Los gritos le aceleraban el corazón. Las incandescentes y calurosas luces aumentaban su tensión. Hacían rodar gotas de sudor por su frente. Su espalda ya estaba empapada y de vez en cuando agitaba su polera para ventilarse.

El muchacho tenía miedo. Pero un miedo agradable. De esos que da gusto tener porque a lo que se teme no es a lo que vendrá, sino que a cómo haremos lo que vendrá. Toda la seguridad que tenía para realizar el acto y que días atrás era imbatible, se disolvió y se propagó en el aire con el humo del cigarro que no podía dejar de aspirar.

Estaba a minutos de subir al escenario. Se paseaba por entre las escaleras, tembloroso y agitado, y los gritos no le daban ni un solo segundo de tregua. Por el contrario, comenzaban a impacientarse y se volvían cada vez más agresivos y delirantes. Las luces, los ruidos, la distorsión en el escenario, los tambores de prueba que repercutían en sus oídos, las cuerdas de guitarra crujiendo más que sonando, los micrófonos acoplándose y extinguiendo la última fuerza que le quedaba al muchacho para dar el primer concierto, con público lleno y ansioso de música. Pero la muchedumbre y los metálicos ruidos no dieron tregua. El miedo ya no agradaba.

El concierto se suspende.