Corazón Rampante
Recostado en mi cama de hoguera y pensado en lo que el médico me prohibe, pasaron por mi cabeza visiones muy poco comunes, las que me hicieron olvidar aquella maldición que tanto se esfuerza mi amado entorno en que deje de lado y que yo, obstinadamente intento conservar en mi cabeza para luego y en solitario, materializarla mágicamente he inhalarla hasta que con sus blancas uñas punzantes me pueda sacar aquello que tanto me atormenta y si fuese posible, todo el cerebro, para dejar de una vez por todas de pensar.
Galopaba feliz sobre mi corazón en una pradera al atardecer, chispeantes las espigas se mecían con los últimos soplos del día y en la inmensidad de aquel descampado, pude divisar la silueta de una mujer que me llamaba sin hacer gesto alguno ni pronunciar palabra, mas su pelo al viento me lo indicaba. Guié hacia ella mi corazón, tal como lo haría un jinete sobre su corcel, mi pecho a la son del galope llevaba el ritmo y por la boca sentía que se me salía todo el cuerpo, como si quisiera este volver a nacer sin mí en su interior. Yo instintivamente cerré la boca para evitar la escapatoria y al ver que la mujer estaba a escasos metros, apliqué todas mis fuerzas tirando de la Aorta que hacía de rienda, deteniendo con esto el galope de mi corazón frente a la misteriosa mujer.
- ¿Se te escapa la vida que vienes tan a prisa? - preguntó la mujer, lo que negué con mi cabeza imposibilitado de articular palabra, quizás para evitar que efectivamente se me escapara o bien por la perplejidad que me causó su tan asertiva pregunta. Sus ojos penetraron los míos como si ella quisiera ver al tipo que estaba recostado en su cama y yo, montado aún en mi corazón dejé mis ojos pasivos para permitir que me viera recostado, indefenso y desprovisto de mi cabalgadura.
- Te ves mejor montado en tu corazón que envuelto en esas sábanas que enredan tu vida, deberías tener eso en cuenta- dijo la mujer con tono resolutorio, su pelo ahora caía liso sobre sus hombros mientras la luz roja del atardecer mutaba al azul profundo de la noche.
Al despertar estiré mi mano para intentar, con movimientos torpes y ciegos, dar con la cajetilla de cigarros que siempre dejo sobre el velador, al dar con ella la llevé a mi boca, saqué un cigarro y remeciéndola permití que se deslizara el encendedor que guardaba dentro de esta, prendí el cigarrillo, dejé la cajetilla en su lugar y a la primera bocanada recordé a la misteriosa mujer de pelo ondulante, la pradera de espigas chispeantes, mi corazón cabalgadura y lo bien que me sentía sobre él, dominándolo y guiándolo hacia donde yo quería ir. Acto seguido me levanté de mi cama, las sábanas de la desidia no fueron impedimento alguno, para que con toda la resolución que un hombre pueda atesorar, montase orgulloso por primera vez en la vida, mi cálido y palpitante corazón rampante.
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