación y zaherimiento a los de su genealogía diamantina, había escapado troceando en lágrimas espesas y hasta un tanto erosionado frente a tamaña ignorancia y desatino.
Y, en ese estado lastimero fue como estaba en tal ocasión delante de mí, aquella noche silenciosa, lloroso; pero debo confesar que era espléndido, más conmovedor y noble, porque con sinceridad y franqueza me refirió el motivo de sus quejas.
-Sí, todavía le faltaba completar algo en su costal de aplausos, para poder reintegrarse a su país de fulguración, antes de realizar su anhelado ensueño de las bodas de diamante, las cuales contemplaba aún muy lejos, como un espejismo fantasmagórico, pero sin desesperarse.
Por eso, como yo no podía brindarle más piropos que reconocerlo como una luciérnaga herida, como un cocuyo tientaparedes, o un arlomo sospechoso, y porque no podría brindarle más pleitesía que un saludo tal vez cada año con cortesía; y demás, porque no era capaz de llevarlo conmigo -pues traía los bolsillos repletos de canicas para mis sobrinos- el diamante rico se devolvió paso a paso hacia la casa rica, sorprendido. Dijo, olvidándose de mi desaire, que estaba curioso por saber con la subasta del sobrado petrolífero, qué nueva clase de personajes deberían pagarle el impuesto de ser rico, fulgurante, majestuoso y de calidad indestructible; por ser un apuesto joyel, hijodalgo de los brillantes diamantes chisporroteantes.
-¿Que si el diamante se fue cantando como llegó? -Sí, pero sólo alcancé a entender la primera estrofa:
“Con su carácter indestructible,
el diamante reverbera la naturaleza;
su bulliciosa luz inconfundible
es emblema de su grandeza…”
* * *
-No, ya no he visto más al diamante rico, desde aquella noche de debut y despedida; pero, si lograra encontrarlo por los caminos de la vida, con el correr de los años, espero que esté más completo y de fulgor alegre, para que me siga contando las nuevas aventuras entre las tiras y camadas de hombres mellados a quienes arrastra para que le den coba camandulera -con quienes él no deja de pasarla bien- pues como habrás descubierto, es camelista y divertido, para entregártelas completas y sin retoques.
Saludos de tu tío “El Vagabundo”..
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