Se levantó, como de costumbre, a las exactas seis horas ante merídiem. Se dirigió al lavabo. Una vez allí encendió su radio, clavado el dial en Radio Rebelde y, acompañando el cantito, comenzó su sagrado ritual de limpieza bucal. Esa mañana el espejo le tenía reservada una sorpresa: un enorme forúnculo en la frente.
Al principio se desesperó. Lo aguardaba otra ardua jornada: primero el funeral de las víctimas de La Coubre, luego el trabajo pesado, las recorridas, el Banco, el Ministerio. Se fue del baño, se metió de nuevo en la cama. Pensó, aterrado, lo inevitable que le resultaría ser fotografiado esa mañana en el funeral. Intentó no recordar su imagen de unicornio con barba. Albergaba una extraña esperanza de que algún reflejo de la lámpara, una mancha del espejo o ambas lo hubieran hecho equivocar lo que ya había visto. Estuvo a punto de tener un ataque de asma, a pesar del clima favorable, los estados nerviosos lo hacían propender a ello. Intentó, sin éxito, no hacer demasiado ruido para no alarmar a su bella esposa. En su interior rogaba que ella volteara hacia él preguntando si estaba todo bien. De alguna manera lo logró.
—¿Está todo bien?
—Claro, claro —disimuló ineficazmente.
Aleida supo de inmediato que debería tomar cartas en el asunto. Se incorporó, lo miró (todavía su ojo izquierdo pegado) fijamente durante unos segundos: su cara era la de un niño cuando pide por favor no ir a la escuela.
El más temerario de los comandantes, el aclamado guerrillero heroico, inmovilizado por su imagen de adolescente con acné. Ella, expeditiva, le alborotó sus cabellos con un rápido movimiento de sus manos de madre, tomó su boina y la colocó de manera que lo que adornara su frente fuese, en cambio, la estrella roja. Lo palmeó en el hombro y mientras lo abrazaba le susurró al oído: "ahora sí que eres el niño más lindo del mundo". |