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Siempre temí a los parques de diversiones: la montaña rusa, la vuelta al mundo, las sillas voladoras. Me generan mareos, náuseas, vómitos y miedo a caer, en fin, a morir.

Me pregunto si será esta reposera castigada por el sol que chilla cada vez que me muevo lo que despierta esa misma sensación nauseabunda. Quizá se esté por romper y mi miedo desencadene los síntomas. Aunque pensar eso sería caer en simplificaciones absurdas porque para sincerarme, hace tiempo que siento este vértigo. Y no es un vértigo donde las cosas giran alrededor de uno ni ese vértigo donde uno gira alrededor de un mundo paralizado, sino un vértigo dentro mío, donde los giros ocurren íntimamente en el centro del ser y generan una descarga de adrenalina que me hace sentir vivo.

Lo que me tiene realmente preocupado es que hace un tiempo, el miedo se entremezcló con aquella sensación de montaña rusa interna que tanto me gustaba. Siento que es por culpa de Tomás que empecé a temer. Dicen que el miedo surge por lo desconocido.

Sin saber cuándo comenzó, estoy seguro (o casi) que fue después de que coincidiéramos con Tomás en aquel sueño. Nunca había soñado con él. Tomás fue mi mejor amigo de la infancia ¡Cuántos recuerdos! Lástima que después entró en aquel lugar y no lo vi mas. Si bien fue una elección de él, a veces pienso que sus padres tuvieron mucho que ver en su decisión ya que desde chico le “taladraron” la cabeza con que esa era la única salida para vivir la vida como se debía. Como me quedaba a dormir seguido en su casa, más de una vez escuché a su madre que nos aconsejaba diciendo que el camino para conseguir “cosas” era el esfuerzo y el trabajo. Pensé que no entendía sus palabras porque era un niño, pero ahora con unos cuantos años a cuestas sigo sin comprenderlas. Sin ir más lejos, hace un par de días me cruce con Beto, el papá de Tomás, caminando por la plaza. Lo noté bastante venido a menos y deprimido. Intercambiamos algunas palabras y me contó que no se acostumbraba a su nueva vida desde que en la empresa donde trabajaba lo habían jubilado. Aproveché para saber cómo estaba Tomás y para preguntarle si era feliz donde estaba viviendo. Me relató que trabajaba en no se qué empresa yanqui con un gran sueldo, que se había comprado una casa con pileta, que tenía dos autos, que estaba casado con una chica de buena familia y que se iban todos los años una semana de vacaciones al París. Siento que no entendió lo que le quise preguntar porque ahí nomás nos despedimos y me fui sin saber cómo se sentía mi amigo con esa vida. Pensándolo bien, quizá con su respuesta evitó decirme que tampoco sabía si su hijo era feliz.

Aquella noche posterior al encuentro con el padre de Tomás me quedé pensando en cómo debería estar mi amigo. Entonces me dormí con cierta nostalgia recordando la infancia compartida. Tal vez Beto había hablado con su hijo para comentarle de nuestro encuentro y quizá por eso, días después me reencontré con Tomás en aquel sueño. Recuerdo que esa noche me sentí transportado, caí profundamente dormido para participar de la quimera de mi amigo.

El lugar era como un bar que me recordaba al club Brandsen donde solíamos juntarnos a jugar al metegol mientras unos viejos bebían ginebra y jugaban al póker o al ajedrez. Tengo esa sensación no porque el sitio del sueño haya sido similar, sino por el aroma a cigarros negros que era análogo al que respirábamos en el club. Tanto en el sueño como en el bar el humo cobraba protagonismo. Cuando niños las bocanadas de los viejos fumadores representaban una espesa neblina que dificultaba la vista del metegol mientras que hoy no dejaba ver nuestros rostros.

Hablamos largo y tendido, algo que Tomás valoró por demás ya que según me comentó, desde que se había metido en aquel lugar no tenía tiempo para hacerlo. Reveló que donde vive aconsejan optimizar el tiempo al máximo para trabajar, ya que lo que se pierde no se recupera. Incluso llego a confesarme que hace tiempo que no habla con amigos y que a veces ni siquiera dialoga con su esposa.

La conversación era fluida y confortable hasta que me empezó a detallar como estaba viviendo desde que se había ido. Algo que me repitió y que todavía no alcanzo a comprender es que como vivía era “seguro” y que “no tenían sobresaltos ni emociones”. Al no poder vernos la expresión del rostro por la espesa niebla traté de oír con sensibilidad su tono de voz que en aquel instante sonó algo perturbado.

Durante casi todo el sueño mi amigo hizo un monólogo por demás monótono y aburrido valorando cuestiones materiales de su monótona y aburrida vida.

Sin que me percatara la conversación tomó un carril que no alcancé a entender y las palabras de Tomás comenzaban a ser confusas. Me contó con tono rotundamente nostálgico que ese iba a ser su último sueño y por ende nuestro último encuentro.

Si bien él no podía ver mi rostro, intuyo que mi expresión de preocupación hubiera alcanzado para que entienda la incertidumbre que me invadía.

Finalmente me confesó que en el lugar donde había entrado estaban prohibidos los sueños, la libertad, los sentimientos, la sensibilidad y que aquella era su última oportunidad para decirme algo importante. Yo permanecía perplejo cuando me imploró que nunca entrara allí donde él estaba. Mientras seguía hablándome con una voz casi desesperada, un sonido similar al de un despertador empezó a interrumpir la charla y cada vez se oía menos su voz. Solamente atiné a tomar la última bocanada de un aire insoportablemente espeso y gritarle a mi amigo: “¿Cómo se llama el lugar donde estás? ¿Dónde te metiste?”. Se oyó una voz diferente, casi femenina que dijo: “ya es tarde Tomás, levantate que tenés que ir a trabajar”.

Decepcionado y aún partícipe del sueño pensé que mi amigo había despertado, pero como un suspiro oí claramente la voz de Tomás que alcanzó a susurrar: “¡Sistema! ¡Me comió el Sistema!”

Texto agregado el 21-09-2010, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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