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Paris, 1962.
El verde bulle a rabiar. Los árboles del Barrio Latino reverdecen en toda su potencia con los primeros brotes y cogollos de la primavera en agraz. La gente marca festivas trancadas por la amplia acera del Bulevar Saint Michel. Todos parecen estrenar miradas brillantes con un no sé qué de regocijo vital. Parlantes ubicuos difunden «Cuando calienta el sol». Un éxito de los Hermanos Rigual.
Estoy solitario en una mesa de la terraza del bistró “La Favorite” de Saint Michel. Una esbelta criatura vestida de punta en blanco (aquí entre nos, un dulce pimpollo) pasa a mi lado. Su cálido muslo roza ligeramente mi hombro. Me zambullo en la estela que deja su fragancia, la aspiro la hasta las heces y automáticamente entro en la región del virtual devaneo. Con cimbreante vaivén el angelito no parece caminar. No. Más bien desliza su estilizada figura, levita, flota hasta posarse, muy femenil toda ella, en una mesita adosada a la pared. Justo enfrente a la mía.
Son las seis con veinticinco del aún soleado atardecer. La cabellera chivilla de la damita de blanco se derrama en dos vertientes que encuadran la perfección oval de su rostro. Tez fresca y limpia como la lluvia. Sin esperar su pedido, el garçon le sirve una taza de té acompañada con croissants. Cómo le asienta ese rayo de sol crepuscular que recorta en diagonal su clásico perfil. Cuando oprime la boquita con la taza, su labio se convierte en el botón reventón de un alhelí patinado por el rocío.
Ha pasado media hora y no le he quitado el ojo. Ella no ha dejado de chequear su relojito. Y cada vez con mayor ansiedad. Sospecho, algún mequetrefe ha dejado plantada a esta maravilla de la naturaleza. Deseo fervientemente acercarme, jugarme un lance. Soy tímido por naturaleza y, por inferencia, tanto más con las mujeres. Además, mi paupérrimo francés es de lástima. Entonces, para darme brío, termino mi intrépida copa de beaujolais (la cuarta de la tarde). Nada. No me atrevo ni de caulas. Parece que este carburante vinícola es inicuo para el estimulo de cualquier arresto donjuanesco.
Ella, con extrema delicadeza, como para asir una mariposa por las alas, saca un pañuelito de su cartera y enjuga una “furtiva lagrima” que aljofara su mejilla. Sin pausa ni tregua, al advertir su congoja me embucho dos copas más. Ah, no. Ahora sí me aviento… ¡nadie ni nada me para!
– Mademoiselle… ¿acaso está indispuesta?
– Oh…oui, monsieur…estoy deshecha…
Caramba, me sorprendí, mi osada comparecencia ante esta ricurita fue más simple de lo que imaginé. Envalentonado, sin solicitar su venia, tomé asiento a su lado. En cuanto mi princesita hubo de serenarse un poco, solo un poquitín, me narró –entre balbuceos lacrimosos– su desencantado drama. Claro, algo predecible por trillado. Cuitas de amor y sus adláteres. Era la tercera vez que había sido desdeñada por un galancete del cual, dijo, estaba enamorada hasta el tuétano. En fin, como no me las doy de Corín Tellado mejor me salto esta prosaica valla. Más bien intentaré resumir la ocurrencia posterior en esa misma noche.
Mi estrategia persuasiva se desovilló sin palabreos ni esfuerzos, como nunca hubiese soñado. El asunto es que, al cabo de poco tiempo la niña había cobrado total serenidad. Sin ambages, me confió, mi nombre es Sophie. Yo retruqué, nombre interesante… ¿sabes? “sophia”, en griego clásico significa sabiduría. Y con estas palabras ejecuté el gambito de lujo que se requería, una jugada de gran maestro. En un santiamén, resplandeció con una y única sonrisa exquisita. Y mi dubitativo corazón se iluminó hasta el último resquicio.
•••
Nos paseamos de noche por el Quartier Latin. Surgieron callecitas escondidas, silenciosas. Ahora la amo como nunca. Cuando habla. Cuando queda en silencio. Cuando gesticula enigmática. En esta zona de la noche puede ocurrir cualquier cosa, hasta un prodigio. ¿Quieres que te rapte? le pregunté en la Rue Monsieur Le Prince. ¡No!, me respondió, impávida, como si le hubiese preguntado, tienes calor. De improviso saltó en un pie, mientras gritaba jubilosa, quiero divertirme, quiero olvidar, quiero bailar hasta morir. Llévame a una fiesta de disfraces. Hoy se celebra una en el club La Grande Severin , aquí cerquita. ¿Fiesta de disfraces? ¿y los disfraces…? inquirí. En la Rue Soufflot los alquilan, me informó.
‘Polichinelle’, se llamaba el pequeño local. Olía a pura naftalina y alcanfor. Nos recibió su dueño, un viejo rollizo, paticorto y cabezón, con gafas redondas de acero. Solícito y zalamero hasta la melosidad, nos atendió a conciencia. Fue extrayendo la mar de disfraces, bucaneros, Ulises y su Penélope, tiroleses, clowns, gitanos y payasos, María Antonieta y su Luis XVI, hawaianos, Napoleón y su Josefina, Quijote y su Dulcinea… en fin, todo un desfile de variopintos vestuarios. Empero, mi dulce Sophie los rechazaba sistemáticamente sin siquiera mirarlos.
¡Ya sé! exclamó de pronto Sophie. Pierrot y Colombina, eso es muy romántico ¿no? Ah, por supuesto, sonrió el viejo, cómo no voy a tener eso. Colombina, Arlequín y Pierrot son los tres representantes de la Comedia Italiana. ¡mi bella tierra! Colombina, hija de Casandro, amante de Arlequín, personaje cómico, que lleva mascarilla negra, y traje hecho de retazos romboides multicolores. Casualmente, lo que son las cosas, acabo de alquilar un disfraz de Arlequín.
Sophie quedó preciosa, más bella imposible, con su ropaje blanquinegro. Y yo, al ver mi facha en el espejo, sentí escalofríos de vergüenza. Me sentí como un grotesco fantoche pero, con tal de no contrariar a mi Colombina, no me quedó otra que salir resignado del probador. Pero mírate, estás lindo, me dijo mi maravillosa Colombina. ¡Un momento! terció el viejo, a ambos les falta algo imprescindible. Soltando resoplidos, el gordo trepó por una escala y bajó una caja debidamente etiquetada. Jovencitos, nos dijo, ustedes tienen suerte. Justamente, acabo de adquirir unas máscaras de un látex muy especial. Son extremadamente realistas, además se adhieren a la piel de tal manera, que reproducen a la perfección los gestos y las expresiones. Nadie diría que son máscaras, tienen una textura idéntica al cutis.
Dicho y hecho, nos embutió bajo la sutil epidermis del látex, que, en efecto, la sentí como mi propia piel. Al verme así, enmascarado, la Colombina se llevó la mano a la boca para evitar una risotada. Pero no pudo contener las lágrimas que, por ironía, también produce la risa desaforada. Me corroía la curiosidad para apreciar mi cara potiza. Regresé al probador para verme en el espejo.
Quedé congelado, tenía una fisonomía abstracta, si cabe la expresión. Un rostro impasible de facciones regulares, increíblemente realista, perfectamente diseñado, pero… no tenía nada de humano. No expresaba tristeza, ni alegría, ni asombro. No obstante, en insólita contraposición, parecía tener vida propia. Algo indecible. El impacto recibido, sumado a la incontenible y ahora descarada risa de Sophie, casi me produce un shock desbastador. Caí en un estado de suspensión en el uso del pensamiento. Y tanto fue así, que no recuerdo como llegamos a fiesta de La Grande Severin.
El bullicio del salón del club y del revuelo que causó mi presencia, de sopetón me hizo salir del limbo en que me encontraba. Los muchachos y muchachas se mataban de la risa con solo verme. Luego, en grupos compactos me rodearon en una nube atronadora de crueles risotadas, me arrinconaron como un ratón cercado por un grupo de gatos hambrientos. Comenzaron a darme vueltas y más vueltas hasta el vértigo, me empujaban, me pellizcaban, sin parar de burlarse y reírse a carcajada limpia. Y entre ese tumulto avasallador, perdí por completo la orientación… pero también se refundió mi Colombina. Finalmente, cuando se cansaron de tanta burla y me dejaron tranquilo.
Me encontré terriblemente aislado, con gran indignación y a la vez con cierto miedo. Fue entonces que percibí a Sophie entre la multitud de parejas que bailaban con frenesí. Ella, sí, ella misma. Mi Colombina, rodeaba con sus brazos el cuello de un Arlequín. Enseguida, ambos se despojaron de sus máscaras y se confundieron en un larguísimo y apasionado beso.
En raciocinio instantáneo, caí en la cuenta de la comedia en la que yo había desempeñado el papel de víctima propiciatoria. Recordé lo que el dueño de ‘Polichinelle’ había dicho sobre el disfraz de arlequín. Y no cabía duda, ella sabía muy bien que su galancete era el que lo había alquilado. Todo había sido una argucia de Sophie. La muy intrigante, con su airecito angelical, me había manipulado a su antojo. Mi instinto primitivo de macho engañado me impulsó a acercarme a la traidora para ponerle las orejas coloradas. Sin embargo –felizmente–, el muro humano que los rodeaba, nuevamente comenzó a burlarse de mí. Esto me controló y paró en seco mis arrestos biliares.
Me encerré en el baño de caballeros. Para mi suerte lo encontré vacío. El espejo reflejó mi patética imagen. De una buena vez, resolví sacarme la maldita máscara pero me resultó imposible. Traté de arrancarla empleando todas las formas posibles. Ni con agua y jabón lo conseguí. Comprobé que algo extraño había sucedido. Quizás, pensé aterrado, por una reacción química el sudor de mi cara en contacto con el látex se había producido algún tipo de pegamento tremendamente fuerte. Fue tal mi desazón que no pude contener las lágrimas. Desesperado, me cubrí la cara con las manos y salí del local huyendo como un delincuente.
A esa hora la calle estaba desierta. Corría llorando como un condenado. Exhausto y con una angustia que me ahogaba, desemboqué en el bulevar Saint Germain. Para llegar a mi hotelito de la Rue de la Harpe me faltaba un buen trecho. Transpirando a chorros y arrastrando con torpeza las babuchas del disfraz, caí sentado en un sardinel y, mientras lloraba amargamente rememoré una canción muy antigua. Mi familia ponía aquel primitivo disco de carbón de 78 rpm en uno de esos gramófonos de corneta RCA Víctor. Mis padres la escuchaban con tanta frecuencia que, a pesar de mis cortos años, me la aprendí de paporreta:
«Una noche triste estaba Pierrot,
cantando a la luna sus quejas de amor,
todas las estrellas lloraba con él,
por la Colombina que fue tan infiel.

Y yo que escuchaba su triste canción,
le dije "tu pena...es mi pena de amor...
somos compañeros del mismo dolor...
por la Colombina que nos traicionó"...

Pierrot...Pierrot...
que cantas tu triste dolor,
también de amor,
canto la tristeza de mi corazón.

Por una mujer hermosa y divina
que cruel... como Colombina,,,
también destrozó mi amor.

Ya ves...Pierrot...
que daño nos causa el amor,
pero, sin él...
sin él nuestras Colombinas
morirían también.»

Ω







Texto agregado el 23-09-2010, y leído por 229 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-09-2010 Es un cuento divertido en el que hay una atención meticulosa por el lenguaje. Gatocteles
23-09-2010 Un ameno recorrido por los recónditos y atrativos boulevares del viejo París. Tanto suburvio, tantos cafetines, gozar esa vida bohemia... oh lalá, !quisiera regresar al viejo París acompañada de las canciones de Charles Asnavour. inkaswork
 
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