LISTA
Hoy, igual que siempre, está allá, debajo de alero. Desde su ventana la ve vestida de sombras esperando como siempre monedas de sudores y cuero. Es una noche fría como todas las que ha conocido aunque se revienten los veranos. En el callejón aún quedan los ojos del agua del último aguacero, en esos espejos temblorosos se reflejan las pocas luces que hay en toda la cuadra, rielan como dagas que entran y salen del vientre del sereno. Ve la silueta del gato de la vecina sobre el tejado yendo de vagabundeo, como ella solo que el maldito no debe pagar cada noche el alquiler de la cama y el armario viejo en el que guarda el encapillado. Nunca tiene ganas de trabajar, siempre quiere quedarse dormida, irse en un sueño hacia el lugar donde la dejó ésa, cuando apenas tenía tres años, ¿o serían dos? ¡Qué importa! Añora el lugar de donde nunca debió de haber salido. La sacaron de ese sitio porque la edad así lo exigía. Eso dijo la omnisciente trabajadora social, que las niñas de trece años ya sabías coser, cocinar, rezar... ¡maldita sea, sabían tanto! Para esa gente, ella era una mujer hecha y derecha, además, SABIA, ¡qué dicha! por eso tuvo que irse del orfelinato, porque estaba lista para la vida. ¿Y qué era estar lista? ¿Lista del cuerpo y del alma? Así la dejaron marchar con la benefactora de la institución para que fuera la ayudante de la su cocinera. Allí entre cebollas blanqueadas, aromas de tomillo, mejorana, orégano y laurel, entre los hervores de consomés aprendió a conocer cómo se cuecen los ojos del deseo. Sí, allí supo qué era estar lista. Lista como el menú que servía cada día en esa casa. Ella, la niña lista, vestida de negro, con delantal blanco y una pequeña cofia como si fuera una enfermera pero, de luto. Así de lista estaba que no supo a qué horas y sin quitarle la ropa, le raparon la inocencia. Pero qué era eso, la inocencia ¿Algo que arde, se moja, palpita muy abajo del vientre? Siempre miró hacia dónde se llevaban su inocencia, pero nunca les vio nada en las manos, no veía que se llevaran nada, pero sí sabía que la dejaban llena de hastío, pobre como una rata y más cansada que cuando asistía a Petrona, la cocinera. A la hora de servir los alimentos, tenía que estar bien presentada para atender a los señores de la casa y a su, casi permanente recua de invitados. Allí supo cómo la inocencia se le bajaba de la cabeza y se le acomodaba en los pezones, en la cintura o en la entrepierna. Supo que la inocencia es juguetona y entiende de miradas, supo también que es una fortuna que a muchos los pone locos cuando la quieren tocar y poseer. Hoy ya no la tiene ni falta que le hace. A través del pedazo de espejo en que mira sus arrugas también ve el asco infinito que siempre la ha acompañado y ve las muchas jornadas que aún tiene por cumplir. Así recostada en el catre, meditando, divisa en la esquina, debajo del alero, a la vieja recicladora escarbando en el montón de bolsas de basura, buscando algo que le sirva para llevar a la enramada donde le pagarán unos cuántos pesos por la recolecta, centavos que le aseguren al menos la dormida diaria y la compra de un poco de café y pan. Hoy en su camastro se siente sin alientos para hacer lo que está haciendo aquella mujer; durante años estuvo al cuidado de su fogosa entrepierna y en ello se le fue la vida, sin embargo eso ya no importa, la delicia que tuvo allí ya no renta. Ni ella ni la recicladora tienen hoy que cuidar nada y se pregunta cómo fueron la niñez y la juventud de esa vagabunda, cómo fue Inocencia Landínez, la mujer que está observando desde su lecho, esa pobre que se le confunde con la imagen que tiene de sí misma. En medio de un sopor permanente instigado por tantas hambres y toxinas acumuladas, en lo más íntimo de sus recuerdos sabe que las dos son una misma, que siempre estuvieron listas. Sí, crucificada a los trece años porque estaba lista, hoy es una muerta viva de entrepierna muerta, plenos de hambre su cuerpo y su alma y cubierta de andrajos en medio de la soledad.
¡Ey, desgraciada, mugrosa, maldita! ¡Muévete vagabunda! ¡Despierta! Casi te alza el carro de la basura.
Ana Lucía Montoya Rendón
Octubre 2010
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