Derrumbado en la camilla del nosocomio está Rodolfo. Aguardando a que el fantasma de traje blanco le ayude a ganar o, más bien, a seguir perdiendo. Sabe que desplegar de una vez por todas sus alas puede inyectarle una dosis de adrenalina que ningún médico podría administrarle. Nunca voló. Nunca logró siquiera saltar del escritorio en el diariamente mal gastaba sus días, es más, los libros contables terminaban por atraparlo hasta dejarlo sin aliento, aplastando hasta el más cotidiano sesgo de placer. Su vida había sido esa oficina: desayunaba papeles, almorzaba discusiones laborales, cenaba cheques y hacía el amor con archivos. Quiere volar. Quiere escapar de las bestias que él mismo creó y a las cuales alimenta para poder alimentarse, para sobrevivir. Ya no quiere hacer, quiere ser quien aún no sabe que es. Perdió las fuerzas, se quiere ir. Un tacho hasta el tope de nada. Quiere abandonar la cárcel donde el mismo se encerró para protegerse. Pelea contra quienes lo intentan salvar sin saber que lo condenan a seguir viviendo. Ese suero en el brazo es la cadena que lo ata a este mundo y no lo deja librarse. Siente que cumplió su pena. Ruega descansar, está harto de sobrevivir y pide huir para no volver. Grita sin mover los labios resecos del dolor y nadie lo oye, cierra sus ojos lentamente para poder ver, en fin, para verse. El tango de Goyeneche empieza a sonar, aunque todavía lejos. El sonido es la carnada para el reencuentro. Con la excitación que le propicia el bandoneón toma valor, deja caer sus cadenas, corre, abre sus alas y emprende vuelo. Una sonrisa, propia de aquellos tiempos, se le dibuja en su rostro curtido por el polvo del camino. La mesa está servida. Solo falta él que llega tarde. Lo estaban esperando . El fin es la alegría. El fin es empezar, otra vez.