Cuando tenia 10 años, y mi abuela murió, jugaba a imaginar que se había convertido en una estrella, en la estrella que mas brillaba en el cielo. Me pasaba noches y noches hablándole, y en verano, dejaba abierta la ventana de mi habitación, ponía mi almohada a los píes de la cama, y me quedaba dormida mirando su brillo.

Pasaron los años, y llegué a los 14. Fue entonces cuando perdí repentinamente a mi madrina. Pero ya era muy mayor para creer en estrellas que me cuidasen. Aun así, desee que estuviese donde estuviese su alma, fuera cerca de la de mi abuela.

Casi a punto de cumplir los 17, conocí a Jacinta. La primera vez que la vi, sentí que había recuperado a mi abuela. Era la bondad personificada. A ella solo pude disfrutarla tres años. Luego falleció, y entonces vi que había perdido a mi abuela por segunda vez.

Con 21 años, no llegué a poder conocer al que sería mi primer sobrino, porque falleció antes de nacer. Y entonces quise creer en los ángeles, pero ya ni creía en Dios. Solo pude pensar que era demasiado bello para estar entre nosotros, y que seguramente estaría también entre los astros.

Y hoy, con 22 años, a veces me sorprendo a mi misma acariciando las estrellas que llevo tatuadas en la muñeca.
Y vienen a mi mente las tardes hablándole a mi sobrino en el vientre de su madre, diciéndole que él siempre seria la estrella pequeña, para que fuera siempre conmigo.
Y aunque no las tatué por mi abuela, ni por mi madrina, ni por Jacinta, ni tan siquiera por mi sobrino, cada vez que acaricio esas dos estrellas, es como si los acariciara a ellos, porque al igual que ese tatuaje, ellos estarán grabados en mi para toda la vida.