EL CICLO DEL POZO
- No mires hacia abajo –dijo el padre a su hijo; la voz opaca y temblorosa del hombre se apagó rápidamente entre los ruidos del pozo.
El niño se aferró instintivamente a la mano callosa de su padre y sintió cómo la jaula de hierro en la que habían ingresado momentos antes comenzaba a descender con vertiginosa rapidez. Bajo sus pies el piso enrejado de la jaula huía hacia las profundidades del pozo cuya negra boca apenas llegó a entrever entre los sollozos de su madre y hermanas. Ahora sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes de roca milenaria, ennegrecida por los años y la escasez de luz que allí reinaba, y el pequeño no pudo reprimir una extraña sensación de angustia a medida que se internaban en aquel abismo.
El miedo que oprimía su pecho corría paralelo al descenso interminable de la estructura de hierro en la que viajaban, sumiéndose cada vez más en una oscuridad que ya comenzaba a espesarse y donde el aire era apenas respirable. Mientras bajaban, las sombras de las grietas y partes salientes de la roca se elevaban a su paso cual espectros que quisieran fugarse desesperados de aquella fosa, y hasta la silueta borrosa de su padre, herida por unos finos haces de luz que parecían prontos a extinguirse, tornábase de pesadilla. Al cabo de un tiempo incalculable por medios corrientes, el pesado armazón de hierro disminuyó la velocidad y tras un áspero rechinar de goznes y cadenas se detuvo bruscamente, asentándose en suelo firme con una fuerte sacudida. Fue entonces cuando al niño comenzaron a zumbarle los oídos, como si tuviera un moscardón encerrado en la caja del cráneo, y tuvo que realizar un gran esfuerzo de voluntad para no caer desvanecido allí mismo. La jaula se había detenido con gran estrépito y quedó inmóvil ante la boca de una galería estrecha, con forma de bóveda, que se extendía frente a ellos hasta perderse en una sórdida, profunda oscuridad.
Habían llegado al subsuelo. El niño se creyó de pronto precipitado hacia las fauces de un monstruo voraz, arrojado sin más a un mundo incomprensible, dominado por el terror y la impiedad; se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y escudriñó el largo pasadizo con ojos desorbitados. Ahora, cuando después de la angustia y el miedo del descenso esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación se le hizo presente.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. De la techumbre cruzada por gruesos maderos caían continuamente grandes gotas de un líquido oscuro y hediondo, cuyo olor agrio comenzaba a llenar los pulmones del niño provocándole arcadas de asco a cada paso. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad subterránea que llenaba la vasta excavación, por lo que el niño se pegó aún más al cuerpo de su padre. En ese momento tuvo la poca tranquilizadora impresión de que el hombre a su lado estaba temblando tanto o quizás más que él, igual de aterrado se encontraba el viejo que, a pesar de sus cincuenta, tenía el aspecto de un anciano maltrecho y con escasas expectativas de vida. Mientras avanzaban, sus pasos resonaban con ecos apagados, los cuales eran absorbidos rápidamente por el silencio denso, susurrante de la sima.
A poco más de cuarenta metros se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Desde el fondo llegaba un resplandor tenue que, a poco de entrar, descubrieron provenía de un viejo candil que colgaba del techo y que despedía una luz aceitosa y macilenta, llenando el ambiente de sombras y dándole al lugar la apariencia de una cripta enlutada. El niño comprobó con aversión que el olor agrio se había intensificado, siendo más acre y hondo que antes, como de carne descompuesta hace largo tiempo. En el fondo de la galería, sentado delante de una gran mesa de basalto a una altura descomunal, un hombre entrado en años, de larga barba y cubierto el rostro de úlceras y restos inmencionables, hacía anotaciones sobre un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar en la frente y pómulos los fragmentos de hueso que sobresalían de la carne, por demás podrida y agusanada. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el hombre, quien avanzó con timidez, encorvando la espalda en signo inequívoco de sumisión y respeto.
– Se-señor, y-yo... –tartamudeó el hombre levantando apenas la mirada hacia el viejo decrépito.
Pero éste hizo un ademán enérgico con el brazo, a lo cual el hombre calló automáticamente, y extendiendo la otra mano sobre el enorme libro señaló con el índice –más bien una falange con retazos de carne muerta– un punto en la página de su infinito registro, y exclamó:
– ¡Brown! Daniel Brown –vociferó el Viejo mostrando unos (escasos) dientes verdosos, y continuó con tono duro y severo–: He visto que en las últimas cinco semanas no has alcanzado el mínimum diario que se exige a cada cortador. Y ya sabes lo que eso significa...
Una risa siniestra comenzó a dibujarse en la máscara de putrefacción que era su rostro, o mejor dicho, algo parecido a una risa que deformaba las escabrosidades de sus facciones en una mueca gutural de cinismo.
– Significa... que será necesario darte de baja, Daniel Brown –los ojos del viejo se clavaron en la figura encorvada del hombre, cuya decadencia física e inutilidad para el trabajo eran ya visibles para cualquiera; y agregó–: A menos, claro está, que tengas un relevo: alguien más activo que ocupe tu sitio.
– Se-señor, aquí traigo al chico –repuso el hombre con voz apagada, los ojos húmedos y abiertos en muda súplica.
El viejo se irguió en su púlpito y sus ojos penetrantes abarcaron de un solo vistazo el cuerpito endeble del muchacho, que hasta entonces había pasado inadvertido a su inquisidora mirada. Sus delgados miembros y la infantil expresión de su rostro, como de bestia asustada, impresionaron al viejo provocándole una súbita excitación, que se tradujo a la vista en inyecciones de sangre que se derramaban profusamente por sus heridas.
– ¡Ahhh! Conozco esa mirada, chico: es el Miedo –exclamó el viejo atravesando al niño con los ojos–. Es todo lo que necesito para templarte. –y luego, dirigiéndose al hombre con un gesto de desprecio–: ¡Y tú, fuera de aquí! Largo, desecho inservible. Hoy te salvas, Daniel Brown, pero, al fin y al cabo, tarde o temprano todos nos veremos allá abajo... ¿eh? ¡Já, já, já!
El hombre dio media vuelta, la barbilla sumida en el pecho, y, antes de retirarse, miró por última vez a su hijo, arrancado de sus juegos infantiles para languidecer en las tinieblas del subsuelo. El recuerdo de sus cuarenta años de trabajo y sufrimiento se le presentó en la imaginación y miró al niño con la certeza de que idéntico destino le esperaba a él. Y, apartando de su mente aquella imagen se fue, desapareciendo en la penumbra.
El viejo se llevó a la boca un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió en la lejanía. Se oyó un rumor de pasos precipitados y luego una silueta oscura se perfiló en el hueco de la puerta.
– ¡Vamos deprisa, bestia! –exclamó el viejo con voz podrida–. Lleva a este chico al subsótano, reemplazará a su padre como cortador en la cámara cuatro ¡Rápido!
Todo cuanto sucediera ese día había causado una honda impresión en la mente inocente del niño, pero, por alguna razón, una frase del viejo se le grabó a fuego en la memoria: allá abajo. ¿Acaso había algo todavía más abajo que aquello?, se preguntó con desesperado y lógico temor.
Finalmente, el niño y el otro hombre se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas se fue alejando poco a poco en los retorcidos corredores de la galería. Caminaban entre charcos, sobre pisos de piedra a veces, otros de metal. Las tinieblas eran espesas, por lo que el niño se guiaba más por el sonido que por la vista. Hasta que, luego de un tramo recto, llegaron hasta una compuerta. Atravesaron el umbral y el niño se vio sobre una plataforma circular reticulada de gran diámetro. El hombre activó un mecanismo y la plataforma comenzó a descender con una pesada marcha. Mientras descendían, el niño sintió que el zumbido, que en un principio creyera producto del vértigo, aumentaba su fuerza y se dio cuenta de que en realidad se trataba del ruido de motores. Maquinarias y motores en continua actividad. La plataforma se detuvo al rato con secos ruidos de engranes y el desconocido empujó al niño hacia una gran galería. La misma tenía dimensiones inmensurables, y del techo pendían gruesas cadenas oxidadas y oscilantes que terminaban en gruesos ganchos de hierro. El suelo tenía cinco centímetros de sangre que corría hacia las rendijas. Varios hombres se encontraban allí, todos armados de garfios y cuchillos cortos de hoja curva, agolpados ante una doble puerta al otro lado de la galería.
Hasta entonces, el niño no se había dado cuenta exacta de lo que se exigiría de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyera en principio un paseo, luego una labor extraña y dura, lo llenó de un miedo cerval. Al estridente sonido de una sirena comenzaron a entrar de la puerta de doble hoja una veintena de personas, entre hombres y mujeres de distintas edades, desnudos ellos y todos caminaban como zombis, pero más bien, como vacas al matadero.
– ¡Bueno, no se queden ahí parados! –vociferó uno de los cortadores–. ¡A los ganchos con ellos!
– ¡Que comience la carnicería! –brotó un ronco grito de la caterva.
Acto seguido, uno de ellos tomó a uno de las axilas y lo subió de un golpe al gancho, cuya punta sobresalió como un falo de su pecho y su boca quedó congelada en un grito mudo. No se resistían, no hablaban, se movían como peces en un acuario. Otro, más práctico, tomó a dos con ambas manos del cuello y los ubicó en sendos ganchos, para luego descuartizarlos. Las partes seccionadas eran colocadas sobre mesones para que luego otro operario las oriente en una cinta mecánica que se perdía más allá de la pared de la galería.
Nadie, sin excepción, conocía los fines u orígenes del trabajo que se realizaba en la sima. Ignoraban por completo, incluso se diría que el viejo de la entrada también, cuál era su función y verdaderas dimensiones. Más allá de la cámara destinada al niño rugían los motores y máquinas, y de las ventilas a veces llegaban densas nubes de vapor nauseabundo, pero descontando eso, todo lo demás eran suposiciones.
Contra todo lo previsible, a los tres días el niño perdió el asco por los cuerpos tullidos, a la vez que perdía el olfato. A los tres meses había perdido todo su candor infantil. Y, finalmente, al año, perdió la cordura detrás de la máscara de sangre seca que cubría su rostro, de un color marrón oscuro. Cortaba como un poseso todo cuanto se le pusiera en frente. Y siempre, en su mente enferma siguió reverberando aquella frase del viejo: allá abajo...
Lo hostigó hasta cuando lo vio venir mezclado entre el resto, ya sin vida los ojos, pero reconoció, a pesar del aspecto demacrado, a su padre. Lo ubicó cuidadosamente en el gancho y los huesos exhalaron un último aliento antes de quebrarse, la cabeza ladeada hacia la izquierda, los ojos acuosos y fríos. El garfio se clavó con fuerza entre las costillas, el cuchillo de hoja curva silbó en el aire, hendió la carne... Tal vez como en su momento él mismo lo habría hecho con su abuelo, como lo haría su hijo con él, y su hijo, y su hijo...
El pozo no soltaba nunca al que había tomado, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la sima..., pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
“Allá abajo” había dicho el viejo. “Tal vez se pueda descender todavía un poco más...” pensó el muchacho; el cuchillo bajó por el esternón, cortando la red de músculos que forman el pecho, “...un poco más... allá abajo... un poco más...”
Así era. Así tenía que ser. Así había sido siempre.
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