Un repentino chubasco lo tomó desprevenido; debió buscar refugio bajo el antepecho de un alto ventanal cuyas persianas plegadas golpeaban con furia anticipando el vendaval. Densas nubes grises se arremolinaron rápidamente ocultando el mortecino sol de invierno. En contados minutos gruesas gotas golpearían pesadamente contra los vidrios empañados formando cauces irregulares hasta diluirse en la humedad del piso.
Desde el interior de la casa se elevaban apagados acordes de piano.
El refugio resultó insuficiente. Observó de soslayo que la puerta principal de la vivienda estaba abierta de par en par; otro tanto que le sucedía un breve rellano de losas verdes y blancas, al cual accedió con recatada prevención, previo sortear tres escalones de granito.
Otra escalinata de mármol gris conducía al nivel superior cerrado por un cancel muy antiguo, de alas altas, veladas discretamente por cortinillas de hilo trenzado.
Imprevistamente abrieron una de las hojas. Dio media vuelta y se enfrentó, con estupor de asaltante, a una niña de no más de diez o doce años que lo observaba con atención desde sus grandes ojos azabaches, al igual que su piel. Lucía un vestido rosado y lustrosos zapatos de cuero rojo.
- Señor…dice la señora si quiere entrar.
- Bueno…dile a la señora que no me parece pertinente; de hecho soy un desconocido y la tempestad de un momento a otro cesará. Ten a bien darle las gracias de todos modos…
La niña entró y al poco rato asomó nuevamente.
- La señora me recomendó “que” no había cuidado, “que” lo invitara a la gala de piano que reiniciará en contados minutos…”Que” hay varios invitados esperando por usted, “que” la lluvia continuará por un buen rato y “que” de ese modo ocupará su tiempo más entretenido… Me dijo.
- En tal caso haré honor a la invitación.
Accedió a un patio ajedrezado. Una claraboya de grandes dimensiones filtraba la penumbra exterior proporcionando a las pinturas de ilustres ancestros una palidez de luna. Una doncella tallada en cuarzo sostenía una pantalla al lado de una mesita de tres patas sobre la cual descansaban pequeños retratos encerrados en recuadros ovalados.
Un conjunto abigarrado de sillones de living refinadamente tapizados y varios muebles de diferente utilidad, entre los cuales destacaba un cristalero de gran estilo, cerraban el paso hacia la zona posterior de la casona.
Conducido por la niña y eludiendo torpemente una mesa ratona, se introdujo en un cuarto muy amplio desde cuyo techo pendían en diagonal densos tules blancos. Dos arañas de caireles, encendidas a pleno, aportaban una referencia señorial al lujoso ambiente saturado del penetrante perfume de la cera combinada con lavanda. Junto a la ventana iluminada intermitentemente por los relámpagos que se colaban a través de las pesadas cortinas, un piano de cola dominaba un amplio lateral del inmaculado parquet.
Dos filas de sillas eran ocupadas por maniquíes de diverso porte y talla, posicionados de modo tal que sus ojos sin vida no se apartasen de los movimientos de la concertista.
Una anciana de cabello ceniciento, previo cortés reverencia le indicó, con un grácil movimiento de mano, que ocupara alguna de las sillas de la tercera fila.
Bajó la cabeza asiendo con ambas manos su vestido de encajes. Al estilo de las bailarinas de ballet flexionó ambas piernas con elegancia clásica pendulando un collar rutilante. Un enorme gato pardo trepó ágilmente al piano y se echó blandamente.
- Buenas tardes gentil concurrencia: Tras esta breve pausa tendré el agrado de dar continuidad a la velada del día que transcurre ejecutando varios temas de Frederic Chopin. Si ustedes no tienen inconveniente interpretaré el Nocturno número dos en mi bemol mayor y a continuación el número cinco en fa mayor. Agradezco la presencia del nuevo invitado y la vuestra, siempre bienvenida. Muchas gracias…
Sin dar la espalda a la platea fue retrocediendo hasta ocupar su lugar frente al teclado. Con unción cerró los ojos apoyando sus largos dedos con la elástica sobriedad del descenso de una gaviota.
Pensó que se trataba de una jugarreta de la imaginación. Cada vez más nervioso, no cesaba de observar con zozobra la puerta por la que se había introducido.
Uno de los muñecos, vuelto de torso con la mecánica lentitud de una marioneta, le inquirió a boca de jarro, ronca y quedamente como asistido por un ventrílocuo: “Bienvenido al club; es un honor recibirlo y que nos acompañe en esta velada que no tiene un fin previsto. La concertista es nuestra tutora. A partir de un tiempo que no podría precisarle nos congrega desde otra dimensión para demostrarnos que cuando la vida se pierde ya uno debe resignarse a perderlo todo, excepto la música y otros efectos menores. Bajo su hechizo intemporal nuestros ojos no tendrán mañana, nuestra sonrisa se congelará en una mueca como es visible, y todo volverá al principio de la nada, excepto la música. Nos son ajenos el color de los días y la fragancia de las flores pero no crea usted que es una desventaja. No oímos ni palpamos pero abrigamos vibraciones que nos facultan obviar ciertas carencias, transmitir el pensamiento y ejercer el dominio de contados reflejos. Nuestras almas son variaciones cósmicas del ser. Entrar aquí equivale a trasponer un límite inimaginable. El último punto de la frontera de la racionalidad. Por fin usted no se sentirá solo, y descubrirá la insensatez de la inmoralidad, la puerilidad del elogio y la necedad de la diatriba. La claridad de las lámparas, o la violencia de la tromba no modificarán el decurso de los acontecimientos que han de involucrarlo. No se apiade de si mismo ni se resista. El incesante y dilatado universo ya se aparta de usted”.
Presa de pánico el sudor le chorrea por la espalda. Quiere levantarse y huir. Se lo impide la concertista, ahora con los ojos rojos como brasas. En términos amables y persuasivos le explica que en esa casa se suceden fenómenos inexplicables no obstante ineluctables.
- Confío en que el caballero se servirá pasar por alto algunos inconvenientes de momento y nos hará la deferencia de contar con su presencia hasta que la fatalidad altere sus designios…
Cierta fuerza irrefrenable sofoca un grito de espanto, le sujeta los pies al suelo y los brazos a la silla.
Una pequeña araña, suspendida en el aire, apenas haberle rozado la cabeza, (súbitamente enmarañada de canas y desconsoladamente apoyada sobre el pecho), se recoge nuevamente en su tela alarmada por el tamaño de la presa.
La turbonada se aleja con ecos apagados…
El tiempo ha de convertirse en eternidad. Los maniquíes se degradarán, otros les sucederán, otros y otros más…
Un encadenamiento de ensueños pesadillescos o la morbilidad religiosa de sus muñecos le retribuirá a la anciana con la consumación de los siglos.
La niña continuará con el oído atento tras el cortinado del cancel.
Acaso esté escrito…
LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Derechos reservados
Montevideo, octubre de 2010
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