Existía un vecino con el cual nos hicimos asiduos, porque no había otra cosa mejor que hacer. Era un pillo redomado a sus trece años, la misma edad mía, pero ya está dicho que en mis primeros años y aún mucho después, yo era un inocentón para todos los fines y por ello, me guarecía en un mundo privado, mágico y hermético.
Pero, mi sagaz vecino sabía muy bien como seducirme y siempre acudía a mí con cualquier artimaña o cualquier embeleco. A menudo, era una revista de monitos, tan en boga en aquellos años que antecedieron a la TV. Yo, que era un coleccionista acérrimo de esas historietas, le pagaba el alto precio que pedía por lo que consideraba que era una novedad.
Como sucedió aquella vez en que golpeó la ventana de mi dormitorio, que era el lugar en donde realizábamos las transacciones. Traía entre sus manos algo que –según él- revolucionaría todo lo conocido. Me percaté, haciéndome el desinteresado, que era una revista sin portada y muy ajada. No me pareció para nada relevante, sobre todo, considerando que yo conservaba mis revistas absolutamente pulcras, sin ninguna arruga ni doblez, inmaculadas en su esencia, para ser leídas poco menos que con pinzas.
-¿Qué tiene de interesante esta revista?- le pregunté, presintiendo la estafa. Entonces, él esgrimió, delante de mis ojos, un par de anteojos de cartón con un lente rojo y otro verde, en papel celofán.
-Póntelos- ordenó y yo, receloso, me los acomodé como pude. Entonces colocó delante de mis ojos la ajada revista y así fue como descubrí la tercera dimensión, ya que las imágenes de la historieta parecían salirse de su marco, para deslumbrarme por completo. En rigor, no era nuevo este invento, puesto que ya lo habíamos presenciado en el cine, en donde también nos habían proporcionado las antiparras bicolores.
-¿Cuánto me costará esta maravilla?- le pregunté, abandonando mi actitud de jugador de póker, ya que realmente me había quedado extasiado con la revista. Eso, lo aprovechó mi astuto vecino para sacar partido en la negociación.
-Ofrece tú- me dijo, con una sonrisa ganadora en sus labios.
Puse sobre la mesa, es decir, sobre el marco de la ventana, dos revistas nuevas, una de Roy Rogers y la otra del Gato Félix.
-Muy poco, muy poco, esta revista sola vale lo que quince de las que tienes allí- repuso, atisbando mi sustancioso botín con sus ojillos codiciosos.
Consternado, repasé los anaqueles en los cuales descansaba mi reluciente colección y retiré unas cuantas ediciones. Ya lo había decidido: esa revista tenía que ser mía a como diera lugar. Le extendí el montón, como quien entrega un fajo de billetes. Él, hojeó las historietas con estudiado desinterés y haciendo un gesto de descontento, exclamó: -Aún no es suficiente. Esto no vale ni la mitad de lo que cuesta esta publicación.
Y haciendo amago de retirarse, el muy pillo, me entregó la ruma. Fue el golpe de gracia. Con el dolor de mi corazón, tomé al azar otro montón de mis flamantes revistas y se las extendí con fatal entreguismo.
-Casi casi estamos igualados en el valor –dijo, estudiándome de reojo, con su sagacidad de pillo redomado. Pásame sí otro montón de esas –apuntó hacia adentro con su dedo codicioso- y la revista es tuya.
Sopesaba yo la situación, luego de realizado el trueque. La revista adquirida, parecía haber pasado por un montón de manos, las que la habían transformado en una especie de raído estropajo. Incluso, le faltaba la portada, como ya lo dije, por lo que era una pieza indigna de engrosar mi aséptica colección. En esa situación me encontraba, cuando apareció mi madre. Ella era enemiga de que yo fuese tan adicto a esta lectura tan liviana, pero esta vez, alertada por mi hermana menor –que había presenciado escondida toda la operación- me increpó, furiosa por ser tan incauto y arrebatándome mi no tan flamante adquisición, se dirigió a la casa del malversador muchachuelo.
Regresó, al poco rato, con un enorme bulto de revistas, rescatadas de las garras ambiciosas de éste, al que yo consideraba casi mi amigo. Nunca entendí este gesto de mi progenitora, considerando que con el trueque, mi caudal de revistas había disminuido cuantitativamente. Ahora entiendo que ella sólo hacía justicia a la situación de desmedro a la que había sido yo sometido.
Después de esto, ya no me consideré tan amigo de este rapazuelo y él, de seguro, también debió haberse desencantado de contar con alguien tan poco astuto en su listado de camaradas…
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