La coja de la farmacia
Por Armando Córdova Olivieri
En la calle Augusto Bébel había una farmacia. Justo a dos cuadras de la pensión en la que la señora Top, una enorme gorda rosada, me alquilaba una pequeña habitación en el techo de su casa. Los ventanales de la farmacia eran lo suficientemente grandes como para poder ver todo su interior cuando, cada día, pasaba en dirección a la parada del tranvías que me llevaba a la universidad. Adentro, muy meticulosamente colocados sobre grandes estanterías de madera, había frascos de diferentes tamaños con visibles etiquetas escritos con impecable caligrafía Palmer; eran frascos de medicina homeopática. En su interior trabajaban una empleada y el dueño, que era ya bastante mayor, de baja estatura, pelo rubio y que ademas poseia unas enormes manos hinchadas de colesterol. La empleada siempre estaba parada destrás del mostrador y, a no ser porque debía desplazarse de un lugar a otro entre las estanterías para atender a los clientes, nadie hubiese notado que era coja. Era una mujer muy bella y sensual con su bata blanca de muy ajustado talle que le exaltaban sus muy firmes senos, lo cual, a mi juicio, compensaba con creces su handicap de coja.
Ya nos habíamos acostumbrado a cruzar miradas sonrientes a través de los ventanales muy temprano en la mañana. Al principio, yo no sabía nada de su cojera debido a que a la hora que pasaba, nunca había clientes, y ella siempre estaba detrás del mostrador. De hecho ya se había habituado a la hora en la que yo pasaba frente a la farmacia y me esperaba sonriente. Un día, el despertador no funcionó y salí tarde a la universidad. Cuando llegué a la esquina, miré como de costumbre hacia el interior de la farmacia y la sorprendí cruzando por delante del mostrador con su muy evidente defecto. Ella, que no me esperaba a esa hora, se sintió tan incómoda y sorprendida que el frasco con etiqueta de perfecta caligrafía que tenía en las manos se le resbaló de las manos y se quebró en mil pedazos. Su carita enrojeció de rubor y no volteó para saludarme. El resto del día no pude dejar de pensar en la escena que delató su secreto. Un secreto que por alguna razón me había ocultado sólo a mí y ahora yo sentía la culpabilidad de alguien que lee un diario ajeno.
Hasta ese día, ella se sintió perfecta para mis ojos y el que me hubiere enterarado de su defecto cambió para siempre su mirada. Ya no volvió saludarme. En vano fueron mis intentos de trasmitirle con la mirada, que seguía siendo para mí, la linda y sensual empleada de la farmacia de la Calle Augusto Bébel y que ese lugar de mi cotidianidad y deseos osultos nunca iba a ser ocupado por ninguna otra mujer en mi vida. Ya no hubo amables sonrisas y su actidud detras del mostrador cambió: cuando me veía pasar por enfrente de la farmacia a la hora de costumbre, caminaba exagerando su cojera mirándome serísima por encima del hombro. Sin embargo, para mis ojos ella seguia tan bella y sensual que su seriedad era tan cautivadora como su sonrisa.
Un día decidí buscar un pretexto para entrar por primera vez a al farmacia. Fingiría necesitar aspirinas antes de lo cual estuve practicando frente al espejo mi mejor sonrisa. Al entrar a la farmacia, no había nadie detrás del mostrador y al cabo de unos segundos salió el dueño. Contrariado y con cara de dolor de muelas, pedí las aspirinas y me fuí de nuevo a mi pieza. Al día siguiente, a la hora de costumbre pase por en frente de la farmacia y, para mi pesar, ella no estaba de nuevo. Lo mismo ocurrió los días siguientes hasta que me resigné a olvidarla. Fué mucho tiempo después, caminando por el paseo peatonal del centro de la ciudad, cuando la ví con su elegante cojera, empujando un coche para gemelos, con dos hermosísimos bebés. Ella, al verme me regaló una radiante sonrisa de dientes mojados y yo, recordé automáticamente la combinación de músculos faciales de mi mejor sonrisa de galán.
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