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Atravesando el suelo fluye el cuerpo del monstruo como un arroyo mágico, hipnótico como el fuego, a esa altura de la noche donde el silencio es sagrado. El desliz del cuerpo encanta y por instinto el propio cuerpo de Abel queda inmóvil, como lo haría una presa indefensa. El serpentario es de vidrio y el suelo de tierra, como una pecera de agua seca y crudo aire tibio. Los arbustos dispuestos para ellas son de troncos gruesos y ricas hojas claras; tragan carne limpia, deambulan a su lado, prefieren el perfume de la sangre. Abel está solo y le encomendaron aún más especies, cuenta con mejores guantes, lentes protectores y un delantal blanco. La extracción de veneno: ordeña un fluido denso de las bocas, la saliva debe conservarse en tubos helados. Los ácidos cantan un hervor cándido asemejado a la soda, se imaginó caído luego de beberlo, desvanecido y caprichoso. Deformidad de un adonis soberbio, aberración. Reprimió lo absurdo de ese cuadro agitando la cabeza.
Dispusieron para él a una ayuda y esa noche Clara llegó a asistirlo. La adiestró en la tarea de alimentarlas, conservarlas a temperatura adecuada. Las venenosas tienen la cabeza triangular a diferencia de las inofensivas, de forma ovalada. Poseen cavidades diminutas entre el ojo y la fosa nasal de cada lado, son órganos termo-receptores. La piel de la boa suda una resina densa, una mamba verde se oculta entre el arbusto y se confunde exactamente con el verde de las hojas, la coral intenta ser divina cuando danza un ritual en silencio. La cascabel enamora cuando mira, hipnotiza la vibra de la lengua; un secreto macabro se agudiza y lo penetra. No demoró en amarla sin darse cuenta, no tolera los momentos fuera del serpentario, alejado de Clara. La concibe sólo para él así, cabello negro y labios sueltos, delgada, ropa interior diminuta y celeste, oliendo a sangre tibia. Se reprime drásticamente una imagen de Clara bajando por su vientre, abriendo la boca y llevándoselo hasta la garganta.
Un látigo oliva o marrón oscuro, obsceno tilde sobre la piel. Fruto del cansancio, Abel no ve la taipan interpuesta entre sus pies. Juzgó merecer el tiro infalible del ofidio, cayó en cuestión de minutos. Sobre el suelo el duelo de Clara la llevó a acercársele. Solo Abel, sobre la tierra, decolora el rostro y pronto endurece un verdor hinchado. Ella gime inesperadamente mientras abre la boca. Hunde los dientes en la mejilla muerta y succiona cerrando los ojos. Flemática escupe. Un torrente ligero surca morado la piel del rostro. Como lágrimas de ardor brotan de ella por entre los ojos cerrados y un manantial de saliva se mezcla con la sangre tiesa. Muy abiertos los ojos de él cuando irrumpe un latido primero y retumba el golpe en el pecho, súbito despierta. La toma del cuello fuerte para mantener abiertas del todo las fauces frías, los ojos vítreos, sin expresión alguna. No alcanza a ver la lengua porque está pegada al paladar. Contempla con vigor los ojos del animal y advierte en realidad la presencia de Clara atenazada por él, pujando y despidiendo una baba lúcida y roja, un brebaje insolente. Es ella y no la taipan, sin embargo hay veneno corriéndole.
La cobra hiende la tensión del serpentario dócilmente, moviéndose a través de una ruta trazada al azar por su paso viscoso. Abel observa cómo clava sus ojos en un rumbo fortuito y a la vez preciso. Luego acondiciona el arbusto y alista las raciones de alimento. El reptil ataca tan veloz como una luz, ensimismado en su existencia fría enlaza la muerte y la vida tan solo con su forma de andar incomprensible. Los antebrazos le han quedado descubiertos, atento se concentra arrodillado ante su majestad de hiel helada. A través de sus lentes protectores la serpiente se ve más precisa; existe un ahogo entre ambas miradas, un túnel de angustia en secreto. Abel comete el error de tomar bruscamente comida de un recipiente. Advierte seguidamente cómo se hunden los dientes del animal en su piel, al instante de efectuado el movimiento. Otra vez. Los dientes se enderezan y al abrir la boca las glándulas ponzoñosas se oprimen y el veneno sale al exterior. Hasta cree sentir el fluido del tóxico, lo asalta el pensamiento rancio sobre un pavoroso diablo eyaculándole. Mareado tambalea hasta la silla donde descansa y se dispone a morir. El velo blanco del deceso comienza a disiparse de su vista, las formas del ambiente vuelven a tomar forma; la escena se recompone. Tiene fuerza como para erguir la cabeza y presiona sus párpados, el perfil la cobra se desplaza hacia un costado del cuarto. No comprende cómo es posible. Abel no sabe de qué modo es inmune al veneno residente. Se le acerca y la toma de ambas sienes como para mantener sus atroces fauces abiertas, sus dientes benditamente blancos.
Cree escuchar una multiplicidad de voces intentando ensuciarlo, un viento irreal hediendo a lluvia le eriza la piel. Incrementa la temperatura del ambiente, siente frío y un nudo en el estómago. El agua del vaso le enturbia la garganta y lo comprime hasta fruncir el ceño, hiede a secreción fea en el nido. Se teje un hilado fino sobre las pupilas de Abel, un velo acuoso lo marchita. La piel caliente de la frente, tal vez un paño mojado lo ayude; enmudece el pensamiento. Envuelta en un tronco del arbusto, la anaconda es fiel al silencio. Confecciona una efigie sinuosa y dura, estática, apunta la mirada hacia Abel. Vibra electrizada la lengua, es frío el grosor de su cuerpo envuelto en sudor. Él la mira como si viese un templo. El serpentario mantiene el aire febril, la anaconda se somete a una luz constrictora. Abel adormecido descansa sentado cuando la enorme víbora, inexplicablemente lo tumba y lo comprime dentro de un abrazo certero. Aniquila a Abel mediante la asfixia, enroscándolo cruelmente y no permitiendo la respiración, hasta que muera, o sumergiéndolo en el agua hasta el ahogo si hubiese un lago. Entonces comienzan a quebrarse los huesos. Lo encierra en un espiral de cuero helado; él lo soporta, intenta separar los brazos del cuerpo, el espiral cede y destrona el vigor del animal. Atraviesa el brazo derecho por entre el cerco de la bestia y logra cazar su garganta. La toma del cuello fuerte para mantener abiertas del todo las fauces frías, los ojos vítreos se asemejan a faros elípticos. Recuperada de mal, Clara se reincorpora a su labor de asistente. Se aproxima y le acaricia a Abel la cara, la cicatriz en ella es noble. Ensimismada en un mirar idílico, lo barre hacia sus labios y débilmente inventa una caricia con sus dientes, sobre su mejilla. Contrariado Abel no comprende su inmortalidad, no tolera el terrible peso de ser eterno. Se entiende invulnerable ante la violencia aparente de la muerte, cree haber sido encantado y cautivo de un pueril diablo embelesado. Tiembla, los labios de Clara son fríos. La separa amándola aún y le explica su pesadilla, llora encarecidamente sobre el hombro de Clara. Besarse estremecidos, la tumba sobre el suelo e intenta perder su mano y encontrarla dentro de ella. Oye entonces la piel de Clara tan helada, acerca su rostro al de ella y desnuda sus ojos blancos, sólidos, con una elipse cruenta en lugar de pupilas. Clara es descubierta y se desecha ante él: une fuertemente sus piernas, pega tenazmente sus brazos, excreta un sudor ajeno y flamea una lengua nueva. La pitón se arrastra y envuelve a Abel y esta vez los huesos gritan, cruje irónicamente su cuello. Se trenza una riña inquebrantable y absurda, los ojos del reptil son ojos humanos, cándidos le ofrecen un túnel por dónde huir, profundos calan los huesos de Abel danzando hasta estremecerlo y ahogarlo. El monstruo gime un llanto humano, aún amándolo. Acaso liberó a Abel de la tortura infinita devolviéndolo a la vida.

Texto agregado el 08-10-2010, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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