Lo único que guardo de mi madre, son unas cuantas palabras. Con los años se ha borrado parte de su rostro y el tono de su voz. Desapareció de mi vida hace ya más de dos décadas. Era apenas un crío.
Para ese entonces vivía con papá y mamá en los suburbios. En un pequeño inmueble de dos pisos. Ambos trabajaban en la ciudad y se turnaban con las labores como ir a buscarme a la escuela.
Desde mi habitación podía ver el patio de mi casa y el de mis amigos, Juan y Pedro, con los que siempre jugaba durante el día. Era viernes y les había dicho que ese fin de semana no podía salir, porque con mamá y papá íbamos a ir de viaje.
La noche antes de partir, él estaba muy raro. Lo recuerdo pasar un par de horas sentado en medio del patio. Fumando un par de cigarros y tomando una lata de cerveza. Nunca le encontré gracia a ese sabor, no por esos consejos infantiles de mamá que si bebo, terminaré siendo como cualquier viejo que pide en la plaza. Nunca los tomé muy en serio. Sino porque una vez a los cinco años, Pedro me desafió a que bebiera y para que no se burlara diciéndome cobarde, tomé un poco. No me gustó.
El día anterior, puntualmente, fue muy extraño. Yo salí de clases temprano, porque era fin de semana largo. Le dije a papá que eso pasaría, pero igual llegó tarde a buscarme al colegio.
Se estacionó, sin apagar el motor. Tenía la música puesta con todo el volumen. Me tocó la bocina para que me acercara. Le pedí que abriera el portamaletas pero insistió en que dejara los bolsos en el asiento de atrás y que me sentara rápidamente a su lado con el cinturón de seguridad.
No recuerdo haberlo visto antes tan acelerado, incluso tartamudeaba. Si eso me pasara a mí, es porque mis nervios no dejan que me concentre en hacer las cosas bien y en parte por tener un poco de miedo. Eso me lo explicó Sergio, mi psiquiatra, un doctor que tuve para tratar lo de mi déficit atencional, que al final, no era una cosa muy lejana a comportarse como todo niño.
Mamá confiaba en él ciegamente, porque decía que es una de las personas que realmente se preocupaban por mí. Estaba de viaje supongo, porque la última sesión días atrás de ese fin de semana, me comentó que comenzaría a tratarme con alguien más.
En fin. Para redondear la historia y no explayarme demasiado, me recetó unas pastillas para esos síntomas. Apenas cinco años y ya tenía algunas rutinas claras. Trayecto colegio a casa, las tareas antes de la televisión y el horario de las pastillas.
La música era insoportable. Sonaba más fuerte en el parlante de atrás, digo porque se sentía cómo un golpe algunas veces.
-¿Qué fue eso? –pregunté, pero no hubo respuesta.
-¿Papá?
Nuevamente un silencio. Pensé que no me escuchaba por el ruido dentro del auto. Volví a preguntar, ahora un poco más fuerte.
-¡Papá!
-¿Ah? Sí hijo, no te preocupes. No es nada –fue cortante para no seguir dando vueltas con el tema.
-¿Cómo estuvo el colegio?
-Aburrido. Nunca pasa nada para esta fecha.
No despegaba la vista del camino. Era cómo conversarle a una pared. De eso se quejaba mamá todo el tiempo.
-¡Papá, no me estás escuchando!
-¿Ah? Que bueno hijo.
No seguí hablándole. No me estaba tomando en cuenta para variar.
No lo entendí y ni lo entiendo aún. Cuando ponía muy fuerte el volumen del televisor, mi papá era el primero en retarme y decir que lo baje. ¿Por qué no era lo mismo con él? Era injusto. Si al menos escuchara buena música.
Una vez que llegamos a la casa, me cambié de ropa y me puse a ver un poco de televisión en la sala de estar. Al entrar papá le pregunté si necesitaba un poco de ayuda pero me dio la negativa.
-Ve tele, sólo queda sacar algunas cosas del auto.
Esto último no me molestó, sino que me alegró porque a esa hora daban Maxterix Z, era sólo otro niño fanático de ese programa. Además, era probable que no tenía con quien jugar en la población, porque Juan iba a ir al campo de su abuelo y Pedro visitaría a su papá que no vivía con él, aprovechando el fin de semana largo.
Al rato apareció con la camisa sucia, sudando y con los ojos rojos.
-¿Te caíste? –le pregunté.
-¿Ah? No. Un pequeño trabajo de jardinería. Me cambió de ropa y enseguida salimos a comer algo.
-¡Mc Roland! Pero primero, termino de ver Maxterix Z –eran mis dos vicios de niñez. La comida grasienta y el pasar horas frente al televisor. ¿Y de quién no?
-Sí, no te preocupes –dijo mientras me sonreía a medias y se fue a bañar.
Mis cumpleaños ahí siempre fueron inolvidables. El de ese año no fue la excepción. Ocurrió un par de mese atrás y el recuerdo revivía con ansiedad cada vez que nombraban Mc Roland. Parecía ser el principio de un fin de semana genial. Tenía pensado contarle a mamá todo lo que hice, cuando llegara del trabajo.
Cuando subí al auto, mi papá ya estaba sentado y estático. Encendió el motor apenas cerré la puerta. Partimos sin apuros, sólo que ahora sin escuchar música. Fue extraña su reacción, porque cuando quise encender la radio, él inmediatamente bramó enojado que lo hiciera con volumen moderado.
-¡Me duele la cabeza! –se excusó.
En esa ocasión no le llevé la contraria, ni hice algún escándalo. No quería darle también excusas, para que no me llevara a Mc Roland. Llegar ahí era suficiente recompensa.
En el camino sonó un celular, seguramente era mamá llamando del trabajo y preguntando a donde iríamos. Mi papá lo observó pero no contestó. Su rostro se tornó de un tono rojizo y volvió a ponerse nervioso. Era ella sin duda.
Papá sospechaba que algo estaba mal y como todo terminaría. Pero más le importaba tragarse las frases y gestos que me sirvieran de pista.
-Vamos a apagar esto. Es muy peligroso distraerse mientras uno maneja –el teléfono no molestó más.
Fue una tarde muy entretenida. Ya en casa, busqué a mamá en su habitación para contarle todo, mientras mi papá revisaba la contestadora. Ella no estaba en ninguna parte. Supuse tendría trabajo aún.
Siempre que eso ocurría, en la madrugada ella se sentaba a los pies de mi cama. Yo fingía estar dormido, pero sabía que se trataba de ella. Me pasaba la mano suavemente por la cara y me cubría con las frazadas, por si estaba desabrigado.
“Carmen ¿Estás enferma?”, “¿Por qué no fuiste a trabajar hoy?” “Te llamó tú sabes quién, mencionó algo de un viaje”, “¡Contesta tu celular!”. Eran algunas frases que escuché cuando me acercaba despacio al living.
-¿Qué pasó con la mamá?
Apagó la contestadora en el acto. Se dio vuelta bruscamente. Su cara era de sorpresa, rabia y espanto. Me era alguien totalmente desconocido.
-¡Nada! –respondió fuerte al tiempo que alzó una mano mientras se acercaba hacia mí. Pero se detuvo casi instantáneamente.
-Mejor te vas a la cama. Ya es tarde –dijo con la voz calmada.
Estaba desconcertado, quería verla, pero me ganó el cansancio y mañana me esperaba un día de paseo, quien sabe dónde.
Algo pasó es seguro, aunque también puede que sólo era mi imaginación. Mejor me fui a dormir.
En la mañana una silueta familiar estaba sentada en mi cama. Desperté para saludarla. No la había visto durante todo el día anterior.
-¡Mamá! –dije, pero me quedé sorprendido al notar que no se trataba de ella, sino de papá. No durmió durante toda la noche.
Tenía la cara aún hinchada como cuando uno llora mucho. Finalmente me miró y dijo.
-Javier, la mamá no va a volver.
Poniéndose apenas de pie, me ordenó que empacara mis cosas y explicó que me llevaría a donde mis abuelos por un tiempo.
Papá nunca se recuperó de lo ocurrido y aunque sus cercanos y yo intentamos levantarle los ánimos. Consejos como “ya conocerás a alguien más” o frases como “Las mujeres son todas unas perras”. Rebotaban en él, sin causar mayor reacción. Uno a uno, fuimos desapareciendo.
Se quedó solo. Hoy, si tengo tiempo, viajo de donde mis abuelos para compartir algunas palabras de vez en cuando.
La última memoria que tengo de esa casa, es cuando ya estaba en el auto, y veía como se alejaba mezclándose con el resto del paisaje.
Nunca más volví ahí, ni me dejaron volver. Tampoco tuve tiempo de despedirme de Juan o de Pedro. No hubo música ni palabras en el trayecto. No fui más a las sesiones con el doctor Sergio y ya ni siquiera me gusta la comida de Mc Roland.
Hice el ejercicio de escribir esta historia centrándome en algunos detalles que antes no había tomado en cuenta. Ruidos al fondo, camisas sucias, llamadas perdidas.
Fue entonces cuando comprendí lo que había pasado. Empecé a temblar. Tenía que tomar las pastillas. Ojo por ojo dicen, es igual a una justicia que es ciega.
Que importa, ya lo decidí. Mañana no habrá quien lo extrañe. |