Mientras fumaba sentado cómodamente en un sofá de piel (que tenía la marca de la zarpa de un gato), el señor Jackson Domner pensaba que su vida no valía la pena (y todos eran capaces de oírlo nítidamente, mientras cómodamente cada uno sacaba una sonrisa a espaldas de otro). Era cierto, tenía un chalet envidiable, una esposa hermosa, un coche deportivo perfecto, era uno de los abogados más importantes de New York. Era cierto, tenía muchas amantes locamente enamoradas de él, podía regatear a los banqueros sin miedo a parecer oportunista, podía apostar sin parecer un ludópata, podía emprender una batalla sin parecer un asesino sediento de sangre. Era cierto, le gustaba el buen tabaco…

—¡chuik!....buiuuuu —. Y Jackson Domner empezó a moverse sospechosamente (más sospechosamente que de costumbre, ahí es nada) hasta salir del campo de visión de todos los que atentamente le escuchaban.

—¡Juan te espera Mario para ir al parque a jugar a las canicas!¿de dónde sale ese humo?

—¡Mamá! ¡¿Jackson Domner no puede incendiar la tele! ¿verdad?