Mujer de trapo y papel.
Mi nombre, no lo recuerdo, porque la abuela me encerró y el nombre que dijo que antes tenía era el mismo que el diablo porta, por eso me lo quitaron y soy una criatura sin nombre. Mis tíos los saben, mi nombre, pero no lo mencionan, temerosos de que el “maligno” llegué con su tridente a atravesarlos por el pecho. Por eso no tengo nombre, pero sé quién soy.
Sé que soy quien se comió el cuerpo de la abuela. Recuerdo su sabor, un sabor arcaico, como si su carne fuera más tierra que proteína, parece que se momificaba en vida. Vieja, longeva. Esa es la razón por la cual no debes comer carne de viejo. Yo la comí porque ella me dijo: “No entres al baño cuando tus tías estén en él… ¡Te arrancaré los ojos si las ves!, ¡Es pecado Mortal! No sabía el por qué de esas negativas; anteriormente había visto a Hilda, mi prima, desnuda y solamente éramos diferentes en que yo poseía un apéndice y ella una abertura. No entendía, ¿Acaso las mujeres mayores cambian? ¿Acaso les emerge un apéndice en la ingle como a los hombres?, no lo sé.
Hilda es la única que me habla, la única que me dice: “Primo… hermano”, mientras que los demás me dicen: “Latoso, mugroso, bestia, animal, perro, lacra, aberración, inmundo, sacrílego de la carne, pecador, hijo de Satán, Lucifer, Belcebú, Judas”, todas esas palabras eran inseparables de mí, eso era un hecho.
¿Alguna de esas palabras es mi nombre?, ¿O todas ellas conforman mi nombre?, cada una de la palabras dichas… no puede ser, siempre encuentran nuevos apelativos… mmm… ¿Qué será?
Recuerdo que entré al baño un jueves caluroso, y vi a la abuela. Desnuda, con su piel hecha de papel arrugado y seco. Su cabello albino, sus pechos caídos como costales cargados con pesadas piedras, pezones erosionados, piernas cuarteadas, uñas amarillentas e infectas, pubis albina y sin apéndice. Ella me miró aterrada. Al contrario, yo pensaba: Mi abuela es una muñeca de papel y trapo, y si se moja se estropeará más la piel de papel, entonces ¿por qué lava su cuerpo?, ¿No es dañina el papel al agua?
– ¡Hijo de Satán!, ¡Sal inmediatamente! ¡Sino tus ojos arderán con el fuego del infierno!
Me precipité por la puerta y corrí hasta bajar por completo las escaleras de caracol, pisar fuertemente las lozas de mármol, atravesar una de las puertas laterales y salir al patio, donde mis tíos tomaban el té bajo el cobijo de un árbol. El sol me cegó. Vi manchas y después sentí la mano huesuda de mi abuela. Viré para verla, cargaba su bastó viejo y negro y con varios zarpazos me hizo caer. La carne se mallugó y la sangre carmesí brotó. Sangre y no lágrimas, nunca lágrimas, ¿por qué no tengo lágrimas?, e intentado llorar antes… no puedo, quizá es un acto mágico ajeno a mí. He visto llorar a Hilda, cuando le pegan por juntarse mucho rato conmigo y le dicen: “No debes estar con él… lo sabes” y le dan nalgadas, a mí no me dan nalgadas, me pegan con cosas, ya sea el bastón, ya sean zapatos, ya sean sartenes, ya sean libros, ya sean vasos, ya sean platos… y nunca con la palma de la mano… ¿Temen tocar mi carne?, ¿Mi carne tendrá algo malo?, no lo creo… yo la lavo todos los días, cepillo mi cabello cada mañana… no lo entiendo, es incomprensible.
Después me hacen entrar en la sala. Todos están presentes. Miran de soslayo como el bastó baja y muele mi carne; al visualizarme me puedo ver con una mueca de dolor, no esperen, no es así, una vez vi mi rostro reflejado en el espejo, no hago muecas cuando me dan tunda. Mmm, que raro.
Hilda ve horrorizada desde el umbral, temerosa de entrar.
La abuela centellea a todos con la mirada.
– ¡Es un engendro, su padre es también su abuelo!, ¡Abominación!
Me golpean. Los golpes hacen eco. Mi cuerpo suena como un tambor mal hecho.
Llaman a la niñera, la reprenden.
– ¡El niño entró al baño privado! –vocifera la abuela.
Ana, la niñera baja la cabeza y acepta la reprimenda en silencio.
Ana me toma de la muñeca y andamos, juntos. Subimos las escaleras, atravesamos pasillos y llegamos a la habitación más lejana de la casa. Se abre la puerta y entró. Veo las paredes conocidas, vistas todas las noches, ahora no tenían sombras alargadas como manos de fantasmas.
La cama bien hecha, algunos libros sobre la mesita y en el centro de la habitación un tapete ovalado.
Ana se acerca.
–No te preocupes, mi niño, todos en esta casa son unas bestias, ¡Ya verán cuando llegué la policía!
Ana sale. Pasos en el pasillo. Pasos que se pierden… poc, poc, poc, seguido de una pausa, el zapateo se detiene, luego se reanuda. Poc, poc…
–Acuéstate sobre el tapete –me dice la voz que vive en mi cabeza, yo obvedesco.
Lejos, la música. Reconozco aquella canción: El bolero de Rabel… siempre que la escucho sueño con soldaditos caminando en inmensa llanuras.
–Abuelo.
El abuelo murió y mi madre se fue, no sé a dónde. Tengo vagos recuerdos. El abuelo besando en la boca a mamá. Creo que era porque mi madre era su preferida, ella era hermosa, su piel parecía leche y su cabello era igual a la noche. Mi madre… ¿dónde estás?, se ha ido –dice la voz de mi cabeza – se ha ido y no volverá, mmm, no, no estés triste.
Obedezco y no me siento triste.
La tarde llega y se va… se fue. Noche, hermosa noche. Amo la noche y sus sombras.
Salgo a hurtadillas de la habitación.
Ecos, ecos, pisadas, pisadas y ecos, se confunden.
Las luces están apagadas.
Avanzó. Lentamente.
Llegó a la puerta de la habitación de la abuela. Escucho su llanto (ella llora siempre por las noches), entonces se agita algo… parece que algo cae, algo colapsa en el suelo.
Abro la puerta. La abuela tendida en el suelo. La mujer de trapo y papel me ve sin verme, tiene ojos como sombras frías… sus ojos se parecen a los míos. Ojos muertos.
–Abuela.
Me hincó. Toco su cuerpo, aún tibio, “Abuela, despierta, aún no has terminado de llorar, mira que tan hinchados tienes los ojos”.
–Eres como una marioneta –digo alegremente.
Tomo su brazo y lo muevo.
– ¡Una marioneta! –digo contento.
La alegría invade mi pecho, el hueco permanente se llena, tan lleno de felicidad. Alegremente busco hilos en la habitación (puesto que la abuela suele tejer); los encuentro en un cajón. Ató las manos y los pies, el cuelo y los dedos de las manos. Para que parezca viva, atravieso sus párpados con las agujas y paso por los huecos hilos, ya… ya, parece que los tiene abiertos. La abuela no pesa, y la coloco frente al espejo, sentada.
Mujer de trapo y papel.
Levo el hilo atado a la muñeca derecha, ¡Sí, se mueve, se mueve!, que lindo… mujer de trato y papel.
Juego con ella, que divertido, mi voluntad mueve sus brazos.
–Falta algo.
Busco entre la gaveta. Encuentro unos ganchos para costura. Los utilizo para jalar las mejillas, así parece que está sonriendo, ¡Mira que rosas son las encías!
Juego.
Muevo su cuerpo.
¡Que alegría tan grande invade mi corazón!
Pum… pum… pum… pum… hace mi corazón, saltando de alegría.
Juego, largas horas juego sin que la alegría merme. Aumenta, ¡Aumenta alegría!
Después el amanecer asoma por la ventana.
¿A qué sabe la carne de una mujer de trapo y papel?, entonces tomo los ganchos y arranco un poco, mmm, sabe extraño, como a cerdo salado, a tierra… ¡No!, sabe a sal, a arena. Arranco más trozos, esta vez de los muslos… piel de papel, que extraño, la piel se deshace en si saliva, se hace como una hoja húmeda… mmm… pruebo entonces el cuello… sabe amargo, muy amargo… pruebo el hígado, rojo, marrón… ¡Es muy rico!, pruben carne de hígado de mujer de trato y papel, la mejor carne de todas.
Pasan algunas horas.
Gente, gente hablando. Reconozco la voz de mis tíos. Alguien quiere abrir la puerta, y la voz de mi cabeza dice: “¡Qué no entren esos bastados!”
– ¡Mamá! –gritan, gritan, gritan… tan. Tan. Tan.
Tan. Golpes en la puerta.
La puerta cede, me ven, se horrorizan… ven a la mujer de trapo y papel y temen, ¿por qué gritan tanto?
–¡El demonio!
–¡Ricardo, niño, que has hecho!... ¡Se la ha comido, Dios Santo!
Y yo contesto:
–Jugar con la mujer de trapo y papel.
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