Perdido en los siglos de mi propia inocencia buscaba en el silencio la tranquilidad solemne del fuego latente, dolor, temor, temblor. Ahí, agazapado; el demonio se envolvía en sus alas, con una pereza emocional reacia a los suspiros de agonía envueltos en algarabía. En los brazos de sueño la noche se mezcla en ardores de éter, amor profundo y violencia maniática. La carne es presentada en un vértice de sueños; el demonio desconsolado susurra: “Alaba a la noche mi soñada de sombra y niebla, descansa mi sangre de espinas puntiagudas que se clavan en mis profundidades abismales; la sangre llama”. Ahí, postrado sobre una roca me encontraba yo; aquel demonio de alas pardas y vida olvidada, jugueteando entre los rocíos de sangre que cubrían las hojas y bañaban mis manos, tan finas pero tan ásperas; tantas veces han arrebatado la vida inmortal que los gritos sucumbían en su sangre, en sus venas; era como si el fuera un laberinto eterno donde las quimeras deambulaban, donde los hipogrifos merodeaban, donde los unicornios berreaban.
El silencio era eterno, el temor tenía miedo de él, de su mirada infame, de su locura imparable; de sus dulces movimientos llenos de locura e ira. Miedo a callar, miedo a hablar; miedo a cruzar las llanuras que envueltas en sombras pintaba con voces hurtadas, llanos perdidos en la inmensidad de la tierra antigua que súbita traza líneas de sangre sobre su corazón, sobre el lado oscuro de su corazón.
“¡Levántate de tu tumba y atiende al llamado!”; decía en vano, gritaba asqueado de esa soledad en donde planicies encontraba, donde rasgos y matices se perdían en un abismo tan profundo y enigmático como el mismo misterio de su sortilegio. Permanecía callado y vociferando, enmudecido por el silencio maldito y el sonido impío. Ahí, sentado y sereno; el demonio se envolvía en sus alas, aquellas alas que desde hace tanto tiempo no probaban el vuelo, no saciaban esa sed de caricias aéreas; esas alas que arrastraban como capa y se ensuciaban de lodo, de insectos, de peste y destrucción que este dejaba a su paso, esas alas rojas y hermosas, pero olvidadas.
Así me decía a mi reflejo: “Quémate en una hoguera de sangre, vive, ama, incinérate y renace del olvido para ser inmortal”. Finalmente eran solo palabras, nunca actos que se pudieran culminar; en estas vastas tierras donde el duende cosecha no hay una sola sombra donde el demonio se pudiera acurrucar, jamás la había visto y menos, jamás la había sentido.
De día se sentaba en las tumbas, escuchando las suplicas de los olvidados y esperando que alguien o algo escuchará sus susurros; en silencio, llorando en su sueño. Sus palabras siempre rompían el orden de sus emociones: “Veo tu dolor, la fuerza que te atrapa y deseo liberarte”. Mudo y perplejo, se hundió en la espesa bruma que cubrían aquellos monolíticos senderos y suspiró.
El demonio, solo, abandonado por si mismo se encontraba molesto, impaciente, ansioso de algo sin siquiera saber que era; perseguía la vida de estas tierras y a menudo la extinguía. Se divertía bebiendo el néctar de plata que corría en las venas de unicornios así como empalando centauros; se daba asco, se odiaba por demostrar su poder sin razón, sin realmente ninguna otra justificación que la sobriedad de su alma, esa que había enterrado bajo tantas capas de frío, de hierro, de peste. “¡No hay sombras en donde moverme, deambulo en mi soledad, siempre a solas en mi oscuridad!”; gritaba con un vejo de desesperación mientras los gnomos huían a tal estruendo de ira y fervor, y muy escondida; pasión.
Caía la noche violeta; esa noche que tanto amaba, que tanto le daba. Esa noche que se acompañaba de una luna roja; tan roja como la sangre que siempre saboreaba pero que nunca había degustado. Esa sangre que de vida estaba llena, esa sangre que con rareza contaba, esa sangre que como leyenda siempre narraba; esa sangre que corría con furia y con pasión como el río que cruzaba aquellas veredas púrpuras llenas de vida en sombras, sombras que el nunca alcanzaba. Soñaba, se desesperaba de saber de la existencia de aquellos sabores, sabores que había buscado en cada criatura de su mundo para nunca encontrarla.
“Ojalá terminará con mi vida, inmortal sea el dolor que me acompaña tal y como la carne que habito”, decía; mientras sus ojos carmín se clavaban en su reflejo que se perdía en las ondas del río. Entre tinieblas algún sonido lo dejo perplejo, era un sonido que había conocido y curioso había tratado de buscar, pero nunca tuvo éxito en hallar. Un sonido bello, sin forma, un sonido silencioso que lo hipnotizaba; esta vez se acompañaba de una figura, etérea, infinita, vivida como los rezagos de vida con los que abandonaba a sus cazas. Perplejo, guió su vista entre el follaje, entre la maleza de hojas moradas y negra madera. El sonido sucumbió y en paz la espalda dio decepcionado de buscar y como siempre no encontrar.
El preludio del tiempo se hizo presente, eternidades habían pasado, los ojos buscaban, retozaban; se cerraban y parpadeaban a ritmo de los espasmos que los simurghes mostraban al perder la vida a manos de él, del demonio. La soledad se acrecentaba, la indiferencia de su grandeza se volvía más pesada y su mirada de niño que nunca mostraba se perdía, se olvidaba, se enterraba.
La segunda luna roja llego, carmesí y encendida como hoguera, como si ese fuego latente hubiera sido alimentado no solo de carne y de sangre; pero de vida, cubierto de sombras que la obligaban a arder con más fuerza, con demencia. Entre el súbito momento en el que la noche se cubría de violeta grito: “¡Mas sin embargo alguna vez descifres cómo es que te sientes!”, su grito estremeció los bosques, las veredas; atemorizo a sus habitantes y un silencio que lastimaba los oídos reinó.
El silencio fue violado con violencia y una voz dijo: “Te he visto tantas noches vagando, siguiendo un aroma que se pierde en las planicies; tu rostro esta clavado en mi mente y en mi carne”
“¿¡Quién ha dicho eso!?”, dijo él.
La voz con notable paz expresó: “Aquella que te mira, aquella que te observa, aquella que te desea y te planea desde las sombras, desde la bruma; aquella que tiene su fantasma en la niebla vigilándote, encontrándote, y tu; buscándome”.
Impávido y temeroso guardo silencio, respiro y volvió a suspirar como cuando hizo sobre las tumbas; pero esta vez su semblante cambió. Se encontraba sorprendido y una mueca parecida a una sonrisa escapaba de sus labios…Sus ojos carmesí brillaban; irradiaban vida. Esta vez no era ira, esta vez no era lujuria de sangre; era algo más.
Con voz temblorosa se dirigió a aquella nebulosa voz que entre lo escarpado de los árboles escapaba: “Belleza fantasmal en piel de seda, la pasarela de mármol rodeada de cenizas de muerte, tus palabras me llenan de temor, de emoción”.
Un toque de dulzura perversa inundó su voz y esta replicó: “¿Cuanto he esperado para unirme a ti, cuantas veces he rogado que me veas?; mis ojos se inquietan con solo trazarte con el tacto que te dan”.
“No te escondas más”; suplicó, “dale forma a la silueta que con voz me llena”.
Un hada salió de la oscuridad, diamantes esmeraldas flotaban en sus ojos de sombra; un halo de lluvia perforada la rodeaba. Era la que vagaba los cielos de la noche, piel de luz desnuda y marcas de muerte sobre su piel. Así fue como de entre las tinieblas se presentó; era algo que jamás había visto en su inmortal penitencia. Algo hermoso, lleno de vida, dulzura y de luz que era oscuridad; esas sombras que él anhelaba, esas sombras que tanto deseaba; mas sin embargo, no fue su apariencia lo que más lo penetraba, era esa curiosa mirada que lo atravesaba y esas alas que la envolvían, diferentes a las suyas, pero como una túnica que arrastra, siempre envolviendo, protegiendo.
Lentamente ella se acerco y sobre la punta de sus pies se aproximo a su odio y en secreto le confesó: “Veo tu dolor, se que la belleza y la muerte están tan cerca; amenazas la tela de mis sueños cada noche; ¿alguna vez me verás?, aquí estoy”
Perplejo, petrificado y silenciado por esas palabras que lo traspasaban como dagas llenas de placer; temblaba, lloraba, suspiraba; sentía que algo desde adentro lo irradiaba, lo consumía y lo llenaba. Sintió algo invadir su cuerpo, ya no era huésped del mismo, era dueño de su decadencia, de su alma, de su vida y de él. A pesar de todo esto seguía congelado, olvidándose del tiempo y mirándola entre esas lágrimas que bañaban sus ojos carmesí. Tiritaba, temía y solo sucedió. El hada le tiro los brazos encima y lo rodeo como si lo estuviera aprisionando, respiro sobre sus labios y lo besó. La sangre hervía, la violencia se hacía amiga, las tierras temblaban y los cielos morían y renacían. Y ellos, solo se envolvían; las alas estaban extendidas, las venas de las mismas estaban vivas. Esas hermosas alas de demonio ahora dilatadas cubrían el cuerpo etéreo del hada, esa hada que expandía sus alas, alcanzaba con ellas su alma y lo atravesaban. Las alas se tocaban y se veían rodeados de un fuego fatuo, un fuego inmortal que nacía de sus almas, de sus vidas, de sus vísceras y de sus suplicas que en un momento los fundía.
Quemándose en una hoguera de sangre el le dijo al oído: “Después de que todas las imágenes de dolor han marcado tu piel y han dibujado sobre tu lienzo, besaré toda cicatriz y lloraré que no estas sola, te llevaré siempre en una espalda rota con alas eximias de dulces tinieblas porque he estado ahí, donde sale el sol y quema, te cubro con mi oscuridad; nos moveremos entre sombras”
Ella contestó: “Toma mi mano, somos invencibles, vida y muerte nos unen; somos indivisibles, somos indestructibles. Esta noche entenderás que bajo mis alas siempre estarás”
El contestó: “Siempre, con la vida inmortal, con el amor de fuego, contigo…siempre…”
En una agonía infinita; afable para ellos, ella lo miro y le enterró su voz en el alma: “Sin ti la vida no tiene valor; el mundo mortal es un lugar tan pequeño junto a tu universo inmortal. Mientras me siento y sueño, placeres sublimes me invaden y pensamientos de ti maldicen mi mente…”
El la interrumpió y completó: “Entenderás mi amor, entenderás mis palabras y mi sangre, todo en silencio cuando mis pensamientos se vuelvan tuyos como ahora, por ahora, por mañana, por siempre”.
Así se levantaron en vuelo juntos; extendiendo cada quien sus alas para surcar los cielos de noche eterna, esa noche violeta que en absoluto se fue. La violencia nunca fue tan dulce, las líneas de sangre jamás estuvieron tan marcadas y clavadas en nadie más que en ellos dos, la vida nunca más fue mortal para nosotros dos.
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