Le escribo, señor, desde detrás de este café matutino, urgente y necesario, que se va quedando frío, porque no hay lengua ni garganta, ni esófago ni glotis ni epiglotis que soporten tanto fuego. O a lo mejor sí los hay, que por ahí fuera hay gente muy dura, pero una no lo es, pese a la fama que algunos dicen que tiene en su vida no virtual.
Café frío y vida blanda es lo que al final me queda. Vida blandita, como las magdalenas cuando las mojo en el café, frío, claro, que de tanto esperar mientras escribo, se me van al cielo todos los santos, el ángel de la guarda y las fiestas de guardar, y hasta el diablo ése que dicen que ronda por aquí, por mi cabeza seguro. Y ninguno de ellos es capaz de velar por mantener un poquito de calor en mi café, echar un soplo calentito que dé vida a estas manos heladas, que se deslizan temblorosas y duras sobre las letras, blandas, del teclado, duro.
Bebo un sorbo de café templado aún, que alguno de los santos no se me debe haber ido al cielo, pero vaya usté a saber cuál es, San Juan, supongo, patrón de las hogueras que dan vida blandita y caliente a este café.
Dura la gente, unos que beben café ardiente y otros que no son tan santos,...y dura el café... o lo hago durar para seguir calentándome las manos, ablandando los nudillos, endureciendo la mirada cada vez más despierta, despejando los ojos blandos de legañas duras, con las manos templadas y el corazón blando y caliente, el corazón en un puño duro y frío.
Dura la espera en esa sala de espera fría, blanca y dura, que se abre detrás de mi puerta. Y duras las noticias, duro comunicarlas, más duro recibirlas. Y blandas las vidas que cada día entran aquí, que algunas no salen, y muchas se las llevan los santos que se me van al cielo.
Para Curro
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