Estaba allí en la soledad del lugar, era la segunda vez que lo visitaba en toda su vida; pero ahora los últimos acontecimientos le habían llevado a visitarlo “por necesidad”. Tenía necesidad de comulgar con Dios, de pedirle perdón por su abandono; pero sobre todo, venía a pedirle un milagro que salvara la vida de su pequeño hijo.
Todo había ocurrido de repente y solo la mano piadosa de Dios en este instante podría ayudarle a que su hijo se salvara de este peligroso trance. Ariel tenía solo nueve años y era su más preciado tesoro; un estudiante ejemplar, un hijo cariñoso y todo un hombrecito que le apoyaba y le colaboraba en su difícil tarea de madre soltera.
Esa mañana ella había ido al mercado a comprar los alimentos para el almuerzo y el niño se quedó jugando en la calle, frente a su casa junto a unos amiguitos, como era común en aquella comunidad, pues era un lugar muy tranquilo, donde todos los vecinos se conocían y cuidaban unos a los otros. Estando en el mercado una de sus vecinas llegó corriendo y gritando su nombre; al encontrarle en uno de los pasillos del lugar, le contó que a Arielito, su hijo, lo había atropellado una motocicleta, que huía de la policía a alta velocidad, lanzándolo por los aires a varios metros de distancia. Al recibir la noticia ella soltó todo lo que tenía en la mano y corrió fuera iniciando una carrera hacia la calle donde vivía, que estaba muy cerca del mercado; al doblar por la esquina, pudo constatar que todos los vecinos estaban fuera de sus casas y algunos autos policiales también estaban allí.
-¿Qué pasó, donde está mi hijo? – Preguntó desesperada al llegar al lugar bastante agitada por la carrera de tres cuadras desde el mercado.
-¡Arielito, Arielito! – gritaba desesperada.
En ese instante uno de los vecinos se le acercó y tomándola por el brazo le contó lo sucedido. Al oír los detalles de la noticia ella sufrió un ataque, perdiendo por un instante el conocimiento y desplomándose en la acera; enseguida entre el vecino que le contaba y otro que estaba cerca, la levantaron y la sentaron en la orilla de la acera. Ya recuperada de nuevo empezó a gritar….¡Arielito, mi hijo dónde estas, dónde estas mi angelito!.... ¿Dios mío que pasó con mi hijo, por favor no te lo lleves……?
Entonces alguien le trajo un baso con agua para que se calmara un poco y le siguieron contando los detalles de aquel violento y lamentable suceso, por lo cual habían decidido transportarlo al hospital infantil, en uno de los autos policiales allí presentes sin esperar a la ambulancia; entonces ella se incorporó de la acera y empezó de nuevo a gritar desesperada.
…Yo quiero ir a donde está mi hijo, por favor que alguien me lleve, quiero ver a mi Arielito….
Al ver la desesperación de la mujer, uno de los oficiales presentes le pidió a un subalterno que la transportara en otro auto patrulla hacia el hospital y así lo hicieron. Al llegar corrió apresuradamente hacia el interior del centro asistencial, al llegar al mostrador de información preguntó por su hijo; allí le informaron de que estaba en el salón de terapia intensiva, donde no podría entrar a verle, pero le explicaron que podría esperar en el corredor, en la parte exterior del salón, a que alguno de los doctores que le atendían saliera y entonces preguntara por su salud.
Sin pensarlo dos veces corrió a tomar el ascensor hasta el tercer piso donde estaba situado el salón. Esperó allí sentada dos angustiosas horas hasta que al fin uno de los médicos, con su bata verde, abrió la puerta saliendo al pasillo, al instante ella se incorporó y se encamino a su encuentro abordándolo y preguntandole.
- ¿Por favor doctor como está mi hijo? - Preguntó angustiada.
- ¿Cuál es su hijo señora? - Le preguntó a su vez el doctor.
- El del accidente de la moto. - Respondió ella.
- ¡OH! ya, acabamos de operarle y no tenemos muy buenas noticias señora. - Dijo el doctor mientras se retiraba el gorrito verde que le cubría su canosa cabellera.
- ¿Pero qué pasa doctor, dígame la verdad, por favor? - Volvió ella a preguntar con un tono de voz resquebrajada por la angustia.
- Mire señora, aunque parezca rudo con usted, me gusta ser objetivo y no acostumbro a fomentar falsas expectativas; su hijo está muy grave, tuvo una fractura de costilla que le perforó un pulmón y el manubrios de la motocicleta le dio muy duro por el costado, desbaratándole el hígado; solo un milagro de Dios pudiera salvarle su vida. Si dentro de un lapso de 12 horas no aparece un donante de hígado, compatible con su hijo, todo habrá acabado, así que prepárese para lo peor y disculpe mi franqueza.
La noticia no podría ser mas devastadora para la sufrida madre; todas las esperanzas que en ella existían se desvanecieron en menos de un minuto, sentía un frío que le recorría todo su ser; por un instante sintió que de nuevo se desvanecía
- Lamento mucho tener que decirle esto señora. - Dijo el doctor también apesadumbrado. - Es solo obra de Dios el que aparezca ese donante, por ahora le recomiendo que se vaya a descansar y que le ore mucho a Dios para que le conceda ese milagro de vida a su hijito.
Un llanto lleno de dolor rompió el silencio de aquel lugar, un desconsuelo total se apoderó de aquella madre, que no esperaba recibir tan cruda noticia; se estaba enfrentando a una realidad muy dura para la cual nunca ninguna madre está previamente preparada. El doctor que todavía permanecía a su lado le extendió un pañuelo, que extrajo de uno de sus bolsillos y cariñosamente la abrazó diciéndole al oído:
- Señora, no pierda la fe; acá cerca del hospital hay una iglesia que siempre tiene las puertas abiertas, vaya y pídale mucho a Dios y a la virgencita, quizás le oigan; lamentablemente ya nosotros no podemos hacer nada más. Su llanto entonces fue mas intenso y desgarrador.
Así pasaron unos minutos, hasta que convencida de que allí no resolvería nada, aquella desconsolada mujer se encaminó hacia la puerta de salida, con el propósito de dirigirse a la iglesia que el doctor le hubo de recomendar cerca del hospital.
Media hora mas tarde, luego de caminar algunas cuadras, bajo el intenso sol veraniego, llegó la desconsolada madre a aquella iglesia. Al llegar a la puerta hubo de reconocer el lugar, muchas veces había pasado frente a ella, pero siempre buscaba una justificación para no entrar; para ella, hasta entonces, Dios no era una prioridad en su vida, había asuntos mas importantes de los cuales ocuparse.
El lugar estaba solitario a aquella hora de la tarde, se adentró en dirección al altar principal con una mezcla de miedo, culpa y dolor, en busca de aquel milagro que era su última esperanza; una vez frente al altar procedió a hincarse en uno de los bancos mas cercanos a este. Allí estaba ahora, recordando todo lo sucedido en las últimas horas. Pasaron las horas y ella se mantenía entre lágrimas y sollozos pidiendole a Dios y a la virgencita, no sabía a ciencias cierta cuanto tiempo había pasado desde su llegada, pero no quería irse todavía, se aferraba a Dios como última esperanza, recurría a su bondad y con mucha fe se encomendaba y le pedía por aquel milagro que le trajera una luz de esperanza, por primera vez en su vida sentía la necesidad de él en su vida.
La tarde iba pasando, la luz del sol se iba apagando sin que ella, concentrada en su plática con Dios, se percatara de ello. Ya eran casi las seis de esa tarde cuando alguien apareció a sus espaldas tocándole por el hombro derecho con suavidad a la vez que le decía:
- Señora, señora, levántese Dios la ha oído, tenemos un hígado listo para el transplante, la primera parte del milagro se le ha concedido. Era aquel doctor que le había recomendado ir a rezar a aquella modesta parroquia, el doctor, que convencido de que la encontraría allí, había ido a buscarle para darle la buena nueva.
Una luz apareció en su rostro, el milagro de Dios estaba hecho; su pequeño hijo ahora podría tener mas esperanzas de recuperarse.
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