Las que siguen son, supuestamente, las palabras pronunciadas poco antes de morir por el administrador de ganado y asesino a sueldo Alexander Mac Lennan. La causa de la muerte fue el “delirium tremens” provocado por su desmesurada afición a la bebida. Contaba cuarenta y cinco años de edad. (Nosotros pensamos que una forma tan correcta de expresarse como la que sigue no es la propia de un individuo que estaba permanentemente ebrio, pero no hemos dudado en ofrecer este texto a nuestros lectores por dos motivos. En primer lugar, porque, sin duda, es una buena aproximación a lo que pudo haber dicho. Y en segundo lugar, porque refleja perfectamente hasta qué grado de corrupción moral llegaron los saqueadores de Tierra de Fuego).
Dejad de martirizarme, malditos salvajes. Vuestros flechazos acabarán con mi vida, pero nada más conseguiréis ¿Por qué os ensañáis de esta manera? Vuestros muertos bien muertos están y, por más que me torturéis, no les devolveréis la vida a ninguno de ellos. ¿De donde proviene tanta crueldad? Sin duda es el rencor quien os guía. Qué estirpe tan baja y degradada, la vuestra. Qué abismal diferencia entre vosotros y nosotros. Nosotros vinimos aquí a traer la civilización y el progreso, pero, lamentablemente, para ello ha sido necesaria vuestra aniquilación. ¿Acaso no os tildó de miserables Charles Darwin? ¿Acaso no se sorprendió de que pertenecierais a la misma especie animal que él? Yo también me sorprendo y me avergüenzo de que forméis parte del genero humano. No pararemos mientras quede un sólo selknam con vida. Como veis, hablo de forma clara. No como vosotros. ¿A qué viene ese nombre de chancho colorado con el que me habéis bautizado? ¿Por qué no me llamáis cerdo pelirrojo y nos entendemos todos? Y, por cierto, soy pelirrojo porque soy escocés, porque pertenezco al clan de los Mac Lennan. Y pertenecer al clan de los Mac Lennan no es cualquier cosa. Mis antepasados no pararon de tocar la gaita en la batalla de Waterloo, incluso en los momentos de mayor confusión y peligro. Y si vencimos a Napoleón, ¿no vamos a venceros a vosotros? Naturalmente que también influyen en el tono sonrosado de mi piel los buenos lingotazos de whisky que me he dado a vuestra costa. Os lo explicaré fácilmente para que lo entendáis. Desde el primer momento que llegamos, no tuvisteis reparo alguno en romper las vallas de nuestras estancias y robar nuestras ovejas. Decíais que no entendíais que cosa era esa de la propiedad privada y que, puesto que habíamos matado o ahuyentado a vuestros guanacos, en adelante os alimentaríais de los guanacos blancos, como llamabais a nuestras ovejas. Lógicamente, tuvimos que defendernos y matar a los ladrones que asaltaban nuestras propiedades. Como no escarmentabais, enviamos cuadrillas de cazadores para exterminaros allá donde estuvierais. Al principio pagábamos una libra esterlina por cada par de orejas vuestras que nos entregaban. Ésa era la garantía de que había un selknam menos sobre la faz de la tierra. Pero siempre hay hombres tiernos y pusilánimes como señoritas, y no tardamos en darnos cuenta de que muchas veces nuestros cazadores no habían matado a nadie. Nos vimos obligados a exigir como garantía vuestras propias cabezas. Y aquí es donde la ciencia y la fortuna acudieron decididamente en mi ayuda: el Museo Antropológico de Londres nos empezó a pagar por cada cabeza que les enviábamos la bonita cantidad de ocho libras esterlinas. ¿Y sabéis cuanto cuesta una botella de buen whisky escocés? Yo os lo diré: cuatro chelines. Ya podéis echar cuentas de las botellas y botellas que he trasegado gracias a vosotros. Así me ha salido este color tan saludable que tengo. Pero ¿Dónde vais con esa lanza? No os acerques más. ¡Dejadme en paz, indios piojosos! ¡Atrás!. ¡Atrás!. ¡No!
Post Scriptum: En 1974, en la ciudad de Rio Grande, murió Ángela Loij, la última mujer selknam
|