En aquella habitación, alumbrada a media luz por el velo de un par de velas se encontraba ella, recostada sobre su lecho envuelta en sábanas blancas de fina ceda. ¡Que bella!

Con un movimiento ligero como una pluma, alzó su brazo y con su índice me llamó, quedé estupefacto, no podía creer lo que mis ojos observaban. Mi mente, mis pensamientos aún mi instinto de hombre, gritaban a voz rasgada a mis extremidades para que fuera a su encuentro pero todo era en balde, estaba petrificado tratando de asimilar la oportunidad que me daba la vida.

Nuevamente hizo la señal con su fino dedo pero esta vez indicó, con unas suaves palmadas al lecho, para que me pusiera a su par. Esta vez, mi cuerpo si pudo responder pero cada pasó era como si estuviera en cámara lenta, pareció una eternidad llegar a su lado.

No podía dejar de apreciar tanta belleza en una sola mujer y como su tan escultural cuerpo dejaba observar la ceda.

Cuando al fin llegué al lecho, me recosté a su par y en instante mismo ella colocó su cabeza sobre mi pecho y me rodeo con sus brazos. ¡Era perfecto! No podía pedir más.
Podía sentir el aroma de sus cabellos, su perfume, su suave piel y como nuestras respiraciones encajaban perfectamente en un compás de cuatro cuartos.

No hizo falta mencionar palabra alguna, todo era dicho por el palpitar de nuestros corazones.

Pasó una hora, dos, tres y luego perdí la cuenta hasta el último suspiro de las velas donde ella ya dormía sobre mi pecho, un sueño dulce que me cautivó y terminó en vencerme.

Al día siguiente desperté, ella no estaba, su perfume, sus cabellos, su fina piel, su dulzura, todo absolutamente todo había desaparecido, me volví loco, estaba frustrado y la habitación fue testigo, nada quedó en pie.

Al fin puede tranquilizarme, reaccioné y me dí cuenta de que mi reacción fue porque estaba seguro de que no fue un sueño, fue una realidad que ni en sueños la dejaría ir. Estaba seguro que la volvería a ver y sin duda alguna estaba feliz….