Yo le miro a la cara, él se ríe,
se ríe de mis pechos,
se ríe de que soy lenta,
de mis bracitos,
de mis manos delicadas
cantándole al olvido.
Queríamos quererlos, poner en su
cráneos la planta platinada de la
mano, la coyuntura de los dedos,
yo quería acariciar sus cabellos,
trepanar de su pecho los
sueños precoces de ángeles amenazantes,
yo quería desnudarme y sentir
en mis brazos otro cuerpo nuevo
desnudo como el mío,
tierno,
frío, o caliente al tacto.
Tocabamos sus brazos como mirando
hacia la torre de lo desconocido,
abríamos la boca para sentirnos
besadas por labios fuertes,
apresadas en cuerpos fuertes
que nos quisieran,
que nos cuidasen,
que nos dijeran que no todo era usar zapatos
de tacón,
peinarnos el pelo,
amarrarnos de pies a cabeza los ojos de cristal,
usar trajes que compriman nuestros senos tiernos,
nuestras caderas tristes,
nuestro pellejo firme.
Queríamos despertar en brazos de papel,
como mojados de alegría,
[ya no de llanto,
queríamos ser felices]
amanecer con sonrisas nuevas, con
un vientre nuevo,
con cuerpos creados de una noche
para otra.
Todas queríamos algo...
Y ahora, en la cocina,
esperando el golpe en la nuca
desnuda,
en la oficina mi trabajo pende de
decisiones infieles,
de corazones agarrotados.
Mi mano, ataviada por el corrector
de los parches curita,
(a mis amigas no les importa
que a mi me peguen, o que
en las tardes las luciérnagas se
paralicen en mi corazón desnudo)
pero a mis niñas no.
Por favor, a mis niñas no las toques,
no golpees sus caritas frías, no
me obligues, no me grites.
A mis niñas no las toques,
las obligas a llorar, a vagar,
no las dejes solas en la
preñez del tiempo. |