Marta se había cambiado de casa hacía apenas una semana. Una vieja casona en el centro de la ciudad en la esquina de la calle Mateo González y Uruguay.
-Cuestiones de trabajo.- había dicho sonriente a los curiosos que preguntaban.
Pero en realidad se trataba de un gusto personal. A Marta, educada en el seno de una familia tradicional le gustaba el olor a viejo, los tablones enmohecidos que crujían amablemente bajos sus pies y la oxidada herrería blanca del ventanal del salón.
Fanática de la limpieza, Marta se dedicó los dos primeros días a desempolvar los antiquísimos muebles barrocos que habían dejado ahí, por necesidad o aburrimiento, los dueños anteriores. Motas de polvo revoloteaban alrededor de la casa, algunas cuantas iluminadas por la luz vespertina del sur que atravesaba la ventana. Entre giros y vueltas aparentemente caóticos de pequeñas partículas grises Marta realizaba una especie de danza inusual. Con trapo y plumero en mano procedía a ir de un lado a otro, flotando, deslizándose entre nube y nube de polvo sólo para 15 minutos después regresar al mismo lugar con expresión cansada. La polvareda aparecía eterna, imperturbable y se podría decir que las pelusas, sobretodo aquellas que excedían el tamaño de una moneda sonreían burlonamente de su otrora noble esfuerzo. No fue sino hasta 3 días después que limpiando nuevamente detrás de un viejo sillón Martha ncontró la destartalada máquina de pelusa aún encendida.