Casi al anochecer llegué a la escuela de idiomas. Situada en una vieja casona que para mejorar el aspecto, el director ordenó pintarla aprovechando un fin de semana. Los pintores dejaron el inmueble desordenado, sillas por doquier, botes de pintura y olores profundos de aguarrás. Los alumnos se arremolinaban, unos en un área, otros en los pasillos, y algunos más preguntando dónde recibirían la instrucción. Yo tenía la clase a las siete de la noche y llegué pocos minutos después de la hora, así que busqué a mis compañeros para saber donde tomaríamos la enseñanza que nos impartiría el profesor Danoski, director del plantel. Alto delgado y con profundas entradas que compensaba con un bigote grueso rojizo que contrastaba con su lechosa piel. Fui buscando mi salón, abriendo y cerrando puertas, unos vacios, otros oscuros y al fondo encontré uno débilmente iluminado. Reconocí a una mujer esbelta de cabello rizado que hurgaba entre una pila de archiveros, escritorios y maquinas de escribir.
-¿No sabe donde está dando clases el profesor Danoski?
Al mismo tiempo que preguntaba rodeé los muebles. Ella hizo lo mismo y quedamos enfrentados, muy cerca, cara a cara. Sentía su respiración. Acaricié su cabellera, su mejilla. No se movió, respiré el calor de su perfume y mis labios se escondieron entre el cuello y su hombro. Escuché su aliento entrecortado. Decidí besarla. No respondió, me despegué para mordisquearle los labios y poco a poco su boca fue correspondiendo. Mis manos rodearon su fina espalda, ella mi cintura. Palpé sus caderas, sus nalgas respingadas y duras, ella las mías. Sentí sus senos y sus pezones que se abrieron entre mis dedos. La mujer percibiría mi erección, cuando palpaba mi entrepierna. Ya no hubo retroceso, levanté su vestido, y trabé los dedos en el elástico de sus bragas. Bajó el zíper de mi pantalón y nos llenamos de arroyos y espuma. Olíamos a intensidad, gemíamos en diminutivo, cuando mis manos levantaban en vilo su esbeltez y sus piernas eran tijeras en mi cintura. Recargados en la pared nos conjugamos en fuego, sudor y sexo.. Cuando el ahogo nos dejó, escuché en la lejanía la voz del maestro dictando su cátedra. No hubo beso de despedida, si acaso el brillo intenso de los ojos que reclamaban alguna bocanada de aire fresco. Ella se fue para un lado yo por el otro. Me sequé el sudor, arreglé la figura y entré al salón disculpándome por la tardanza. El maestro dictaba. Pero nunca se dio cuenta de que yo escribía con el borrador. Mi mente era un revolcadero de emociones. Después de la clase charlé en el frente de la escuela con algunos compañeros; en realidad mis ojos la buscaban entre las féminas que salían. Fui afortunado al verla. Venía a un lado del maestro Danoski. Me acerqué a ellos. Y cuando iba a hablar, el maestro me dice en inglés: I present my wife.
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