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Sueño Profundo © Javier Vásquez Aguilar Adolfo tomó una ducha como de costumbre. Salió raudo del baño sin afeitarse. Al entrar a su dormitorio notó algo raro, extraño. No era su cuarto, éste solía estar ordenado; no era su pequeña colección de libros, sus bates de béisbol estaban arrimados, su guitarra, en el rincón, donde nunca llegó la suave y penetrante escoba que, con sus finas hebras, marcaban esa zonas extrañas de su cuarto; y allí estaba, inclusive, su colección de revistas Cosmos. No lo comprendía. Se miró frente al espejo, su rostro y la barbita algo crecida no le decían nada. Sus manos estaban temblorosas y frías por el agua helada de la ducha; sus ojos, igual de gélidos y oscuros, que siempre denotaban tristeza. Pensó que era su cabello: seguía lacio y ralo como siempre. Se sentó en el borde de la cama y medito hasta el punto de no saber lo que ocurría en ese pulcro dormitorio. Se miró nuevamente al espejo y lloró sin comprender absolutamente nada; era como si interiormente cada célula se hubiera deteriorado, o cada órgano tuviese un año menos de vida y como si a él le quedara muy poco tiempo de vida. Un grito lo volvió a la realidad. -Oye, qué viejo estás, son veintiséis años, qué planes tienes para hoy. Seguro que saldrás con tus amigos ¿no?, ¿o qué?, ¿vienes a cenar?, no me salgas con que vas a ver a esa fulana. -No, mamá. Esta vez será diferente, qué amigos, ni qué fulana. Esta vez estaré en casa, te lo prometo. Sabes que hoy, cuando salí de la ducha, tuve una sensación extraña, sentí como si la vida se me acortara. -No hables tonterías, hijo. ¡Hoy es tu cumpleaños! ¡Caramba, cambia esa cara! -Tienes razón. Bueno, ¿hay algo que tomar? Un jugo de naranja no me caería mal. -Sí, aquí está, tómatelo rapidito, tú sabes que tienes que llegar a tiempo, tu jefe es muy estricto. -Ya lo sé mamá, Andrea viene a recogerme. -¿Cómo?... o sea que ahora te recogen… -Ya pues, no te molestes. Allí está. Chau, chau. Adolfo subió al auto de Andrea rumbo al centro de la ciudad. Su día transcurrió como de costumbre: solo dos comisiones periodísticas (una sobre el asesinato del rey de la piratería y otra sobre la premiación de un joven escritor de apellido Velásquez)
A la salida del trabajo, tomó un taxi de lunas polarizadas. El conductor tomó la avenida Central para evitar el tráfico infernal de las seis de la tarde; sin embargo, desvió su rumbo raudamente por unas calles oscuras. -Disculpe, ¿está usted apurado? -Un poco, ¿tiene algún inconveniente? -No es grave, lo que pasa es que nos estamos quedando sin combustible. -Está bien, no hay problema. Raudamente, el taxista hizo una maniobra y se dirigió a la estación cercana. Adolfo tarareaba una canción de su adolescencia. Nuevamente, se mira al espejo retrovisor del auto y recuerda aquellos días dela universidad. -Qué será de Tina, del flaco Lores, del santo Esteban y del loco Manrique… Intempestivamente, las imágenes de su juventud fueron atropelladas por un auto negro deportivo con siete ocupantes. Bajó un hombre delgado con gafas gruesas, de terno azul y corbata blanca buscando el servicio. Adolfo quedó impactado, no lo creía lo que veían sus oscuros ojos. Era el flaco Lores. Fue a su encuentro con el pasado. -Hola, ¿eres Lores, el flaco Lores? -Sí, tu eres…Adol… ¡Adolfo!, ¡caramba! Qué haces por aquí. -Justo regresaba a mi casa y mira...me encuentro contigo. -Oye, a que no sabes, a la salida de mi estudio me encontré con toda la gente de la universidad: Tina, el loco, el santo y ahora contigo, ¡que alucinante! ¡Qué buena! Pero me van a disculpar, en casa me esperan. -¿Quién, tú esposa? -No, mi mamá. -Ah, espera… hoy no es catorce de marzo...sí, ¡es tu cumpleaños!, ¡venga ese abrazó hombre!, ¡cómo pasan los años, caray! Oye, ¿que te parece si nos tomamos unos tragos como en los viejos tiempos? -Uhmmm, pero sólo unos cuantos. En casa me esperan, tú sabes… -¿Vamos? -Vamos. -Espera voy a bajar el portafolio del taxi. Adolfo fue donde el taxista, le dijo que allí se quedaba. Canceló el servicio, cogió su maletín y enrumbo al auto de Lores –ese auto, años atrás, fue testigo y protagonista de innumerables experiencias. -Oye… ¿y dónde quieres ir?, preguntó el santo. -Bueno, donde ustedes gusten, claro ustedes van a pagar, ¿no es cierto?
-Oye Adol -así lo llamaban cuando jugaban tenis en la universidad- ¿qué te parece si vamos al Vértigo?, ¿te acuerdas?, es donde una vez, recontra borracho, casi de vas de cara contra el inodoro. -Ya, ya no me vacilen, no quiero recordar eso. Pero, Uhmmm… vamos al Vértigo. Hace tiempo que no voy por allá. La oscuridad de la ciudad, el ruido de las discotecas y los vendedores de cigarros complementaban la noche bohemia. El flaco, estacionó el auto en el lado izquierdo del local. Cuando bajaba Tina, un hombre moreno alto y membrudo abrió la puerta: “buenas noches señorita” Un grito aterrorizó a los transeúntes de la zona de parque. El santo fue donde Tina debido al susto que se llevó al encontrarse con aquel personaje. Ingresaron al Vértigo y encontraron muchas caras conocidas: por allí estaba Carlita ya casada con Pedro –el menor de la promoción; Beto y Luz la eterna pareja que, según comentarios, este año tienen que casarse. Se ubicaron en la parte central, Lores pidió tres jarras de sangría dando inicio a la noche con sus colores, formas y aromas. La noche se tornó larga e inesperada, tenían en la mesa más de diez jarras de sangría y los secretos empezaron a fluir. El secreto mejor guardado y develado aquella noche fue la del santo. El santo Esteban, en sus a los mozos, era un defensor a ultranza del evangelio y ahora se dedicaba a administrar una casa de citas. Adolfo, ya en tragos, se acuerda que tiene una reunión importante pero su interior prefería lo banal y continuó con lo indeseado. Entrando a la madrugada, el ruido en las calles de la ciudad iba en decadencia. Los últimos en salir eran gente bohemia que acudían a los bares más pintorescos, entre ellos, Lores, El santo, Tina y Adolfo. -Yo sólo quiero seguir tomando, balbuceaba Lores que con las justas caminaba y con un poco de suerte no se cayó a un hueco dejado por unos trabajadores de servicios. Adolfo, estaba colgado del cuello de Tina, ya no podía más. El santo ofrecía sus servicios a cuanta persona viera a su paso. Llegaron a un paradero y a lo lejos Adolfo observa un figura menuda, de aspecto oriental, con el cabello recogido; a su lado izquierdo una niña y al costado un hombre, que al parecer, era su padre. Caminaba lentamente, conversando; cuando de pronto Adolfo sintió vértigo, se nubló su mente, el alcohol inundaba cada parte de su cerebro. La embriaguez le causó un desfallecimiento y lo traslada 10 años atrás, cuando tenía dieciséis años, en un parque de su casa: él en short y polo, ella en pantalón y polo manga larga, siempre sonriente, con su cabello amarrado. -Estarás siempre conmigo. -Sí, aunque nos separen.
-Tengo mucho miedo -Yo también. Dos bofetadas lo regresaron a la realidad. Estaba sudoroso y frío, las manos le temblaban, no podía hablar. Era Cristina. Adolfo pidió que lo lleven a casa. Llegó a la estación de buses y el santo Esteban se lo llevó. En el trayecto hacia su casa, Adolfo contaba lo que había sucedido. Eran las cuatro de la mañana cuando llegó a su casa. Salió su madre, con el rostro desencajado, abrió la puerta y se retiró a su dormitorio. -Madre, ¿no me vas a felicitar? -¡Hasta mañana, señor! -Oye, hip, Santo, búscame en las noches. -Okey, nos vemos. -Chau. El santo Esteban se perdió por una pequeña calle, la neblina lo enrolló como si fuera una ligera y desamparada hoja borrándolo de la oscuridad. Adolfo se dirigió al baño, prendió la luz, se miró nuevamente al espejo y sintió la trepidación que le hizo recordar la frase: tengo miedo, yo también. La figura menuda de aquella muchacha le hizo sentirse más acabado y le volvió ese sentimiento de culpa: su inseguridad, el no cumplir con los suyos fueron los detonantes. Trató en ese momento de acabar con toda esa angustia que lo embargaba. Vio una navaja en la ménsula, pensó que sería dichoso si se iba de este mundo pero, al mismo tiempo, se sintió pusilánime y asqueroso. Volvió a observarse en el espejo: cada vez estoy más viejo, ¿qué me está sucediendo? Agachó su pesada cabeza y dos gotas de agua cayeron al lavatorio produciendo un fuerte estruendo. Reaccionó y se fue a dormir. Su sueño fue largo e intenso. Es ya mucho tiempo. Lo extraño es que todavía él no despierta, sigue acostado en la gélida cama 666 de un hospital de la ciudad, y su madre siempre a su lado esperando que algún día despierte.

Texto agregado el 09-09-2010, y leído por 119 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-09-2010 Muy bueno. Filiberto
 
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