El hombre / La Iguana
El hombre…
Esta noche me envuelve la soberbia del tuerto autoproclamado rey en un valle poblado de ciegos. Afirmo esto por como me veo ante los ojos de una pequeña iguana de crestas deformes y multicolores. Esto, bien podría explicarse de un modo mas sencillo, simple. Quizá, todo se sintetice en un ataque de locura momentánea. Pero no. Esto que me aqueja lleva ya varios días. Este pequeño reptil me sostiene la mirada desde hace varios días, y mi odio hacia su mirada se enraíza de manera profunda en mí.
La soledad es una más de las tantas opciones disponibles en este camino. Largo camino. Debí pensar en ello antes de adoptar a este gusano malamente evolucionado, pero no lo hice. Y me arrepiento.
La habitación donde sobrellevo mis días, goza de una vista agradable, del marco en la ventana aletea sobre la brisa una cortina azul muy liviana que en su vuelo deleita mis noches con una infinidad de rostros de los que alguna vez creí disfrutar. En los quiebres del viento se dibujan infinidad de muecas de inverosímiles formas y grosores, algunas me sonríen, otras, simplemente me observan, inexpresivas.
Recuerdo el momento exacto en el que decidí habitar estas paredes. Lo recuerdo porque desde el final del pasillo se acercó hasta mi una mujer apretada en una blusa azul de seda, sencilla, que remarcaba cada uno de sus pliegues, y sobre ésta, un delicado delantal exquisitamente bordado con pequeñas flores, estas eran de un color verde muy intenso, más bien oscuro, en los pétalos, todo era diferente, en ellos se disparaban los mas diversos colores; algunos comenzaban su recorrido hacia lo azul con un suave tono rojo, para lentamente transformarse en naranjas, y sobre el final de las mismas, mostrarse amarillas, casi secas, con bordes de color ocre. Las flores eran pequeñas sobre un campo azul de colinas verdaderas sobre el que, todas, se derramaban impúdicas.
Si algo aprendí en estos años que llevo arrastrándome por estas pensiones, es que estas casas de antaño tienen por costumbre alimentar una giba en la terraza, una joroba o deposito de enseres domésticos olvidados o empeñados. Esta última siempre es la más barata y la mejor posicionada.
Ninguno de mis antecesores, me imagino, quiso acceder a la condición obligatoria del silencio. Es decir. A mantener cualquier música con un volumen mínimo y a sus pasos reducidos a la mayor lentitud posible; además de disminuir el tono natural de sus voces a un lenguaje de señas completamente incomprensible. Tales límites eran indispensables para habitar este cuarto. Condiciones que acepté sin chistar puesto que a nadie más que a mí le hablaría aquí. Por supuesto, el jardín del vecino fue un punto más a favor del cuarto.
Éste se encuentra justo frente a mi ventana. Por otro lado, siempre me gustaron las imágenes que reflejan al campo en su verdadera y esquizofrénica dimensión. Es que hace mucho tiempo atrás, había nacido en uno.
Sobre el final de aquel día, me encontraba perforando las paredes donde ubiqué los estantes para mis libros. Me sentí realmente bien, como de unos 30 años, es más, si hubiera querido, me hubiera podido comer un bife de sal gruesa a la plancha. Pero no lo hice. Al contrario, me tomé las cosas con mucha calma, ya la mujer me había elevado las pulsaciones a más de 200 por minuto. Era hermosa. Aún lo sigue siendo. Vive abajo, al final de las escaleras, tras la primera puerta al lado de la cocina. Cinco pasos después está el baño. Y siempre que nos cruzamos en las mañanas, nos saludamos con una sonrisa.
Aquella madrugada —por llamar de algún modo al tiempo transcurrido entre la mudanza y la posesión definitiva del lugar, aunque apenas se arrimaba la medianoche— releí algunos párrafos subrayados sobre algún amanecer de aquellos, me imagino. Siempre disfruté de la lectura, sobre todo en las noches silenciosas y frías, donde no existen más que la historia, el vino, yo y un par de truenos traviesos que se acomodaban sobre cuanto punto final le diera lugar. Tranquilos, todos nosotros, sin que ningún hombre oiga nuestra versión de los hechos. En definitiva, silenciosos, todos. Si algo aprendí, además de cómo ahorrar en la elección de un techo, es que los hombres, todos, somos egoístas, y el que menos lo es, por lo menos envidia a rabiar. Pero cómo envidiar esto que cito abajo....
...cuando pienso en las cosas que soporté tratando de ser un escritor, todas esas habitaciones en esas ciudades....mordisqueando pedacitos de comida que no mantendrían con vida ni a una rata. Estaba tan flaco que podía cortar pan con el hombro, solo que rara vez tenía pan...
Charles Bukowski.
¡Cómo hacerlo! Cómo envidiar algo tan hermoso y verdadero, qué ni tomándome las mayores atribuciones posibles, podría darme el lujo de tildarlo de cruel. Yo no escribo, nada más lejos de mí que el deseo de semejanza ante estos dioses, así los considero. A pesar de mi atrevida contemporaneidad, me animo a pensar que estos seres, etéreos, de tanto observarnos a nosotros, hombres, bajaron a empaparse de lo que luego escribieron. Tampoco me animo a contradecirlos, es que, para mí, son tan reales sus vivencias.
Jamás, en mis casi 70 años, me creí capaz de formular tal pensamiento. Pero bueno, a veces filosofar sobre esta vida que arrastro desde hace tiempo, me resulta natural. Sobre todo esta noche, que llevo un par de horas sosteniendo una discusión inútil frente a una pequeña e inútil iguana, que, sin mí, no podría vivir, pero aquí nos encontramos, desafiándonos, observándonos, quietos, silenciosos, con el transcurrir de las horas, que no serían tales, sin la ventana de cortinas azules que da al jardín, sobre nuestras miradas.
Los dos estamos locos, eso es lo que creo al ver la porfía en su expresión helada. Firme. Y me contagia. Y no pienso bajar la vista. Todas las criaturas, lo sé, obtenemos el instinto de supervivencia de un modo innato. Todas las criaturas nacemos con el sueño de la eternidad.
Eso lo sé. Si no, ¿de qué viviría? Sin el instinto innato aquel, hoy no podría responderles.
Hace tiempo aprendí a hacer y ser de todo, he sido acróbata, he domado leones para luego transformarme en un celebre boxeador de peso mosca con más de tres títulos mundiales. A fuerza de golpes conquiste la Europa aquella que tantos pendejos hoy sueñan conocer; en Italia específicamente. Siempre fui zurdo para todo, y eso, para todo deportista, es una ventaja.
—La genialidad se basa en el desconcierto — Me dijo el tano bruto aquel que me soltó en el ring frente al campeón europeo de mi peso.
Fue mi primera pelea en la Europa aquella. Lo recagué a trompadas al inocente aquel. Lo que él no sabía, era que yo siempre fui zurdo. Gané una infinidad de peleas. Hice un dinero, poco, pero lo hice. Cuando volví a este país, los que lo gobernaban, al verme zurdo, me rajaron. Era campeón mundial de peso mosca. Conocido en todo el mundo. Aun así, me rajaron.
Entonces me fui a vivir a Bolivia, donde administré una pequeña escuela de boxeo, paralela a la de trapecio, es que, para mí, los bolivianos, como todos los que forman parte del norte de Sudamérica hasta México, gozan de un físico privilegiado. Son ágiles, pequeños, livianos. Y uno, si quisiese, los podría lanzar del suelo a más de un metro de altura de un solo envión. En sus venas sobrevive una raza resistente y elástica, si no, ¿cómo se explica tanto intento de conquista? Pero no es mi intención ahondar en esos temas que realmente desconozco.
Luego de una parva de años, y rondando los 50, regresé al país de donde me habían expulsado.
¡Ja!... el día que pisé, nuevamente, este suelo, recuerdo haberme comprado una revista especializada en deportes. Enorme fue mi decepción al notar que mi regreso no revestía mayor suceso que el olvido. Por aquel tiempo, uno de apellido Jiménez se robaba todos los aplausos.
Por suerte y gracias al consejo del tano aquel, había guardado un poco de dinero. Éste me sirvió para unos meses de alquiler y un par de días de fideos y arroz, mientras tanto, y obligado por el exitismo traicionero, elevé los puños frente a otra realidad. El país a donde había regresado, cambió; en él, todos se miraban con desconfianza, con alegría frente al nuevo sistema de gobierno, pero con envidia ante los progresos individuales. La ciudad había cambiado, la gente había cambiado, todos se miraban de reojo, y más a mí, que vestía de un modo prolijo, pero, a la vista de todos, de un modo ´europeo´, sobrador. ¡Y yo qué carajo sabia entonces!
Los circos y las calesitas de madera se habían extinguido hacia tiempo. Además, mi edad no me permitiría soltarme de una soga a más de 6 metros de altura. Mis pocos ahorros los diluí tras los avisos clasificados en los que creí encajaría. Muchas señoras especializadas en recursos humanos, al mirarme, decían por lo bajo, “Pobrecito, ¿y éste de que me sirve?
El significado de muchas de estas palabras las aprendí gracias a mi actual empleo. Hoy, rondando los setenta y tantos, soy un flamante y artrítico vendedor ambulante de títulos renombrados: Toda la obra existente, reconocida y por conocer de Jorge Luis Borges por 15.000 cuotas de 2 pesos. Una ganga. Pero yo no conseguí venderle una cartuchera de lápices de colores a un chico de tercer grado. Aún así, hace diez años que sobrevivo con el sueldo fijo de la editorial, jamás sumé en mi haber la comisión sobre las ventas puesto que jamás logré vender una colección entera.
A pesar de todas estas desventuras, no me quejo, hace tiempo aprendí a levantar la guardia y caminar sobre el ring entero. Jamás le huí a la pelea, lo que espero, simplemente, es que suene la campana. Aún me queda cintura. No se confíen.
Toda esta reseña de mi vida surge del reflejo que me muestra cansado en los ojos de un lagarto.
En un primer momento, le sonreí, esperando que el gesto lo convenciera de mi pasividad, pero el gusano, atrevido, no dejó de mirarme. Luego, fui hasta la alacena a buscar un vino. Me serví un vaso, me saqué los zapatos y extendí mis piernas sobre una butaca. Una vez cómodo, le pregunté cuál era su problema. Pero ella, la iguana, siguió sin responderme, siguió firme en su gesto, mirándome fijo.
Ante aquel sigiloso desafío, recordé lo pequeño que fue alguna vez, la vez aquella que me sentí solo y lo escogí a él antes que a un cachorro de bulldog. A esta hora, esta noche, voy por el cuarto vaso, y ya, para mí es tarde. Pero él sigue sin sacarme la vista de encima. Y yo que confío en mis fuerzas, le grito que nadie, aún hoy, que me tiembla el pulso a rabiar, podrá bajarme del ring.
—¡Vamos!, bicho de mierda, a que nos morimos los dos! Hijo de mil putas! ----
La iguana ...
Quizá esté desvariando. Pero esta noche me sacude una extraña sensación de poder absoluto sobre todo habitante de la tierra extendida frente a mí. Esto que me embriaga, se asemeja en extremo a la soberbia propia de los hombres. Estos animales me repugnan, me revuelven el estomago. Creo que mi tiempo ha llegado a su fin. Hasta aquí es hasta donde puedo seguir reptando este derrotero. Ya es tiempo. He sido demasiadas veces, más de lo deseado, testigo silencioso de las mutilaciones menos pensadas.
He oído ya infinita clase de gritos, y créanme, sus escamas son aún más frágiles que las mías. Son verdaderamente débiles. Esta noche, mis escamas se arrugan sobre mis crestas, y mis colores, ya ancianos, se opacan. Creo haberlos visto a demasiados negarse entre sí. Creo haber pagado con creces todas y cada una de mis culpas heredadas de una existencia desconocida por mí. Odio profundamente a los hombres, los odio. Juro por la tierra que lo estoy haciendo, sobre todo esta noche en la que me veo frente a uno pequeño y seco, anciano.
© Nery Quintana
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