A esas horas de la noche, el bar del Cacho estaba casi desierto. El hombre ya sentía sueño, pero trataba de disimularlo frente a ella. Venía sobrellevando casi todo el día su charla, desde el momento en que se topó con ella cuando iba a ingresar-solo-al bar. Desde entonces, la charla.
Al principio, pensó en rechazar la invitación que ella hizo de tomar unas tazas de café juntos. Pero no pudo. Simplemente era demasiado caballero. Y así comenzó. Primero habló ella. Contó los pormenores de su infancia, sus sueños juveniles, su-dentro de todo-bella vida gracias al apoyo de sus padres. Y lo contaba con una emoción que, más que proceder de los recuerdos, venía de la felicidad de tener al fin alguien con quien descargar esas experiencias. El hombre se preguntó por qué le había caído simpático, si la verdad nunca se habían visto (por lo menos antes de ese día, no).
Luego fue el turno de él. Con su característica austeridad, relató sus sueños truncos de músico, sus desamores de facultad, el repudio de sus padres por el amor que sentía por las artes y no por los negocios, como ellos querían. Estas cosas la conmovieron, y le ofreció su mano amiga para lo que necesitase. El hombre le dijo que eso era inútil, pero ella insistió.
-Disculpenmé, pero ya es hora de cerrar-interrumpió Cacho, el dueño del bar. El hombre suspiró aliviado, le dijo que ya se iban y se puso de pie. Ela hizo lo mismo, pero no antes de anotar algo en una servilleta. Salieron a la calle. Casi no había ni un alma, la luna brillaba fuerte.
-Tomá-dijo ella, y le dio la servilleta y un beso en la mejilla. Se separaron, cada uno por su camino.
-Disculpáme, pero somos diferentes-dijo el hombre a la nada, hablando en vos alta, para sí. Rompió la servilleta, y tiró los pedazos al viento; y mientras volvía a su departamento, se preguntó por qué la vida lo rodeaba de gente tan diferente a él. “Eso es peor que la soledad”, pensó.
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