-¿Señor Lince…?
El niño lo observa con unos oscuros ojos suplicantes. Debe tener alrededor de siete, ocho años. Le toma la mano, buscando que la atención del gladiador se centre en él:
-Señor Lince… -repite- ¿Puedo hablar con usted…?
Lince lo mira a través de su máscara. Siente las manos del infante húmedas, pero supone que se debe a la pertinaz lluvia que asola la ciudad. Por alguna razón, el gigante se siente comprometido a responderle a aquel jovencito esperanzado:
-Acabando la lucha, niño. Espérame al lado del ring.
Cuando el enmascarado se observa la humedecida mano, nota que las del niño estaban empapadas en sangre. Se limpia con una toalla, preguntándose qué fue lo que lo orilló a decirle que esperara al terminar la lucha. ¿Por qué está lleno de sangre? Lo más probable es que se haya caído de su bicicleta, y se cortara las manos… a lo mejor necesita un mensaje de aliento de su ídolo… sí… lo más seguro es que sus papás lo hayan visto triste por el accidente, y le aconsejaron acudir a su héroe para tomar ánimos. Le gusta pensar que en cierta manera, puede ayudar a la gente a ser mejor. Pero carajo, al menos se hubiera enjuagado las manos antes de venir a saludar…
Lince da una lucha tan espectacular, como cabe esperar de un plomero que se dedica en sus ratos libres a la lucha. Y como era de esperarse, conduce a su bando hacia la victoria. El gladiador está tan ensimismado en su exhibición, que olvida por completo la promesa que apenas unas horas antes hiciera a aquel niño. Sin embargo, cuando pasa junto al ring, para dirigirse a la salida de la arena, nota al jovencito acurrucado en una esquina del cuadrilátero. Con las luces del pequeño local adaptado para arena aún prendidas, puede notar por fin el lamentable estado del chiquillo: sus manos y ropa están llenas de sangre seca, su rostro se nota demacrado, como si hubiera llorado toda la noche. Lince duda: ¿Debería llamar al velador para que se lleve al mocoso de ahí, ó debe cumplir con su promesa? Después de todo, el escuincle no es su responsabilidad: si quiso quedarse ahí esperándolo, era bronca suya, además, quién sabe en qué pasos andará el chamaco para estar todo lleno de sangre. Pero por otro lado, el enmascarado ya había dado su palabra…
El luchador se acerca con paso vacilante al pequeño bulto acurrucado junto al cuadrilátero. Cuando está a punto de sacudir el hombro del niño, se detiene a hurgar en su maleta: el luchador saca su máscara: no le gustaría que el niño viera su rostro.
-Hey… ¡Hey, niño…!
-¿Lince…? –dice el niño, ilusionado y todavía medio dormido al verse cara a cara frente a su ídolo: -¡Lince! ¡Qué bueno que estás aquí, te necesito…!
El jovencito se lanza al cuello del luchador, que de momento no sabe qué hacer. No está acostumbrado a ese tipo de reacciones emotivas, y todavía no sabe por qué el niño presenta un aspecto tan lamentable, mucho menos para qué lo quiere. Con cierta brusquedad, el luchador se lo quita de encima.
-Tranquilízate. Te prometí que hablaría contigo y aquí estoy. Ahora dime qué quieres, y vayámonos, que ya es muy tarde. ¿Dónde están tus papás…?
Los ojos del niño se llenas de lágrimas. “Ahora sí la hiciste”, piensa Lince, seguro de que su brusco trato contrarió al pequeño. Sin embargo, cuando está a punto de disculparse, el niño comienza a hablar:
-A-acaban de matar a mis papás… unos güeyes afuerita de la arena se estaban surtiendo a otro, mis papás y yo los vimos, y empezaron a dispararnos… yo me metí como pude a la arena, pero mis papás ya no me pudieron alcanzar… Y-yo he visto muchas películas de luchadores, y sé que luego le ayudan a la gente que tiene broncas, y como usté siempre ha sido mi ídolo…
Lince apenas puede creer lo que escucha, pero tiene claro que tiene que hacer algo por el niño.
-¿Tienes dónde quedarte a dormir…? –pregunta de mala gana el luchador.
-Pues podría ir a mi casa… pero mis papás…
Bajo la capucha, Lince hace una mueca de fastidio. Pero tampoco quiere dejar al chico a su suerte. Con algo de esfuerzo, las palabras salen de su garganta:
-Ven conmigo. Dormirás esta noche en mi casa, y mañana ya veremos qué hacer con lo de tus papás…
-¿D-de verdad…? ¡Gracias, señor Lince…!
El rostro del niño se ilumina, y por un breve instante, Lince siente una extraña calidez en su interior.
Un par de horas antes de que el sol asomara sus primeros rayos por la ventana del cuartito que rentaba en aquella vecindad, Lince se despertó como cada madrugada. Sintió a su lado el cuerpo del pequeño que había pasado la noche a su lado, lo cual le recordó, en medio de su somnolencia, los eventos de apenas unas horas atrás.
El gladiador se dio su baño habitual, poniéndose una toalla alrededor de la cabeza, antes de levantar al muchacho.
-Párate –dijo secamente Lince a su invitado, quien con mucho esfuerzo, se iba desperezando.
-El boiler está caliente todavía, báñate, y nos vamos al M. P.
-¿Al M. P….? –preguntó extrañado el muchacho.
-Pos claro. ¿No querías que te ayudara con lo de tus papás…?
-Pero yo creí… -el niño no terminó su frase. Entre la somnolencia y la decepción de ver que su héroe no se encargaría del caso, -por no mencionar el golpe de realidad que se dio al ver que su ídolo vivía en un cuarto de vecindad, y no en uno de esos lujosos departamentos que salían en las películas de luchadores-; no era capaz de entender del todo lo que estaba sucediendo.
-Entonces, ¿No te vas a encargar tú de investigar…?
-¡Ora resulta…! No niño: tengo muchas cosas qué hacer, en lugar de andar cuidando mocosos. Y más vale que te bañes rápido, que el boiler no te va a andar esperando…
-¿Y qué me voy a poner…? –preguntó el niño, con la insolencia a la que le daban derecho sus múltiples desengaños.
-Pues la ropa que traías…
-Está toda llena de sangre…
-Oh, que la… -gruñó el luchador. –A ver, dime dónde vives, y te voy a traer ropa, pues…
-Vivo a tres cuadras de la arena, junto a la tortillería de Don Beto…
Lince ubica de inmediato el lugar: él y Miguel Morán, su amigo y representante hasta que logró colarse a representar luchadores de “grandes ligas”, solían pasar por dicha vecindad, toda vez que Morán cortejaba a cierta jovencita que vivía en aquel lugar. Recordaba con cierto agrado el lugar, pero bajo las circunstancias actuales, no podía permitirse demasiado tiempo para la nostalgia.
-Ya sé dónde. Orita vengo…
Lince aventó su improvisada careta en el viejo sillón de su diminuta sala. Antes de cruzar la puerta, se dirigió al muchacho:
-Y a todo esto, ¿Cómo te llamas…?
-Javier.
-Está bien, Javier. Voy por tu ropa, y mientras quédate en mi cuarto.
“Mandadero de un escuincle…” mascullaba para sí mismo Lince, mientras se dirigía a la casa de Javier. Si bien era cierto que al principio tuvo una sensación de orgullo por ser la primera opción de ayuda para aquel muchacho, ahora le molestaba la situación. Después de todo, ¿quién era él en realidad? Durante algunos fines de semana, era Lince, el poderoso luchador que en su vida diaria, apenas alcanzaba a pagar la renta, ayudándose con el ingreso extra que le daban un par de luchas a la quincena. Estrella de arenas chicas, (arenas que en realidad eran en su mayoría, lotes semi-abandonados, acondicionados para albergar un endeble ring de cuerdas aguadas). Mucho tiempo atrás había perdido la esperanza de que su amigo Miguel lo contactara para conseguirle lugar en alguna empresa grande, aún cuando cada tanto lo llamara prometiéndole un “huequito” en alguna función: como si los promotores importantes fueran a abrirle tan fácilmente las puertas a un muerto de hambre que apenas si ganaba para completar el gasto diario. Tal vez por eso, por la importancia que le hizo sentir Javier al acudir a él en primera instancia, se había ablandado con el chico. Pero no podía seguir engañándolo, ni al niño ni a sí mismo: lo más prudente era denunciar el caso a la autoridad correspondiente, y dejar que ellos mismos se encargaran de colocar al chamaco donde le pudieran dar un hogar. En cuanto fueran a levantar el acta, Javier sería problema de alguien más.
Lince llegó a la dirección que el muchacho le diera, y abrió la puerta. No se percató de cuán fácil había sido entrar a la vivienda, hasta que fue muy tarde: sin mediar aviso alguno, una lluvia de balas cubrió al luchador, quien de milagro había sobrevivido a la primera descarga de un tirador evidentemente desvelado.
Aunque los disparos habían cesado, Lince permaneció escondido debajo de una mesa, tirado boca abajo, fingiendo estar muerto; pero sobre todo, esperanzado en que el asesino no escuchase el descomunal sonido del corazón golpeando contra su pecho.
Lo que pasó después fue más producto del miedo y la adrenalina, que de una cuidadosa planeación y sangre fría: cuando el matón lo volteó para asegurarse de haber cumplido su misión, Lince lo tomó por la nuca, propinándole un fuerte cabezazo que desarmó a su rival. Preocupado por tener una bala alojada en algún lugar del cuerpo, Lince sólo podía pensar en noquear a su oponente y pedir ayuda, por lo cual se apresuró patear afanosamente al asesino, a asestarle golpes a diestro y siniestro, con la esperanza de dejarlo inconsciente, o de plano, matarlo a golpes.
Para fortuna del luchador, el escándalo había despertado al vecindario entero. El sicario, sin duda con órdenes de ser lo más discreto posible, corrió desesperado, alejándose del gentío, dejando al luchador sentado en el suelo del cuartito, palpándose nerviosamente el cuerpo, en busca de un proyectil inexistente.
Cuando Lince corroboró su buen estado de salud y fue consciente de que la multitud bien podría malinterpretar la cosa, se echó a correr también, temeroso de que la gente pudiera lincharlo; ó que llamaran a la policía, y lo acusaran de ratero, algo que no estaba dispuesto a tolerar bajo ninguna circunstancia. Sólo cuando estuvo a muchas cuadras del lugar del incidente, el luchador se preguntó por qué demonios había un asesino esperando en la casa de Javier. ¿Pues en qué diablos se había metido ese muchacho…?
-¡Vámonos de una buena vez! –gritó el luchador nada más al llegar a su casa, donde Javier ya dormía, recargado en el viejo sillón del luchador. Aún adormilado, el niño apenas pudo responderle a su anfitrión.
Preocupado por la eventualidad de que el sicario ó algún cómplice suyo lo hubieran seguido, Lince simplemente tomó a Javier del brazo, arrastrándolo afuera de la vecindad, cubierto con solo una toalla. El muchacho por fin se despabiló al sentir el aire helado de la madrugada envolviendo su piel.
-¿Qué pasa…? ¿Y mi ropa…?
-¡Cállate mocoso! ¡Déjame pensar…!
La singular pareja dio vueltas por el vecindario, sin rumbo ni idea de qué debían hacer. Al final, Lince decidió que lo más sensato era tranquilizarse, sentarse a pensar, y actuar una vez que tuviera alguna maldita idea de lo que estaba sucediendo allí. Razonó además, que si lo habían seguido, ó si el asesino tenía un cómplice, ya los habrían llenado de plomo.
Cuando el sol apenas comenzaba a asomar unos tímidos rayos rojizos en el horizonte, Lince se sentó en la banca de un parque, junto a Javier. El luchador miraba hacia la nada, ejerciendo un diálogo consigo mismo, sopesando cada opción, analizando lo que debería hacer, tratando de comprender aquellas extrañas primeras horas del día que apenas comenzaba.
Sólo cuando hubo terminado de reflexionar fue consciente de que a su lado estaba un niño casi desnudo, que algo tenía que hacer con él. Cuando volteó a verlo, Javier reaccionó de la manera más extraña: volvió la cabeza bruscamente, como si tuviese miedo de mirar el rostro de su acompañante.
-¿Qué te pasa…? -preguntó extrañado el luchador.
-Tu máscara… -respondió el niño, apretando los ojos- …no la traes puesta…
El luchador soltó una estridente carcajada, en parte para desahogar la tensión, en parte porque la reacción del niño le parecía de verdad exagerada. Después de todo, ¿A quién le importaba saber la identidad de un luchador de barrio? Cuando por fin pudo calmar sus carcajadas, Lince trató de explicarle la situación a Javier.
-Mira niño: te agradezco que seas tan discreto, pero la neta me vale si me ves ó no la jeta. A nadie le importa saber quién es el Lince en realidad…
Sin dejar de ocultar el rostro, Javier respondió:
-Me importa a mí…
Aquella respuesta dejó de piedra a Lince: ¿De verdad era tan importante para el escuincle preservar la incógnita de su ídolo? ¿Por qué misteriosa razón podía tener tanta importancia para el mocoso desconocer el rostro del luchador? Lince se sintió abrumado, pero por primera vez desde el inicio de aquel caótico día, dicho sentimiento no provenía del hecho de que su vida corriera peligro, sino de la actitud de aquel muchacho: para aquel niño, el enigma del verdadero rostro del gladiador era fundamental, y obviamente, le daba más importancia que el propio Lince. ¿Significaba eso pues, que aquel oficio del que tanto renegaba, en verdad era capaz de tocar el alma de otro ser humano? Lince sintió, por primera vez en mucho tiempo, que su oficio de luchador tenía algún sentido.
El gladiador se quitó la chamarra y envolvió al muchacho en ella. Tomó la toalla que vistiera rudimentariamente a su acompañante, y se la colocó en la cabeza, de tal manera que cubriera su faz. Tomó al niño en brazos, y caminó de regreso a su cuarto de vecindad. Seguramente, alguno de los vecinos tendría algo qué prestarle para vestir a Javier.
Regresaron al pequeño cuarto de Lince menos apurados, pero aún alerta. Al llegar a la pequeña vivienda, Lince se aseguró de que nadie hubiese entrado, escarmentado luego de la desastrosa visita a la casa del pequeño.
Tras cerciorarse de que el lugar estaba vacío, pidió prestadas algunas prendas infantiles a una vecina. Presentó a Javier como su sobrino, argumentando que el chico estaba ahí de improviso, por un problema familiar, por lo cual no tenía ropa qué ponerle. Lince le dio la ropa a su invitado, esperando que se vistiera antes de llevarlo al M. P., donde seguramente podían ayudarlos a ambos.
Mientras esperaba al muchacho, el luchador escuchó al voceador que ofertaba sus pasquines, cuando algún suceso extraordinario, -por lo general sangriento- había tenido lugar en el barrio: “¡Famoso empresario es hallado muerto en una calle de la colonia! ¡Entérese del empresario que mataron a golpes por la madrugada! ¡Masacran a familia a unos metros del asesinato!”
El luchador se estremeció: aquello muy probablemente arrojaría algo de luz sobre el misterio que rodeaba a aquel niño, por qué diablos trataban de matarlo. Salió disparado en busca de un ejemplar, y cuando por fin pudo hacerse de uno, leyó al mismo tiempo que un escalofrío recorría su cuerpo:
“Durante la madrugada de este sábado, el destacado empresario Miguel Morán fue encontrado muerto, luego de una brutal golpiza de sus captores, los cuales se presume, lo habrían plagiado a fin de reclamar un rescate.
Cerca de la escena del crimen, fue hallada una pareja. Se ignora si los crímenes están relacionados.”
Lince se sentía mareado: Miguel Morán. De un día para otro, estaba muerto. Sin embargo, quedaban muchas preguntas en el aire: ¿Por qué lo habían matado? Pero sobre todo, ¿Qué tenía que ver Javier en todo aquel enredo? Era muy posible que los asesinos hubieran matado al empresario por “error”, y que la familia de Javier simplemente hubiera estado en el lugar y la hora equivocados; pero no había una buena razón para que los sicarios enviasen a un asesino a la misma casa del niño, para deshacerse de él, lo cual dejaba una pregunta más en el aire: ¿Cómo sabían el domicilio del pequeño?
Lince se planteaba estas preguntas mientras iban camino al M. P. Al llegar a las instalaciones de la dependencia dejó a Javier afuera, para evitar que el chico le viese el rostro. Le explicó al agente del M. P. los sucesos acontecidos durante aquellas caóticas horas, a lo que el funcionario respondió con una actitud que denotaba su absoluto aburrimiento.
-¿Y dónde está el afectado…?
-Aquí conmigo, me está esperando afuera…
-¿Y por qué no lo ha hecho pasar…? Hay que tomarle su declaración…
-¿No le parece que sería mejor que yo le cuente lo que pasó? La verdad, creo que el chavo está muy nervioso para poder declarar…
-Mire, señor –respondió el funcionario con una voz tan fofa y desganada como su apariencia –no lo podemos ayudar, si usted no nos ayuda. Ora que si el implicado no puede dar su versión de los hechos, pos hay maneras de arreglarse…
Lince se encogió de hombros cansinamente. Buscó entre sus bolsillos hasta encontrar un billete de doscientos pesos. El agente tomó la declaración del luchador de la manera más brusca posible, haciéndolo revivir el episodio del fulano que lo había emboscado en el interior de la casa del jovencito. Pero, molesto por la prepotencia de los funcionarios, aunado al soborno del que fue víctima para ser atendido; el gladiador dirigió unas miradas homicidas al agente, quien al notar la musculatura de su interlocutor, lo pensó dos veces antes de continuar torturando al luchador con su interrogatorio.
-Firme aquí y aquí –dijo el agente del M. P. al terminar de tomar la declaración- ahora tendrá que esperar de diez a quince días para que le demos alguna noticia. Por lo pronto, aquí tiene la copia del levantamiento del acta.
-¿Y no van a hacer nada más por el niño…? –preguntó Lince.
-¿Qué más quiere que hagamos? Ya le tomamos la declaración, ¿No?
-¿Y no lo van a mandar a algún orfanatorio ó algo…? ¡Yo no me lo puedo quedar…!
-¡Uuuuuuh…! –respondió socarronamente el funcionario -¿No está usté viendo cómo andan las cosas en el país, don luchador…? ¡Bastante hacemos ya con tomarle la declaración a usté, en lugar de tomársela al chamaco! ¡Como si nuestra dependencia tuviera tiempo de andar buscando raterillos de quinta…! No señor… esta oficina tiene prioridades: con lo de la guerra al narco y esas cosas, ¿A poco usté cree que nos quedan agentes para atender a toda la población…? Váyase, ya le dijimos que en unos veinte días ya empiezan las averiguaciones previas y esas cosas… nosotros les llamamos…
Lince fulminó con la mirada a aquel sujeto, pero supo que nada podía hacer. Se dio la vuelta enfadado, tomando de la mano al pequeño.
Cuando salieron de la oficina, Javier miró esperanzado a su acompañante, que ya se cubría el rostro con unos lentes oscuros y la capucha de su vieja sudadera, antes de acercarse al niño:
-Entonces, ¿Nos van a ayudar…?
Lince se sentó cansinamente en la banqueta, exhalando un suspiro, antes de responder:
-No lo creo. Estos nomás se están haciendo güeyes…
El niño permaneció al lado de su ídolo, aguardando que se repusiera de aquel mal trago y la desesperación.
-Vamos a echarnos unos tacos… -dijo finalmente el luchador, y se dirigieron a los puestos del mercado cercano.
Se sentaron en los bancos del pequeño puesto de aluminio. Javier comió con avidez, pues desde el asesinato de sus padres hasta ese momento, no había probado bocado; aunque por la avalancha de emociones vividas desde entonces, ni siquiera había prestado atención a su estómago. Comieron sin decir palabra, aunque el dueño del lugar se dirigió con cierta curiosidad al luchador:
-¿Qué pasó, mi campeón…? ¿Ora por qué andas con esa facha de artista de telenovelas…? Y el chavito… ¿A poco es tu hijo…?
-No, mi buen. Es… un “fan”. Se ganó un desayuno conmigo…
-Chale, pos siquiera te hubieras puesto tu máscara de a devis, güey…
Lince se limitó a sonreír tímidamente, pagó la cuenta, y se fue con Javier.
-¿Y ora qué vamos a hacer…?
-Mira niño: yo ya cumplí. Traté de ayudarte, pero no pude. Será mejor que te deje en un orfanatorio, ó a ver dónde…
-¡No mames…! –gritó Javier furioso- ¡Eres un luchador! ¡Los luchadores ayudan a la gente, tú eres un pinche mentiroso…!
Justo cuando se aprestaba a responder algo, Lince sintió un dolor sordo en la cabeza. Incapaz de reponerse, sólo se dio cuenta de los tres sujetos que lo golpeaban, cuando ya se encontraba hecho un ovillo en el suelo, cubriéndose con dificultad de la golpiza que le propinaban. Era tal la brutalidad con la que lo golpeaban, que apenas pudo escuchar el grito de Javier, al ser levantado por uno de los fulanos que lo golpeaban sin piedad.
-¡Y esta va por lo de hace rato, hijo de puta…!
Lince sintió un puntapié en la boca del estómago antes de perder el conocimiento, no sin antes reconocer la voz del tipo que había intentado acribillarlo horas atrás.
El mundo se desvaneció después de la paliza propinada al luchador, y que una pandilla de matones se llevara a la fuerza al niño, a plena luz del día, y sin que ningún transeúnte se atreviese a hacer algo por las víctimas de aquel atropello.
Lince despertó con un acre sabor a sangre en la boca. Estaba mareado, y no tenía ni idea de lo que le había pasado. Sólo hasta que su amigo el taquero lo reanimó con unas ligeras palmaditas en el rostro, el luchador pudo hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo y dónde estaba.
-¿Quiénes eran esos güeyes…?
-No lo sé…
-¿Pos qué les debes? ¡Te pusieron una madrina…!
-Nomás porque me agarraron distraído… ¿y el chavito…?
-Se lo llevaron. ¿Pos en qué andas metido, campeón…?
Lince no se dignó a contestar. Le dio un último sorbo a la botella de agua que estaba a su lado, y se alejó diciendo un breve “gracias” a su amigo.
Lógicamente no podía acudir a la policía: no confiaba en ellos, después del episodio en la oficina del M. P. Por otro lado, no tenía ni idea de dónde podrían haberse llevado al niño; aunque pensándolo bien, quizás le habían hecho un favor: después de todo, el escuincle no era su problema. Desde luego que hubiera preferido que simplemente le hubieran pedido entregar a Javier, tal vez si le hubieran dado alguna buena razón para que el niño se fuera con ellos, no habría habido ningún problema, se hubieran ahorrado semejante gasto de energía, y a él una madriza marca diablo; pero a final de cuentas, ya no tenía por qué preocuparse de quedar bien ante los ajos de aquel insolente puberto que tantos problemas le había causado.
Lince enfiló rumbo a su casa, aún con el salado sabor de la sangre en la boca, pero con un gusto aún más amargo en el alma.
Intentó dormir al llegar a su cuartito, toda vez que aquel era un día perdido. Sin embargo, no dejaba de dar vueltas en la cama. Para colmo, cuando empezaba a conciliar el sueño, la voz de Javier pidiéndole ayuda, resonaba en su cerebro; ó bien, la risa del sujeto que lo había golpeado tras llevarse al niño.
Finalmente se bajó de la cama. No podía descansar, pero aquel día tampoco sería ya productivo. Decidió caminar sin rumbo, simplemente tratando de relajarse. Sin darse cuenta, llegó a la vecindad donde Javier vivía. Entró a la vivienda mecánicamente, sin pensar…
Los recuerdos de aquellos tiempos de juventud, cuando el difunto Morán y él buscaban a Mariana, aquella jovencita que fuera causa de los desvelos de su amigo, invadieron su cerebro. La puerta se sostenía con dificultad en sus goznes, y a pesar de la sonora balacera de apenas una horas atrás, no parecía que la policía ó cualquier otra dependencia, hubiesen hecho acto de presencia en el lugar.
El gladiador se sentó en una silla del humilde comedor, que milagrosamente había sobrevivido a la lluvia de balas. Lince meditaba melancólicamente, trasladándose a aquellos tiempos felices en los que Mariana, Miguel y él compartieran la juventud. En aquella misma vecindad, los jóvenes habían pasado agradables momentos juntos, soñando con un futuro prometedor. ¿Quién les hubiera podido decir que sus sueños terminarían hundidos en un charco de sangre; ó relegados en arenas de mala muerte, malcomiendo y en completa soledad? Y Mariana… ¿Qué habría sido de ella? Lince ocultó el rostro entre sus manazas, llorando en silencio por las oportunidades y la juventud perdidas, por lo cual no se dio cuenta de la figura que se acercaba a él en la penumbra del lugar.
-¿Q-quién es usté…? –una voz de mujer, temblorosa por el miedo, lo sacó de aquel mundo de recuerdos. La anciana empuñaba un cuchillo con el cual amenazaba al luchador, que se estremeció al escuchar aquella voz, familiar, aunque obviamente, afectada por los años.
-¿Doña Trini…? –respondió con voz trémula el luchador- ¿Todavía vive usté aquí…?
La aludida entrecerró los ojos, como queriendo enfocar al hombre que la llamaba por su nombre, aunque no dejaba de amenazarlo con su arma. Finalmente, la mujer pareció reconocer al luchador. Por la sorpresa, tiró el cuchillo, llevándose una mano a la boca.
-¿Pero podrá ser…? –dijo- ¡Eres el amigo de ese muchacho, Miguel…!
Lince abrazó a la señora, que correspondió de buena gana el gesto. Entre lágrimas, reanudaron el diálogo:
-¿Cómo supiste…? –preguntó doña Trini.
-¿Saber qué, doña…?
-Lo de mi hija. Que la mataron anoche…
Lince sintió un vuelco en el estómago: Mariana estaba muerta, igual que Miguel, y justo el mismo día que su antiguo pretendiente. ¿Era sólo una macabra coincidencia…?
-¿Cómo fue eso doña…? –preguntó el luchador.
-Me la mataron anoche, m’ijo… Salió con su marido y su hijo, iban a ir a las luchas, yo que sé… y me los asesinaron antes de llegar a la arena… -doña Trini sollozó y se limpio la nariz con un pañuelo antes de continuar- pero lo peor es que no sé qué le pasó a mi nieto, Dios sabrá qué le habrán hecho esos malnacidos que me mataron a mi Mariana.
A Lince le hubiera gustado confesar que su nieto estaba bien, que incluso habían compartido toda la mañana de ese día, pero le dio vergüenza: ¿Cómo confesarle a aquella mujer que había permitido que se llevaran a su nieto? ¿Con qué cara podía él estar en la misma habitación, después de haber abandonado a Javier? Hubiera deseado que la tierra se lo tragara…
-M-me tengo que ir… -dijo Lince, levantándose de la mesa.
-¿Tan pronto…? ¡Quédate a tomarte un cafecito! –la anciana sonreía cordial al gigante, que no podía sostenerse de la vergüenza- si tu amigo Miguel estuviera aquí… me caía bien ese chamaco… aunque le hubiera hecho lo que le hizo a mi Mariana…
Lince reaccionó de repente:
-¿Pues qué le hizo…?
-¿A poco no supiste…? ¡Ay m’ijo, yo creí que seguían siendo amigos…! Por cierto: si lo ves me lo saludas…
-Sí señora, pero dígame qué hizo…
-Embarazó a m’ija –respondió doña Trini- pero hasta eso que respondió el chamaco. No se casó con mi Mari, pero al menos se hizo cargo de mi nieto, incluso después de que mi hija se casara con su marido, y que él mismo se casara con esa vieja payasa de su mujer. Pero ni así dejaron de ser buenos amigos: Miguel venía cada semana a ver a Javiercito, platicaba con Mari y con su marido, se llevaban muy bien. La única que no encajaba ahí era su mujer, a leguas se le notaba que nomás andaba con Miguel por su dinero…
Lince se encontraba aturdido: Mariana, la eterna novia de Miguel, había terminado siendo la madre de su hijo. Por si fuera poco, no había forma de explicar por qué se encontraban en el mismo lugar al momento del asesinato: ¿Acaso todo se reducía a una serie de increíbles coincidencias?
Encima, quedaba aquella mujer que tanto desagradaba a doña Trini, la esposa de Miguel: ¿Qué tenía que ver ella en todo aquello? ¿Había alguna razón especial por la cual doña Trini la despreciara tanto? ¿Por qué no acompañaba a su marido la noche que falleció?
-Doña Trini –dijo al fin Lince, tras reponerse de tantas impresiones- ¿Sabe dónde vive la viuda de Miguel…?
¿Qué esperaba obtener yendo ahí?
Lince se había preguntado lo mismo durante los últimos veinte minutos, mientras el pesero lo acercaba a la residencia de la mujer. Por alguna razón se tomó la molestia de pasar antes a su casa, a recoger una máscara limpia. No se paró a pensar el por qué de semejante decisión, pero era lo único de lo cual no dudaba en absoluto.
Tardó alrededor de unos veinte minutos antes de decidirse a tocar el timbre de la lujosa residencia. Una mujer relativamente joven le abrió la puerta. Hubiera resultado atractiva, si su ropa y actitudes no hubiesen delatado una vulgaridad tosca, primitiva.
-Dígame… -recibió la mujer al luchador.
-Este… -dijo Lince con nerviosismo- ¿de casualidad usted es la viuda de Miguel Morán…?
-Pa servirle…
-Mire, yo soy un antiguo amigo suyo… sucede que me enteré de que había fallecido, pero la mera verdad, me debía una lana, y…
-Pus yo no sé… -respondió la mujer con brusquedad- yo heredé la lana, no las deudas. ¡Adiós!
La mujer le cerró la puerta en las narices, y Lince se quedó petrificado en su lugar. Sin embargo, no podía realmente culpar a la mujer, después de todo, ni siquiera tenía idea de lo que andaba buscando al ir a ese lugar.
Lince se retiró cabizbajo y avergonzado, no sólo por la escena protagonizada minutos atrás, sino por haberle fallado a Javier y a doña Trini. La viuda de su amigo era de alguna manera, la última tabla de salvación a la que se aferraba para limpiar su conciencia.
Y sin embargo, algo no encajaba del todo. Algo en la manera de actuar de aquella mujer, una extraña antipatía, no le permitía estar tranquilo, por lo cual caminó por los alrededores de la casa por un rato, como esperando encontrar algo, que pasara algún evento extraordinario antes de darse por vencido. Y contra todo lo que esperaba, sucedió: aproximadamente un cuarto de hora después de que la viuda lo dejara con la palabra en la boca, a las afueras de su propiedad, el fulano que había pasado toda esa mañana intentando matarlo, entró a la casona en actitud por demás sospechosa. Todas las dudas en el cerebro de Lince se habían disipado: en esa casa ocurría algo muy turbio.
Rodeó la casa con cuidado, procurando que no lo viesen desde el interior. Encontró una pequeña ventana a ras del suelo. Intentó ver a través de ella, pero el ángulo y la oscuridad no le permitieron observar nada. Sin embargo, se escuchaban voces en el interior. En realidad se trataba de meros murmullos ininteligibles, pero sin duda había actividad en la habitación a la cual daba aquella ventana.
Se puso de rodillas y pegó el oído a la ventana. Cerró los ojos, tratando de imaginar la escena que tendría lugar ahí abajo, y concentró toda su atención en el débil sonido de la conversación.
No pudo escuchar más que algunas palabras sueltas, provenientes de una voz masculina y otra de mujer. Callaron durante un rato, y escuchó un sonido sordo, un portazo. Inmediatamente después, el grito ahogado de un niño. No podía esperar más: sin importarle que estaba expuesto a plena luz del día, Lince rompió de una patada la pequeña ventana, y entró con relativa facilidad al inmueble. Una vez dentro, se vio en medio de lo que parecía ser un cuarto de aseo abandonado. A su alrededor había toda suerte de utensilios de limpieza, y un boiler oxidado. El lugar olía a humedad. “¡Donde la puta puerta esté cerrada con llave…!” pensó el luchador. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que alguien fuera a revisar el lugar, luego de escuchar el ruido de la ventana al romperse: un sujeto hizo acto de presencia de manera intempestiva. Lince aprovechó el desconcierto del sujeto al verle, sujetándolo con una llave que, arriba del cuadrilátero, se usa generalmente para simplemente rendir al rival; pero que utilizada con el máximo esfuerzo, bien podía resultar letal, como era el caso. Pese a todo, el luchador se conformó con dejar a su adversario sin sentido.
Cuando el sujeto perdió el conocimiento, Lince lo arrumbó en algún rincón del cuarto, preparándose para dejar su escondite, y enfrentar lo que le esperase afuera. Aguardó un momento, en la oscuridad de aquel cuarto: necesitaba algo. Era cierto que ya había inutilizado a su primer adversario, pero también lo era que aquello había sido una reacción producto del miedo. Las piernas le temblaban aún, sólo de pensar en lo que le esperaba una vez que traspasara el umbral. Se estremeció al pensar en aquello, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Estaba a punto de caer en un ataque de pánico.
Sin embargo, su mano rozó sin querer algo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Al sentir la tersa tela entre sus dedos, recordó que había cargado con su máscara antes de dirigirse a aquel lugar. Extrañamente, saber que la había llevado consigo comenzó a tranquilizarlo. Se dio tiempo para sentirla entre sus dedos, antes de sacarla.
Extrajo lentamente la prenda de su bolsillo. Con los ojos aún cerrados, la palpó en la oscuridad. Los dedos dibujaron en su mente aquella careta: cada borde, cada detalle, se imprimía en su cerebro, conforme las manos exploraban la textura de la máscara. Desde luego conocía de sobra la prenda: cada quince días la portaba para enfrentar a sus rivales de turno en la arena, pero ahora era diferente: por primera vez sentía que de verdad estaba conociendo su careta. No… era más que eso: Ahora era uno mismo con la máscara.
Abrió los ojos y vio frente a su rostro la efigie del felino estilizada; pero también se vio a sí mismo. Su alma, a la par que su cuerpo, se hizo una con la prenda, cuando al fin la posó sobre su rostro. Nunca se había sentido tan cómodo con ella, y a la vez, tan completo. Sentía la tensión de sus músculos a punto de explotar con violencia, la sangre corriendo por todas y cada una de sus venas, una energía intoxicante invadiéndolo por completo. Ahora era un felino de verdad, con el cuerpo y la inteligencia de un hombre.
Salió del cuartito con nuevos bríos, seguro de sí mismo, pero sin precipitarse. Escuchó a uno de los sujetos que habitaban aquella casa acercarse, sin duda extrañado por la demora de su colega. Lince lo esperó con paciencia tras un muro. Al sentir que el sujeto estaba lo suficientemente cerca, Lince atacó sin asomo de duda. Una vez más, sus habilidades le ayudaban a incapacitar a uno de aquellos sujetos que vigilaban el lugar.
Caminó seguro, pero cauteloso a través de un largo y estrecho pasillo. Aquella casa era en realidad grande, de manera que no estaba del todo seguro de dónde debía buscar. Cuidadosamente aplicaba el oído a cuanta puerta se atravesaba en su camino, en busca de cualquier indicio de vida, alguien a quien interrogar, ó mejor aún, la habitación donde tenían a Javier.
Finalmente una señal: en una de las puertas, alcanzó a escuchar risas, una voz femenina, y lo que parecía un sollozo ahogado. Lince giró la perilla de la puerta, asegurándose de que no estuviera cerrada por dentro. Tras confirmar que la puerta no estaba trabada ni cerrada, decidió entrar con el mayor sigilo posible.
-¡Hey…!
Una voz detrás suyo retumbó. Al diablo con el sigilo, aquel sujeto había echado a perder el plan. Y ahora, seguramente tendría a todos los guardias tras de sí. No contaba con mucho tiempo, de manera que hizo lo que su intuición y la premura del momento le indicaron: se aventó con todo dentro de la habitación, sin importarle quien ó quienes estuvieran en el interior.
La escena que siguió era estremecedora: al fondo de la habitación, resguardándose de la abrupta entrada del luchador, una joven mujer gritaba. En medio del cuarto se encontraba Javier, atado y amordazado, con marcas de maltrato en ambos brazos. Frente a él, el sujeto que ya antes había tratado de eliminar a Lince empuñaba un enorme y afilado machete: se notaba que el luchador había entrado apenas un momento antes de que el sujeto atravesase la garganta del niño.
Todos se quedaron en sus lugares, como congelados en el tiempo. El sujeto que había entrado junto con Lince rodaba hecho un ovillo, ya inconsciente a causa del fuerte golpe recibido al caer dentro del lugar. Sin pensarlo, Lince se abalanzó sobre el tipo del machete, quien sorprendido, no atinó a reaccionar ante el embate del gladiador. Trenzados en mortal abrazo, rodaron por el suelo, procurando hacerse el mayor daño posible.
Al chocar contra una de las paredes, Lince se lastimó un par de costillas. Su adversario se incorporó rápidamente, pero antes de alcanzar el arma perdida en la refriega, Lince lo derribó tomándolo de los tobillos. El sujeto se golpeó la mandíbula con el suelo al caer, y aunque estaba desorientado, alcanzó a patear al luchador en el rostro, golpe que por fortuna, no dio de lleno su objetivo. Sin embargo, el tipo consiguió suficiente espacio para hacerse una vez más del machete, y retomar la ventaja de aquella escaramuza. Lince se incorporó al mismo tiempo que su rival, y a pesar de saberse en desventaja, no se amedrentó.
El sicario dio un par de tajos que sólo pudieron cortar al aire, gracias a la destreza del enmascarado. Lince se limitaba a esquivar los erráticos tajos de su adversario, a la espera de aquel descuido que pudiese devolverle la ventaja en aquella batalla desigual.
Finalmente, Lince vio el momento ideal para contraatacar: su adversario puso demasiado ímpetu en uno de los golpes, por lo cual perdió el equilibrio, cosa que el encapuchado aprovechó para prenderlo en una llave fulminante al cuello.
El sujeto era bastante fuerte y resistente, por lo cual no fue fácil para Lince el dominarlo. Pese a todo, el luchador consiguió someter a su adversario, cortándole el oxígeno el tiempo suficiente para que perdiera la consciencia. Una vez que el sicario se encontró fuera de combate, Lince tomó su arma para desatar al pequeño, desentendiéndose de la mujer que, a su espalda, empuñaba discretamente un revólver guardado en un cajón.
-Se acabó –dijo la mujer al sorprendido gladiador- deje al niño, váyase y olvide que todo esto pasó. Ó mátelo, y le tocará parte del botín que reclamaré con su deceso. Y me tendrá a mí, si le apetece…
-Eres la esposa de Morán, ¿cierto? –dijo Lince sin voltear a verla, con las manos en alto- ó su viuda, para ser más precisos…
-Muy listo –dijo la mujer sin dejar de apuntar- incluso para un simple luchador. Ahora, mate a ese mocoso ó lárguese. Le doy diez segundos para que decida…
Lince se volteó muy despacio, sin soltar el arma que le había arrebatado al sicario, pero con las manos en alto. Se encontró frente a frente con la mujer: era bellísima, y muy joven. Rubia, de unos ojos azules que podían aturdir al más ecuánime de los hombres. No le sorprendía que Morán hubiera caído en sus garras; aunque también era cierto que esa mujer carecía de la calidez natural que Lince recordaba en Mariana. Casi sin pensar, el luchador encaró a la mujer:
-¿Por qué? Estaba casada con Morán; y conociéndolo, dudo que la privara de cualquier capricho…
La mujer soltó una carcajada dura, metálica, antes de responder.
-¡Tiene razón! Morán era un idiota… un idiota muy celoso. Por eso, cuando descubrió que yo tenía un amante, amenazó con dejarme.
Pero eso no era lo peor: por si fuera poco tener que soportarlo diario, además tenía que compartir su billetera con la mugrosa esa, y con el mocoso. Por eso lo mandé eliminar antes de que pudiera cambiar a los beneficiarios de su seguro. Yo ya sabía que todos los viernes iba con la gata esa, el “sancho”, y el mugroso este a sus dichosas luchas, así que arreglé todo para que los “asaltaran”, y poder cobrar mi parte del seguro de mi “amado esposo”. Pero todo se complicó cuando el escuincle se nos escapó…
-¿Y por qué no se limitó a matarlo, una vez que lo tuvo en su poder…? –preguntó Lince, tratando de ganar tiempo, pero al mismo tiempo, embelesado con la belleza de la joven. Ella estalló en carcajadas una vez más, sin dejar de apuntar.
-¡Este mocoso ha sido la causa de mi infelicidad…! Si se hubiera muerto esa noche, no habría tenido tantos problemas… -los ojos de la mujer brillaron de manera siniestra, mientras se acercaba pistola en mano, al gladiador, apuntándole a cada momento- pero, reconozco que es una suerte tener la oportunidad de torturarlo y ver que lo matan como a un animal… ¡Ahora mátalo ó vete…!
Lince esbozó una sonrisa avariciosa al empuñar el machete. Miraba con lujuria a aquella hermosa mujer. Un brillo cómplice refulgió en sus ojos. A sus espaldas, Javier miraba aterrado la escena.
La mano de Lince rasguño el aire en un único destello metálico. La sangre brotó, al tiempo que la hoja de aquel instrumento de muerte se hundía en la delicada piel de aquella víctima indefensa. Lince sonreía bajo su máscara, cebándose en el dolor de aquel cuerpo indefenso. Todo el dolor, la incertidumbre, el miedo que había vivido desde la noche anterior, después de bajar del ring, vieron una torcida recompensa en aquel acto de barbarie que acababa de realizar. Una risa femenina estalló en el interior de aquella elegante casona antigua, convertida en un anfiteatro plagado de dolor y muerte.
La viuda de Morán reía histérica en medio de aquel charco de sangre. De su propia sangre: Lince había levantado la mortal hoja en contra del niño indefenso, que simplemente cerró los ojos ante lo que parecía su inminente destino. Sin embargo, el gladiador había cambiado la trayectoria del mortal golpe al último momento: con un rápido movimiento, cortó de un solo tajo la mano femenina que empuñaba el revólver. Javier se había desmayado del susto, cosa que Lince agradeció, pues no necesitaba ver aquella escena dantesca. La viuda permanecía arrodillada, en el charco de sangre, riendo histéricamente, seguramente presa de la locura de ver sus planes frustrados, estando tan cerca de ganar al final. Lince tiró con desprecio el arma que lo había salvado, tomó a Javier en sus brazos, y salió de aquella mansión con paso lento, pero decidido.
La policía llegaría algunas horas después, tras recibir una llamada anónima que denunciaba desórdenes en una antigua casona. Los gendarmes encontrarían a varios hombres inconscientes en las habitaciones de la casa, la mayoría con huesos rotos, y a la dueña de la casa, recostada en un charco de sangre, a un palmo de su propia mano cercenada, agotada y con estertores de risas combinadas con llanto. La nota roja daría cuenta, al día siguiente, de los extraños sucesos, los cuales jamás fueron aclarados del todo, toda vez que la célebre viuda de Morán iría a dar con sus huesos al Asilo Fray Bernardino, presa de lo que los psiquiatras de la delegación llamaron eufemísticamente, un “ataque de nervios”. En lo que se refería a los sujetos lesionados en el interior de la casona, estos no fueron capaces de dar cuenta de lo que había sucedido, pues en su mayoría habían sido fulminados por un atacante desconocido; en tanto que el que parecía ser el líder de aquella pandilla, simplemente era un tipo demasiado duro, que se negó terminantemente a hacer declaración alguna. En su infinita sabiduría y eficiencia, la procuraduría dedujo que todo aquello no era sino resultado de un fallido intento de secuestro; que los sujetos no eran otros que los miembros de una peligrosa banda de secuestradores a los que nadie había podido echar el guante, y la viuda, una víctima indefensa y mutilada de aquellas hienas humanas. En un abrir y cerrar de ojos se procedió a fincar responsabilidades, honrar a los valerosos miembros del H. Cuerpo de Policía, a dar el espaldarazo a los mando altos y medios, y tomarse la foto que luciría desde entonces, hasta la siguiente época de elecciones.
En una modesta vivienda, un hombre se despoja de la capucha que cada viernes cubre su rostro de miradas profanas. La prenda que lo convirtió en un hombre decidido, cuando más lo necesitó.
Mario Domínguez, alias Lince, mira al espejo y la máscara alternativamente: ¿De verdad fue la máscara la que lo transformó en ese hombre formidable? A final de cuentas, los músculos, los brazos, la sangre que fluye por sus venas, es la misma con ó sin careta. Domínguez se regala a sí mismo una sonrisa y sale del baño.
En la pequeña estancia de su vivienda, Javier duerme apaciblemente. Despierta, después del agotador día que viviera veinticuatro horas atrás. Domínguez pasa una enorme mano por su cabeza, cariñosamente.
-¿Ya se acabó todo, señor Lince…?
-Todo acabó, hijo. Descansa, porque mañana hay que empezar a buscarte una escuela…
-¿Me voy a quedar a vivir con usted…? –pregunta el pequeño con una emoción atenuada por el agotamiento.
-Ya veremos –responde Domínguez con una sonrisa bondadosa en el rostro- ahora duérmete.
Javier obedece sin ofrecer la menor resistencia. Domínguez saca una foto amarillenta de un viejo cajón: Mariana, Miguel Morán y él, sonríen a la cámara, con una fuente de fondo. En silencio, le pide a sus amigos la fuerza para llevar a cabo la tarea que ellos ya no podrán llevar a cabo con Javier. Guarda la fotografía en su viejo cajón, sonriente: de alguna manera, sabe que las cosas saldrán bien. Pero si no es así, está seguro de tener la fuerza suficiente para sortear la adversidad. En silencio, piensa que a lo mejor ya va siendo hora de aceptar ese reto de máscaras que Mosco Loco viene pidiéndole desde hace meses…
|