Recién llegado a mi empleo en un hospital, en el cual ya laboraba hacía un año mi hermana, me desempeñaba con relativa eficiencia, ya que mi extrema timidez impedía que actuara con mayor naturalidad. Me atemorizaba la presencia masiva de mujeres, todas ellas muy desparpajadas, a mi parecer. Con frecuencia, escuchaba a mi madre usar dicha palabra al referirse a las hembras desinhibidas. A mis veinticuatro años, la vida se me ofrecía a manos llenas, con toda su oferta y con todos sus misterios por desentrañar.
Indudablemente, mi extremo recato, mis dones de joven educado, no pasaron desapercibidos para nadie, menos para esas mujeres fachosas que hablaban en voz altisonante y carcajeaban a destajo. A menudo, me sentía aludido en sus conversaciones reverberadas en tono burlón. Escuchaba nítido que se referían a mí como el “niño de las monjas”.
No habían transcurrido dos semanas, cuando cierta tarde en que almorzaba solo en una mesa del casino, una de las compañeras de mi hermana se aproximó rauda y me gritó: ¡Pajarón! Yo, sin reacción posible, la miré sorprendido, sin comprender la razón de esa sinrazón. Nada le había hecho a ella, nunca le había dirigido una sola palabra y ella me había espetado de ese modo hiriente, dejando toda desmadejada mi personalidad introvertida.
Nunca le pedí explicaciones, como tampoco se las pedí a aquel tipo mal encarado, que, diez años antes, detrás de una ventanilla, me arrojó a las narices el mismo insultante adjetivo, siendo yo un imberbe de 14 años, que acudía acompañado por mi padre a sacar mi primera cédula de identidad.
Aún hoy cargo con el estigma aquel, con esas diademas oprobiosas que aparecen de improviso, especialmente cuando he cometido una falta, cuando he errado, cuando he equivocado mis pasos. Son las preseas de un pasado nebuloso, en el que nunca estuve plenamente inserto, empoderado en mis miedos, devorado por los mitos, construyendo con tenue argamasa al personaje que soy en estos días…
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