Miré al cielo, anaranjado, amenazador, nuboso. No habían luces en las calles. Todo en silencio, tan extraño que alucinaba con la idea de que llegaran en cualquier minuto a invadirme, algún grupo de extraterrestres o una banda de neonazis que querían exterminar a todos los imperfectos. Miraba por la ventana, mientras escuchaba balazos.
A mi mente, el déja vú de soldados corriendo, abriendo las puertas de las casas, violando mujeres, asesinando hombres, secuestrando niños. Sonidos de cadenazos.
Olor a muerte, a pólvora, a sudor, a lodo y sangre. Sentires a murmullos de personas que gritan, a lo lejos. El queso descompuesto de la mesa. Penetración total de la putrefacción de carne humana, las cabezas servidas en la vajilla de plata, encima de la mesa. La grotesca imagen del muchacho drogadicto ochentero, sentado encima de un neumático, con una bolsa de neoprén aspirada. Esa imagen de película antigua que me había dejado perplejo. La imagen de los delincuentes refugiados en el hospital en ruinas, casi destruído. Los ladridos de los perros desesperados por la ausencia de aire respirable, ahogándose en nubes de gases tóxicos.
Los destellos de los cables de luz que realizaban sus descargas, al ser cortados por las cadenas lanzadas. Los gritos ensordecedores de las escopetas hechizas recortadas que retumbaban en la silente noche. El trozo de cielo que dejaba pasar por entre mis gruesas cortinas, que es mi conexión al exterior. Mi pase a la libertad inexistente, a la felicidad inconclusa, cubierto por conchas marinas de un colgante comprado en el puerto.
La habitación con el pestilente aroma de los peces muertos, de jurel y salmón descompuesto, con los esqueletos de cordero derramados por el suelo, junto a las tripas del cerdo. Todo en abundantes hemorragias que mojan mis pies. Lava mis heridas con el derramamiento del piso, con el dolor del alma, con el ahogo del espíritu.
Asesina mi cuerpo lentamente en una paciente melancolía, en estertores de 220 voltios, en una anaerobia de mi vida, en un solfeo letal, en un montón de heroína, mátame cuando veamos películas de Justiniano.
Todo se ve tan distinto, en el corte de luz. Mi temor de bajar por la escalera para ir a orinar al baño, usando la linterna, pensando en que cualquier momento, saldrá de la oscuridad, un individuo que quiera poner cloroformo en mi nariz, haciéndome caer en la narcoléptica sensación de no poder gritar, de no poder correr, de no poder escapar. En la sensación de no poder decir que nos atacan. En la sensación de estar atascado en un punto, sin movimiento alguno. |