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I


El joven es uno de tantos, que como él, deambulan los primeros años de su vida laboral rotando por diferentes trabajos con más penas que gloria.
Muchas horas y casi todos los días su concentración se debate entre un profundo desánimo que lo sumerge en un vacío interminable de cuestionamientos sin aparente solución y una especie de autocompasión que lo convence de que cualquier cosa que intente para remediar su situación es en vano.
“Todo está así establecido desde antes que yo naciera”; piensa. Por eso no le cuesta mucho adaptarse tratando de pasar su jornada lo mejor posible, anhelando ansioso la hora en que sus sentidos se impregnen con el aire fresco que aspira después de fichar la salida.
Hay días que para no sentirse parte del inventario del local, perfecciona su hobby de conquistar compañeras que apenas conoce. Está convencido que eso lo mantiene vivo, ocupado, siempre distraído y en un permanente estado de excitación, propio de la incertidumbre que antecede a la aceptación o al rechazo.
Desde hace semanas que su mirada ha adoptado el vicio de seguir a su circunstancial presa obsesivamente, es más, no sólo su mirada, también sus actos, los caminos que toma, las tareas que elige realizar; todo está guiado tras los movimientos de la sensual joven, que por momentos, pareciera retribuirle el interés con algún gesto, una caída de párpados o una insinuante sonrisa.
Mientras despacha con desdén a un cliente que preguntaba por cosas que nunca iba a comprar, ve que ella se escabulle entre montañas de ofertas de zapatillas que dificultan el acceso a las escaleras que conducen al depósito. Hipnotizado con la femenina silueta que se menea al comenzar a ascender los primeros peldaños, busca desesperadamente establecer contacto visual con sus radiantes ojos verdes y descubre que disimuladamente lo buscaban en los sectores que él frecuenta. Esa parece ser la señal que esperó durante semanas para despejar sus dudas.
Con rápidos movimientos el cazador furtivo esquiva a ciertas personas que podrían llegar a interrumpir su cacería otorgándole irrelevantes tareas para realizar y al cabo de unos vaivenes accede por fin a las escaleras sin que nadie, aparentemente, haya advertido su jugada.
Ya en franco ascenso sortea algunos escalones con largas zancadas sosteniéndose firmemente del pasamano de las viejas barandas de bronce macizo, hasta que irrumpe en el depósito golpeándose el pecho y tratando de controlar su agitación.
Está oscuro y desolado, es normal que a la hora que se extingue la tarde no haya nadie en ese piso, el joven lo sabía y sin dudarlo se dirige a donde intuye que al fin la encontrará.
Tal era su aceleración que antes de poder darse cuenta de lo que ocurría, se encontró frente a ella cara a cara. Tardó unos segundos en regularizar su respiración y comenzó con su locución.
La muchacha se mostró simpática, jovial, accesible. Tan natural fue la aceptación que por un instante el joven se cuestionó quién era la presa y quién el cazador, pero poco le importó. Ya estaban arreglando horarios y lugares de encuentro para esa misma noche, como si se conocieran de toda la vida y charlaban distendidos, ella con los brazos cruzados y él con postura ganadora apoyando todo su peso en unos viejos armarios de metal; cuando en el mejor de los momentos.
_¡Que están haciendo! Les grita el gerente del local abordándolos por la espalda.
_Nada. Contestan sorprendidos subiendo y bajando sus hombros sincronizadamente.
_¡No se hagan los estúpidos que escuche todo! Les replica. ¡Los vengo siguiendo desde abajo! ¡Deberían saber que es política de esta empresa no permitir este tipo de relación entre los empleados!
Ambos quedaron perplejos interrumpidos en su inocente charla. No tenían ni idea de la gravedad del crimen que cometían y el tipo trajeado que tenían gritando mecánicamente delante de ellos se los estaba haciendo saber, con la misma verborragia que un juez, otorga su sentencia al humillado condenado.
¿Quién sabe desde donde los venía siguiendo? ¿Quién sabe desde cuando monitoreaba esta insinuante relación? Tal vez los habrá espiado escondido desde atrás de algún stand o a través de las cámaras de circuito cerrado; persiguiendo sigiloso como un águila vigía que observa y analiza las causas y las consecuencias del comportamiento cotidiano del personal; siempre atento y en alerta para abortar la más mínima charla o el más insignificante contacto entre los empleados. Es indignante, el que lo sufrió alguna vez en carne propia lo comprenderá.
De igual manera esto no es lo más interesante de este hecho. Mientras el gerente les arengaba un sermón interminable que la parejita escuchaba firme y estoicamente, un fuerte ruido los interrumpió llamando la atención de los tres.
El sonido provenía tan solo a unos pasos de donde se encontraban y perduró extrañamente, hasta que rodearon la estantería para acceder al lugar. Un par de tasas y pocillos se destrozaron contra el piso al caer desde una ménsula donde se encontraban desde hace añares. Les llamó la atención cuando comprobaron tras unas simples vueltas que no había nadie mas en el depósito, y al observar nuevamente al suelo se les heló la sangre, al ver que la tenue luz del atardecer que filtraba por las claraboyas, delataba perfectamente marcado en el parquet, la huella húmeda de unos pequeños pies.
Ante la mirada atónita de los jóvenes el gerente exclamó.
_¡Es el fantasma de los pies descalzos! ¡El fantasma de “La Leti”!











II



Permítanme que para desentrañar este anecdótico hecho los lleve a conocer un poco mas sobre el origen de esta peculiar historia. Debo advertirles que no hay nada de grato en ella; los que quieran divertirse suelten el libro que tienen ahora en sus manos y prendan la televisión.
Con los que aun lo conserven, remontémonos por un instante hacia mediados de la década del sesenta. La fecha exacta no tiene la menor relevancia, y el lugar, es la típica tienda de las grandes ciudades ubicada en el epicentro geográfico de la actividad comercial. Condición, esta última, que la ha hecho sobrevivir desde principios de siglo a los permanentes vaivenes del mercado de consumo, mutando de nombres, pero manteniendo su estética clásica; mezclando rasgos de elegante antigüedad, como la centenaria cúpula, con innovaciones propias de la modernidad.
Por allí suelen desfilar desde adolescentes en busca del jean de moda, hasta cientos de refinadas señoras sin más nada interesante que hacer, que disfrazarse con sus tapados de piel y deambular perfumadas con fragancias importadas molestando con sus caprichos al personal.
Justo ahí, detrás de esta puesta en escena de miles de personas que diariamente tratan de saciar sus ansias de consumir, hay historias de gente que pasa decenas de horas, cientos de horas, tal vez muchas mas de la que invierte en su familia o en su casa; historias de seres que dejan hasta su vida, perdida entre los recovecos de la sórdida trastienda.
Leticia era una empleada, podríamos decir, “común y corriente”. A pesar de hablar lo justo y necesario, los diez años de antigüedad que acumulaba en el lugar, sobraban para que sus compañeros hayan detectado la bondad de su corazón. Poseía la cualidad tan preciada de tener siempre una sonrisa a flor de piel como ofrenda ante cualquier circunstancia. La leve inclinación de sus hombros hacia adelante al caminar, sus pasos cortos y contenidos o la expresión de su rostro complaciente al escuchar hablar, concordaban en darle a su postura una sensación de retrotraída inocencia, como si constantemente estuviera pidiendo perdón por existir.
Una de las características marcadas de su personalidad era el odio a la mentira, si es que se puede decir que en su corazón hubiera lugar para el odio; en su carácter prevalecía la comprensión desmedida y la mesura de sus sentimientos, por eso nunca increpaba a los muchos que le mentían; por mas que en la mayoría de los casos lo descubriera, gracias a su meticuloso poder de observación.
Lo único que durante el último tiempo la hacia perder el control y manifestar un atípico fastidio, era el dolor que le provocaba los días de humedad los zapatos que la empresa había repartido al personal y de los cuales a Leticia, le había tocado un numero chico. Era muy común verla sentada en los descansos utilizándolos como pantufla y agobiada por el dolor. Quizás como una muestra de esa abnegada capacidad de resistir en silencio, nunca reclamó y se empecinaba obstinadamente con la idea que en algún momento, los iba a amoldar.
Durante largos periodos en que su jornada laboral se extendía, sus días transcurrían, como alguien nos inculcó una vez, de su casa al trabajo y del trabajo al hogar, aunque desde que su padre enfermó, ya no era tanto al hogar, sino más bien al hospital.
Leticia sentía histórica devoción por sus ancestros y específicamente mas, por su padre. Estaba convencida que no le alcanzaría la vida para devolverle el esfuerzo que él había realizado para criarla en su niñez, en absoluta soledad, en esos difíciles primeros años donde se forja la personalidad del ser.
No está demás aclarar que los detalles que margino de esta narración, como en que consistía la enfermedad de su padre o las razones que llevaron a su madre a desaparecer, los paso por alto no por desconocimiento, sino porque no es mi intención trasmitir en su totalidad la tristeza que me invade al contar este relato, ni generar inútil lástima por la joven.
Por más que haya similitud en nuestros pesares, trataré de no perder los estribos en lo que queda de narración y describiré las particularidades del sufrimiento, sólo como un medio para descubrir los látigos que nos entraman al brazo del ejecutor y no como una hueca descripción sensacionalista de circunstancias penosas a las que tanto se empeñan en acostumbrarnos.
Sea como sea, el caso es que esta humilde chica deshojaba sus días entre frívolas apetencias de caprichosos clientes y al cuidado de su padre. Aunque todo pareciera gris, ella la llevaba con valentía y transitaba su destino como una barca en la pasiva inmensidad del tiempo. No se le notaba su pasado ni las marcas de la vida; las escondía bien; se la veía serena, tranquila, y de vez en cuando hasta afloraba la cálida sonrisa de los primeros años en que su padre la esperaba por las noches con la comida caliente.
Tal vez la frescura de su expresión halla sido lo que atrajo la atención del joven gerente del tercer piso. Con él realizaba un conteo de mercadería llamado en la jerga mercantil, “control de stock” o “inventario”. Lo hacían todos los lunes religiosamente en el sector textil, donde trabajaban juntos.
Al principio parecía ser una afinidad meramente laboral, pero al tiempo, las miradas, las insinuaciones y los roces, desataron la pasión. Leticia se sintió atrapada como por un huracán. Noches enteras no pudo conciliar el sueño tratando de racionalizar la relación, pero pronto sus miedos cedieron a la desinhibición, no pensó mas y se dejo llevar. En unos meses el semanal encuentro nocturno se multiplicó y pronto ya no había día que no se encontrasen aunque más no sea para tomar un café y charlar sobre sus vidas.
El se compadecía con la enfermedad de su padre; a ella no le importaba escuchar sobre su vida, su esposa o sus hijos. Nunca se la vio tan feliz y el impulso de ese romance contagió de vigor sus quehaceres cotidianos.
El tiempo transcurrió con vértigo y me indignan las razones por las que el joven gerente, repentinamente, comenzó a tratar con desdén a Leticia y en sus últimos encuentros llego a tratarla de una manera despreciable, manejando el ocaso de la relación valiéndose del poder que le daba el escalafón jerárquico.
Leticia, agobiada por los cambiantes avatares de su vida, trató con miedo un par de veces de obtener una explicación, pero él, volvía a utilizar la vil denigración de la prepotencia a sus subalternos, como desconociendo los momentos que pasaron juntos; con dos o tres palabras secas y altisonantes la mandaba a su puesto de trabajo.
No satisfecho con eso, el gerente instrumentó con inentendible ponzoña un aluvión de reproches que continuaron mellando la integridad de la joven. Los horarios pasaron a ser una cuestión de Estado, y cada minuto de tardanza era un reclamo interminable del personal de seguridad aliado. Desde entonces todo parecía ser un problema; el uniforme desaliñado, el supuesto desinterés por las ventas, la parsimonia de sus movimientos. Cualquiera de los cientos de ínfimos detalles que pueden acarrear la actitud de una persona en su trabajo, eran una excusa latente para desencadenar un reto insoportable. No había antídoto ni manera de evitarlo, un meticuloso mecanismo de persecución se había activado contra Leticia.
Varias veces se la vio a la dulce joven volver a su nueva sección lagrimeando por las escaleras con la mirada al suelo; en esos días la habían trasladado al primer piso a raíz del rumor que corría sobre su relación.
De poca utilidad fueron las charlas a escondidas con algunas de sus compañeras, Leticia divagaba en una especie de burbuja con la mirada fija y extraviada, como si el trasfondo de sus ojos solo fueran un telón donde su pensamiento proyectaba las crónicas de su desdicha.
Así transcurrieron un par de semanas hasta que arribo un nuevo lunes; había pasado a visitar a su padre y luego de besarlo dulcemente hasta el cansancio durante una hora, a escasos metros de la puerta de la habitación 235, el médico con términos académicos adornó un mal presagio; igual Leticia perspicazmente, descifró malos augurios y al salir a la calle sintió como el hospital se derrumbaba tras sus pasos.
Caminaba hacia la tienda poseída, como impulsada por una esfera gigantesca de impotencia contenida y levitando entre cientos de figuras humanas, las esquivaba como a conos. Una vez más a cumplir con su deber; entraba y salía de galerías con sus ojos iracundos, decidida a enfrentar al joven gerente para arrancarle el porqué de su desamor. Sabía que lo iba a encontrar en el tercer piso a la hora del recuento.
Ya en el local pasó fugazmente por los controles; fichó; dio un par de vueltas ansiosa y subió sin perder más tiempo. Al verlo creyó percibir en su actitud predisposición al diálogo y sorprendida escuchó como él le decía: - Que bueno que viniste, necesitaba hablarte-.
Ella escuchó atentamente sus palabras y comenzó a dudar del exceso de amabilidad con que él relataba sus intrincadas posiciones. Progresivamente regeneró su odio a medida que leía de sus labios excusas sin fundamentos; “que era vox populi que la firma no permitía relaciones entre empleados y peor a aún, la de un gerente con un empleado raso”; otra muy común; “que su mujer sospechaba que él andaba en algo raro con alguna de su sección”; o la peor y más cobarde de todas; “que la quería pero ante todo está su familia y la posición que ha logrado conquistar en la empresa”.
Leticia aguantó las lágrimas como una heroína, no estaba acostumbrada a la frialdad en las relaciones humanas y cualquier otra persona lo hubiera atacado con rabia, ella no. Había adquirido de su padre la manía de soportar la frustración con la certeza de que pronto todo pasaría; tenia incorporado el habito de resistir hasta subsanar el dolor para así poder reciclar su bronca en fuerza positiva. No le molestaba para nada el previsible desenlace aunque rechinara sus dientes, sino la actitud cobarde del hombre que tenía enfrente y al que alguna vez, inocentemente, creyó amar.
Se hubiera ido con sus penas sin decir una frase, si el inmaduro joven no habría fustigado sobre ella la siguiente sentencia: - “Mira Leticia, a veces las cosas no son como uno quiere”. “Me pidieron desde arriba que reduzca al personal”; “y yo no me quiero arriesgar”; “lo lamento mucho, desde mañana no vengas más”. “Estas despedida”-.
Dicen los testigos vivenciales, que nunca antes habían visto suplicar tanto a una persona. Leticia, desgarrada por el llanto descargó desesperada uno tras otro, una serie de ruegos que nunca encontraron eco. Ni la enfermedad terminal de su padre, ni las deudas que contrajo a raíz de esto, ni los años que prestó fielmente servicio en la empresa, ni la hipoteca que rapiñaba sobre su casa, ni el cariño que aparentaron sentir el uno por el otro; nada, absolutamente nada, perturbaba la firme decisión de aquel hombre que acorazado por sus miedos repetía mecánicamente: -“No hay vuelta atrás”-.
Tuvo que venir una empleada entrada en años que oyó sus gritos desde cuartos contiguos a arrancarla de las piernas del gerente que se mantenía inmóvil como un poste; hueco como un caño.
Apenas salieron de la sala, Leticia huyó de los brazos y del consuelo de su compañera corriendo desbordada y perdida en llanto. Durante un par de horas sus allegados la buscaron cuando sus tareas se lo permitían, pero fue en vano. Semejante humillación ya no cabía en su ser y según cuentan, unos minutos antes de las nueve de la noche ingresó al vestuario con los pies descalzos; quizás como un pequeño símbolo de liberación.
Les ruego un esfuerzo de credibilidad para comprender que el acontecimiento que narro a continuación no es invención mía y desearía que nunca hubiera ocurrido para no sentir la obligación de transmitirlo; si pudiera volver a la vida y retroceder en el tiempo para tan solo hablar unos segundos antes de que sus pequeños pies se mojen con el agua que inundaba ese repulsivo baño, lo haría sin dudarlo; desde que perdí la corporeidad me irrita sobremanera la burla cínica de un sistema que engendra tan hostil entorno al punto de provocar que la llama milagrosa de la vida, se extinga por voluntad, de su propio ser.
Pero debo controlarme porque en definitiva las cosas fueron así, y en este tenor las describe el eco que ha perdurado al tiempo que nos separa del trágico desenlace.
Cualquier detalle se animan a cuestionar esas voces, pero aseguran al unísono una cosa; el cuerpo tieso de Leticia, asfixiado, con marcas en el cuello, horizontal sobre una fría camilla, salió de la tienda ante la mirada impotente, mas de propios que de extraños; pero su alma, su recuerdo o su espíritu, como les gusta decir a los que creen, nunca se fue del lugar.
Reconozco que cuando caminaba entre los mortales no creía en la naturaleza causal que le pretenden dar a estos fenómenos, me consideraba un hombre aferrado a las explicaciones de la ciencia, pero ahora que mi condición me deja percibir con claridad ciertas cosas que antes no, descubro que son cientos de millones los atrapados entre oscuras paredes y de injustas maneras alrededor del mundo.
“La Leti”, como la llaman sus amigos, en un principio comenzó a hacerse presente esporádicamente rondando por los depósitos y provocando ruidos extraños o caídas de objetos. Con el tiempo se fue haciendo un mito que lo hacia como muestra de su enfado, cuando alguien intentaba abortar una relación amorosa en nombre del reglamento de la empresa.
Con el transcurso de las décadas y el arribo de las modernas formas de relación laboral, la vi radicalizarse; ya no hay día que no se muestre fugazmente en los espejos de los baños, se olfateen ráfagas de Paloma Picasso, se sientan sus exclamaciones desde la oscuridad, haga sonar las perchas por las noches como jugando con ellas o se encuentren las huellas húmedas de sus pies liberados.
Las apariciones se volvieron moneda corriente y hoy en día ya no es un secreto que cuando algún pedante manda más, intenta interrumpir cualquier lazo de sentimiento, de cualquier índole y por más elemental que este sea, entre dos trabajadores; “el fantasma de La Leti” hará tronar su encendido repudio.
¡Cuidado soberbios ideólogos y primates portavoces de enajenantes normas! “El espíritu resentido de los pies descalzos”, les respira en la espalda.

Texto agregado el 27-09-2010, y leído por 352 visitantes. (0 votos)


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