Amar a una mujer, ¿es para pregonarlo a los cuatro rincones o es un sentimiento que debe guardarse en lo más profundo del alma?
Eso se preguntaba Heinrich aquella madrugada, una más de desvelos y sueños intranquilos. La amaba, claro que la amaba, no podía sacársela de la cabeza y hubiera entregado la mitad de lo que le quedaba de existencia por un beso suyo.
Ella era una doctora recién egresada que llegó al consultorio junto a cinco nuevos practicantes, y de inmediato se destacó por su enorme simpatía, su risa fácil y también por su gran profesionalismo. Por lo menos para Heinrich, un humilde empleado del consultorio, colocó en dicho orden las cualidades de ella, en circunstancias que para los pacientes la cosa se priorizaba al revés.
Aniuska no era, en el sentido estético más tradicional, una mujer bella. Su cuerpo delgadísimo, le quitaba años a su fisonomía, pero a lo lejos se veía un tanto desmedrada. Aún así, poseía una sonrisa que borraba cualquier carencia suya y las golondrinas juguetonas que adornaban su carácter, la investían como la más delicada y graciosa de las mujeres.
Uno de los talentos de Heinrich, la escritura, coincidía con el gusto acendrado de ella por este arte. Él redactaba los discursos de bienvenida a los que llegaban, y las despedidas a los que emigraban, era el dramaturgo y también el periodista que informaba de cuanto evento ocurría en el consultorio. Fue así como llegaron a conocerse el uno al otro, él, poniendo su alma en todo lo que escribía, ella, admirando su gran talento y transformándose en su lectora más fiel. Ambos amaban el teatro y fue ella la que lo invitó a presenciar una obra. Él, la retribuyó con otro convite, pero nunca, nunca, él se atrevió a declararle su amor y sólo aguardaba el instante en que sus labios se posarían en la mejilla de ella en el instante de la despedida, emulando la presea de bronce de algún certamen olímpico. El oro, sólo navegaba en su imaginación, ya que todo indicaba que éste era un amor imposible.
En las noches, el hombre sólo deseaba que amaneciera, para que se iniciara luego la jornada y ella apareciera sonriente para saludarlo. El caso era que Aniuska siempre se le acercaba y eso le permitía soñar al pobre de Heinrich. –“Acaso cualquier día ella me manifieste su amor, yo me abalanzaré sobre ella y…¡oh Dios! Que fascinante sería que sucediese eso. Pero ello no ocurría.
Utilizando métodos bastante indirectos, una noche él salió a la calle y se propuso dibujar un frondoso álamo para obsequiárselo a su secreta amada. Su corazón latía con impulsos inusuales y en su mente sólo se repetía el nombre de ella. Mientras bosquejaba y luego definía los trazos, sentía un temblorcillo agradable en su cuerpo, atribuido al estado de exaltación en que se encontraba. ¡La amo, la amo, la amo, álamo, álamo, la amo! Quizás ella descubra el mensaje, es astuta, sí lo hará.
Al día siguiente, ella recibió dicho regalo y sólo sonrió, no manifestando nada que pudiera indicar que había descubierto el casi obvio mensaje.
Él había terminado hacía poco una relación con una asistente de enfermera, la cual no dejó huellas en su alma. Pero, ella permanecía en el establecimiento y contemplaba de mala manera el acercamiento entre su ex y la advenediza doctora. Incluso, a la hora de almuerzo, se sentaba a propósito en la mesa en que comían Heinrich y Aniuska, con el sólo objeto de contrariarlos a ambos. Una frase de su secreta amada, le dio esperanzas a su ardiente corazón: -“Ella acude para ser aguafiestas, para encararnos y decirme que tú fuiste suyo.” Es decir, ahora, ¿soy yo de ella, de mi amor, de mi cielo? Y continuaba Heinrich levantando castillos en la incerteza y contentándose con aquellas migajas. Pero, en sus conversaciones, sólo hablaban de arte, de teatro y de las mil y una trivialidades de las cuales está compuesto el día.
Una noche en que acudieron a la casa de otra compañera, que era amiga de ambos, apareció una botella de buen vino, apagaron las luces y encendieron una vela. Ambiente propicio para la confidencia. Pero, mientras más degustaba el muchacho aquel licor embriagante, más atento estaba a lo que ocurría allí, ¿sería esa la noche? ¿Se confesarían ambos su amor?
Aniuska comenzó a alabarlo, a manifestar su profunda admiración por sus escritos, en los cuales se advertían trazos de genialidad, a destacar sus valores y el desinterés que él mostraba por las cosas terrenales. Eran demasiadas palabras laudatorias, ¿se ocultarían detrás de ellas un amor inconmensurable, el deseo de comenzar algo que ya parecía estar en latencia?
Después de varias copas, bien entrada la madrugada, la amiga dijo: -“Bueno, estamos acá para descubrir nuestro rostro de máscaras superfluas. Por lo tanto, el que tenga que decir algo, que hable ahora o calle para siempre.”
¿Estaban ellas en concomitancia para lograr arrancarme esa verdad que era tironeada dentro de mí por mis barreras morales, por mis propios prejuicios, por mi absoluto miedo a una desnudez avasalladora que podría destruirme o elevarme a la gloria? Así se preguntaba Heinrich, desvelado y con la sensación que la oportunidad de gritar su amor se había diluido para siempre.
Todo ocurrió de pronto dentro de su ser. Ya no acudiría más a sus citas con ella, no quería continuar alimentando una quimera. Por lo tanto, ya no escribió esas cartas encendidas de nobleza, plagadas de metáforas, vanas y estériles como la cuerda rota de un reloj. Un día cualquiera, apareció una jovenzuela voluptuosa que le sonrió. Ella sólo contaba con su hermosura, pero su alma estaba adornada con simplezas. Aún así, fue su antídoto para sacudirse el veneno de ese amor que nunca se manifestó. Entabló pues, una relación con Marguerite, la bella y abandonó para siempre a su amor imposible.
Mucho después, una hermana suya le contó que la doctora aquella había atendido a sus hijos en un consultorio particular. Le contó, además, que se había casado con un doctor y que ahora tenía un par de lindos hijos. Además, había preguntado por él, enviándole saludos cariñosos. Una especie de nostalgia, sentimiento estéril que acompaña a los amores frustrados, empañó su corazón. Aún le dolía esa herida, no cabía la menor duda…
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