Y fue así como, por esas maravillosas tragedias de la vida, María Gracia Rivadeneria nació para mí un 25 de junio de 1983, todo empezó, cuando dejé de ser una nena de pecho y proclamaba mi libertad como un ser humano en toda su extensión. Ocurrió de forma casual, mi madre llevaba trabajando dos meses en la casa de los Rivadeneira, íbamos tres veces por semana y nos quedábamos de 2 a 6 de la tarde, lunes y viernes que eran los días del lavado y los miércoles del almidonado y planchado. Durante aquellas horas yo compartía la posesión del comedor de servicio con la servidumbre que entraba y salía del lugar y me entretenía de sobremanera con las historias de pollitos, patitos y enanitos que me contaba la cocinera tuerta que andaba siempre con un parche en el ojo a punto de caerse en la sopa, a veces se reía a risotadas que descubrían, en toda su grandeza, un diente de oro macizo. Desde mi lugar en la cocina divisaba a mi madre por la ventana que daba a un patio interior tan grande como la mismísima casa de mi abuela con todo y huerto, allí habían instalado la lavandería, mi madre alternaba sus tareas de friega enjuaga, friega enjuaga, con sus obligaciones de centinela materno, siempre levantando la cabeza para monitorear todos mis actos, yo llevaba mis rompecabezas de cartón para no aburrirme durante la hora de la siesta en que toda la servidumbre desaparecía en su entrega diaria a Morfeo, pero al hastió de armar y desarmar los mismos rompecabezas despertó en mi un atisbo de voluntad propia que terminó por apoderarse de toda mi pequeñez, en ese momento reclamé mi independencia y revelándome contra la dictadura de la leche me escabullí hacia la sala del Castillo Familiar, que se alzaba como un inmenso salón en forma de media luna en cuyo centro trepaba, hasta dios sabe que cielo, una enorme escalera de mármol blanco, los muebles desprendían un profundo olor pino, todo estaba en perfecto orden y el ambiente en general guardaba cierto gusto refinado hasta en los colores de los adornos y las paredes, me acerqué hasta una de las poltronas de caoba con miles de adornos en miniatura puestos encima, el ambiente se impregnó de un aspecto sombrío, el medio atardecer nublado del invierno se escurría por los ventarrones y frescor del viento me ponía la piel de gallina, luego, para mi susto, escuché el crujir forzado de la puerta y con el sonido de las bisagras dobladas apareció de la nada una niña, un par de años mayor que yo, brincando medio coja como una venada recién nacida, llegaba del colegio, detrás de ella entraba un hombre de tez oscura arreglándose la gorra de chofer con una sola mano, era manco, y si algo delataba a los choferes de aquellas casas enormes era la boina. Ambos se pararon en seco y con gestos de extrañeza me quedaron mirando, la niña se acercó a mi y sonriendo con cierta inocencia me pidió que le dijera mi nombre y mi edad, yo, muda de miedo, sólo atiné a mostrarle los 5 dedos de mi mano derecha, de pronto sus ojos se inyectaron de una ternura párvula y acariciándome la mejilla empezó a gritar de alegría – Eres igual que mi papá, igual que mi papá, ven con conmigo – Como si una ráfaga del monzón del este me hubiera arrastrado, me llevó de la mano por un largo pasadizo que desembocaba en un inmenso y apacible jardín, allí descansaba un hombre que parecía tener tantos años como la edad de dios, aquel hombre nos dibujo una fina reverencia inclinando la cabeza, luego nos regalo la sonrisa del mundo por entre una mata de bigotes tan blancos como la luna llena, ella me miraba anonadada esperando que yo respondiera el saludo y fue entonces que puse en práctica las enseñanzas de mi madre - Buenas tardes señor – dije, poniendo un sobreesfuerzo en la erre, de inmediato un rastro de decepción se empozó en el rostro de la niña grande, pero antes de que pudiera preguntarle lo que le pasaba, entró mi madre al filo de un ataque de histeria, le pidió disculpas al señor de la casa y de un manera forzosa me cargo en sus brazos, me apretó contra su pecho, ese día regresaríamos a nuestra casa mas temprano que de costumbre, por un camino a pie donde ella ahogaba su llanto con el sonido del viento.
Así llegó esta criatura del señor a mi vida, creyéndome muda y no la culpo, a diferencia de aquellos que solían discriminar a las personas por algún defecto ó alguna deformidad física, a María gracia aquella gente le parecía extraordinaria y los llamaba “Gente Muy Especial” los GME. Tan comprometida estaba con los GME que llevaba la cuenta de todos los seres extraordinarios que poblaban su mundo - Por si a los demás se les olvida- en un cuaderno con tantas anotaciones y dibujos como un archivo de historia clínica - Aquí está mi papá, que es mudo pero se comunica con el lenguaje de los niños. Aquí Matilde, que tiene un solo ojo pero dos corazones, Aquí está el niño Martín, que nació sin piernas pero vuela con el espíritu de los pájaros. Aquí la señora Josefa, que es sorda pero sin que nadie le diga nada siempre rescata algún tesoro de la basura de la casa y Aquí comodoro que no necesita las dos manos, le basta con una.
María Gracia era un nombre perfecto para una niña traída al mundo en circunstancias extraordinarias. Era la primera y única hija de un diplomático senil al que la clase privilegiada le había extendido la frontera del olvido ¡Porque a esa edad señores¡ a esa edad en que tanto él como su mujer tocaban, con los años, contaditos de uno en uno, los 60 ¡A esa edad¡ nadie tiene hijos. Cierto era que, desde los primeros años de matrimonio, cuando los Señores Rivadeneira eran jóvenes mancebos entregados al amor, buscaron procrear un hijo, tal esfuerzo pusieron en aquella empresa que para los años en que habían claudicado en sus deseos estaban tan acostumbrados al amor diario, que a pesar de los primeros achaques de la edad, la necesidad del amor seguía siendo tan imperiosa como en los años mozos, un día la señora empezó a engordar más rápido de lo que se le desteñían las canas, pero como no existía síntoma alguno que le delatara el embarazo, ni vómitos, ni mareos – ¡Imagínate¡ - todos suponían que era la edad de la gordura, un día la señora se sintió muy mal, sudaba, le dolía el bajo vientre, se estremecía de dolor, su esposo, que no tuvo tiempo de despertar a Comodoro, la ancló en el cadillac negro y la llevó a toda carrera a la clínica anglosajona pensando que sólo era un caso grave de cólico de gases, esperó en la recepción preocupado pero guardando la postura, media hora después un doctor lo abordó en el pasillo y, bruto como pocos, sin ningún preámbulo, le dio dos noticias - La primera es que usted ha sido padre y la segunda es que su mujer ha muerto en el trabajo de parto - de inmediato le entregó, envuelta en una sabana, una bebe rosada y regordeta que chillaba como chivo. Y fue así como la bautizó “María Gracia” porque antes de aniquilarse oralmente dejó en claro que, a pesar de los pesares, para él la bebe había sido una Gracia del Señor, luego su voz se apagó por voluntad propia y para siempre. Pero allí no acabarían los hechos extraños. Una mañana, cuando Matilde se entregaba a sus labores diarias en la cocina, un bolo hirviendo de frejoles saltó hasta su ojo derecho y se quedó tuerta. No paso ni un mes, cuando Comodoro esperaba el bus para regresar a su casa, un automóvil se estampó a toda velocidad contra el frontis de la casa llevándose a su paso su prodigiosa mano de conductor. Y cuando al fin parecía haber terminado la racha de desgracias, Josefa, la empleada de limpieza, se levantó un día sorda y sorda se quedó sin explicación alguna. En los años posteriores los empleados repararon que la niña no sólo se comunicaba con su padre de forma extraña, si no que también hablaba con las aves del jardín, al punto de haberle enseñado a hablar a una paloma, como si esta fuese un loro ¡Habrase visto¡ Pero lo mas sorprendente sucedió varios años después, una noche de agosto, cuando María Gracia parecía haberse despertado de una pesadilla, fue corriendo a sacar a todos de su cama y, con una madurez inusitada para una niña de su edad, les ordenó a todos salir al jardín, minutos después se aconteció el peor terremoto de los últimos 50 años y ella los había salvado, desde ese día, la servidumbre, que siempre se encargaba de buscar una razón enrevesada a los aconteceres la rebautizó dulcemente como Santa María de la Desgracia, ella era una Santa, una Santa de las Desgracias.
Y fue por la garrulería que regodea el imaginario popular, que cuando mi madre recibió la propuesta de trabajo muchas de sus amistades le aconsejaron no aceptarlo - ¡No lo aceptes, a quienes van a esa casa siempre les sucede alguna desgracia¡- pero mi mamá, que era una agnóstica convicta y confesa, concluía que solo los ignorantes podían levantar tales testimonios y, que, además ¿Quién no tiene una desgracia en estos tiempos? Tal era su lógica de pensamiento y de vida, que no le pareció, ni malo ni raro, que yo, en lugar de compartir la cocina con los sirvientes ahora me la pasará con María Gracia, primero en la biblioteca, haciendo las tareas, yo más que tonteando y ella con su dulzura maternal tratando de educarme, luego, cuando volvíamos a tener la misma edad del juego, subíamos a su cuarto que parecía un enorme castillo habitado por fantásticas muñecas, las había en todos los tamaños, desde las más pequeñitas hasta las gigantes y de todos los materiales, las de tela, las plástico, las de porcelana, las de plata, las que hacían pipi y popo, las que gateaban, las que se tiraban chanchito y no faltaba la que decía “I love You, I love You”.
¡Yo te lo dije, a todo aquel que se mete en esa casa le sucede alguna desgracia¡ Le repetía, con su aire de triunfo, la anciana de mi tía Rosita a mi madre, y quien sabe si tenía razón, porque la desgracia sucedió seis meses después. Fue un ridículo accidente en la semana de carnavales, tal era bochinche con el verano y entusiasmaba tanto al barrio, que se formaban grupos y comparsas que representaban a cada calle del distrito del Porvenir, las que desfilaban todas las tardes de la segunda semana del mes de febrero, en una seguidilla de hermosos disfraces luminosos. En la fecha central, cuyo pronóstico de día más caluroso del mes nunca acertaba, las comparsas salían a luchar unas contra otras, en un estallido multicolor de agua, globos, cotillón y talco, la fiesta siempre había sido inofensiva para los participantes y durante más de 30 años en que se había instaurado como tradición popular no se había suscitado algún accidente grave, menos aquel día, el día de EME como decía mi padre, en que una mata chola llena de polvo seco lanzada por un dueño anónimo y sin un objetivo claro fue a parar en su cara con un impulso descomunal, de pronto, entre todas las risas de euforia se escuchó su monocorde grito de animal herido, mientras corría sin rumbo conocido tapándose los ojos. Mi madre se negó a pensar que lo sucedido podría ser obra de alguna mano negra oculta – Ha sido un accidente, eso es todo, dejen de inventar historias, a todo el mundo le puede suceder un infortunio, así es la vida – Y más reacia que antes, enfurecida por el delirio popular, se negó a renunciar a su trabajo como llegaron, incluso hasta con ruegos, a pedírselo amigos y familiares. Debo confesar, que, con todo lo que escuchaban mis párvulos oídos hasta me dio miedo regresar a esa casa, pero, tan resuelta como estaba mi madre, no me quedó otra opción. Encontré a María Gracia en la biblioteca con su enorme cuaderno de anotaciones a un lado, me senté a su lado, me puse a llorar, no pude contener mi tristeza, ella me consolaba con su tono maternal, como una madre a su hijo, y abriendo, de par en par, el cuaderno de los GME me dijo sonriendo – Ahora aquí pondremos a tu papito, que esta ciego, pero que ve el mundo con los ojos del alma.
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