Del sol escapa un rayo que atraviesa mi frente, de donde salen miles de estrellas en forma de pensamiento; todo ante un beso en la boca mientras la sangre recubre su cara.
Ahora ella sale corriendo hasta la vereda recubierta de dulzura que busca un lugar en su cuerpo.
Yo me puse a llorar pero no por el dolor sino porque mi mundo se desmorona como un castillo de arena o de cartas.
Hago gestos estúpidos mientras hablo contando mi historia pasada. Soy un hombre soy de una sola partición.
Aunque al cabo de un escaso tiempo esa flecha se clava nuevamente en nuestros corazones; que a su vez se unen a discutir lo que continúa de bueno.
Está cayendo la noche, se va trocando la oscuridad del viejo día en una bruja que espera con los ojos tílilantes, manchados de un brillo prestado por el gigante cielo.
Algo raro nos va como envolviendo hasta quedar como enrolladitos en un celofán en posición de ser enterrados bajo tierra.
Pero el amor vence al almidón y pronto terminamos en la cama mirando la vida pasar.
En la alfombra yace la figura que predomina alzada en la vivienda, animada por el encanto que está presente; ya nuestro hogar es una alborada sin tacha.
Tengo que admitir frente a mi compañera, que es verdad que existen momentos de escalofríos más allá del invierno, muchas veces nuestras almas renguean cojas sin poder evitar los alzamientos de las extremidades del cuerpo.
Un argumento común se impone en nuestros días, de tanto en tanto debemos soslayar las murallas que se levantan ante nuestras raíces.
No existe un tiempo que corre sino una imagen que perdura.
Quiero alcanzar el firmamento pero a cambio mi señora me alcanza una toalla celeste para secar el sudor y las lágrimas que fueron posteriores al amor que tuvimos.
Estamos acurrucados como lobisones poniendo trompetas en la noche que lentamente expira cual mujer sin marido.
Solamente la computadora muestra una luz que encandila.