El cojo salió a pasear por los lugares comunes donde caminan las personas normales. Paseó por los senderos que llevaban a distintos y lujosos castillos, se encantó con las maravillosas decoraciones que adornaban sus patios delanteros e incluso, se atrevió a saludar a una hermosa jovenzuela que transitaba por ese lugar, olvidando por un momento sus horribles defectos. Y llegó al sendero más oscuro de todos, aquel que en muchas historias había leído pero que jamás pensó que existiera. Las piedras negras, como cuervos, chillaban al ser pisadas. Los duendes malolientes, con risas siniestras, se burlaban del cojo y le rodeaban con cánticos crueles. El cojo siguió su tránsito apabullado, muy encorvado, pero seguro de querer continuar. Hasta que divisó el gran balcón negro del castillo al final del camino; ahí se encontraba ella, luciendo su larga y típica cabellera negra, vistiendo ese traje carmín que aparecía dibujado en el libro que había leído. Ella saludaba lánguida con una de sus manos desde su balcón a los sirvientes que estaban embobados por su belleza postrando sus cuerpos en señal de reverencia. El cojo la observó por un par de minutos y dio media vuelta. Ya no le importaba, y no era tan terrible como lo había leído en su libro. Ella ya no significaba nada para él.

Y volvió el cojo a su refugio gris, sin observar los imponentes castillos y sin saludar a las bellas jovenzuelas. Ese refugio gris que le parecía más tenebroso que la bruja del cuento de hadas…