No conoce su nombre pero sabe que no se llama Magreb, le dicen así porque nació con la puesta del sol, o porque el momento donde se pone el sol es triste, muy parecido a él.
Trabaja como curtidor en Fez, tiñendo cuero y telas. A pesar de estar rodeado de colores su vida sólo tiene uno. Xiomara vestía de blanco el día que la conoció. Blanco, el color del amor, de la pureza, del duelo.
Antes de Xiomara solía tocar el bendir y divertirse; podría haber llegado a ser un gran músico, dejar la curtiembre, escapar juntos de Marruecos… Ahora estos proyectos le parecen utopías y nada más que eso.
Las calles de Fez, tan estrechas, atiborradas de negocios y gente, no lo llevan a ningún lado, sólo el aroma a sándalo y comino le da un poco de tranquilidad cuando las camina, pero dentro suyo la desesperación de estar confinado en un laberinto lo supera.
Busca en los recuerdos cuándo fue que el eje de su vida cambió. No elige momentos, están todos allí, desalineados, entre unos y otros el rostro de aquella mujer se repite. Sabe que fue quien lo hizo cambiar, ver otros mundos, imaginarlos, al menos.
El laberinto no está en las calles, está en su cabeza, en ese inconsciente que le permite sobrevivir a pesar de todo -el todo lo llevó hasta ese punto, haciéndolo ignorante de sí, lo transformó en la sombra de un hombre-, ese todo que es nada. Da lo mismo girar en la siguiente esquina o en otra, no se hallará, tal vez porque ni siquiera se busca.
La historia de quien llaman Magreb no tuvo comienzo pero sí final, eso es lo que él cree, porque cualquier historia tiene un comienzo. El final de ésta es simple: hay colores que no se mezclan, hay personas que tampoco. Xiomara –la blanca, la hermosa- era demasiado color para él. Ninguno se atrevió siquiera a sospechar que podrían. El gran comerciante de Fez, dueño de tantas curtiembres, jamás permitiría que su hija se uniera con un simple teñidor, además, ya había sido ofrecida a un joven de su misma clase.
Aunque no sepa su nombre, le gusta pensar que en algún lugar alguien feliz se llama de verdad Magreb. Es él, no duda, quizá lo encuentre en los laberintos con aroma a sándalo donde se pierde cada vez con más frecuencia.
A lo lejos se escucha el repiqueteo ronco de los bandires. Hay fiesta. Una boda. El que llaman Magreb recuerda sus manos sobre el parche y el corazón se quiebra; esa novia llevará puesto el arco iris, pintarán sus manos y el velo estará bordado por ella.
Esta tarde, cuando el sol termine de caer aparecerán varios colores en el cielo, pero desde Xiomara todas las tardes son iguales. Blancas.
|